martes, 27 de noviembre de 2012


VIENEN LAS ARTISTAS



En Moratalla, por aquel tiempo, Las artistas eran también una cosa de hombres, como el veterano, los toros y el tabaco de picadura. Tampoco es que hubiera demasiadas ocasiones de esparcimiento, salvo los días de fiesta, los bares de siempre, las procesiones en las fechas señaladas y el cine Trieta. Luego llegó la televisión y mucho de todo esto cambió de una forma radical.
            Los muchachos,  a la salida de la escuela, veíamos los carteles con las escenas fotografiadas de las mujeres en paños menores, entradas en carnes y en años, de aspecto vulgar, sin duda, y mirada desafiante. Entonces apenas enseñaban nada, unos muslos opulentos oprimidos por unas medias de fantasía, un pecho prominente dentro de un corsé apretado, el rostro pintado y las pelucas rubias o pelirrojas como emblemas de una profesión descarada y un tanto soez.
            Luego vendría el cine de destape y estas antiguallas pasarían de moda, como pasa todo. Aunque la revista, como género teatral de variedades, tan español y tan castizo, ha existido desde siempre y seguirá existiendo. Jóvenes guapas, de largas piernas y físico deslumbrante interpretando melodías picantes, de doble sentido, y bailes de un erotismo divertido y relajado. Todo depende, en realidad, de lo bien hecha que esté la función, de la gracia de las mujeres, de la destreza de los bailarines, el atrezzo, la coreografía, el vestuario, la música y el decorado, entre otras muchas cosas.
            Pero lo que los hombres acudían a ver al cine Trieta no era lo que se estrenaba en el Moulin Rouge de Paris o en el Paralelo de Barcelona precisamente. Viejas estrellas cuya luz no había brillado nunca, ruinas de la edad hartas de rodar por el mundo, mujeres expertas en el chiste fácil, en sacar a los hombres al escenario  y comprometerlos delante de sus amigos y vecinos, en despachar las dos horas de la sesión con algunas canciones macilentas, cantadas con voz ronca y desafinada y mucho contoneo de cadera y de vientre para exaltar los instintos de un público  trabajador y ajeno a los secretos del arte escénico.
            Eran artistas, en realidad, porque bailaban y cantaban, aunque bailasen y cantasen de un modo deprimente, porque eran altas y mostraban mucha carne, aunque no estuviera proporcionada y constituyese la decadencia de antiguos cuerpos de baile que no habían llegado a más.
            Recuerdo que estábamos en el campo, trabajando en la recogida de cualquier fruto de temporada y que uno de los hombres avisaba al resto de la venida de Las artistas y de su propósito de ir a verlas aquella misma noche al teatro. Era todo un acontecimiento, tal vez un acontecimiento chabacano y sórdido, una distracción de pueblo, un desahogo de boina y garrota, en el que los hombres, hombres solos, gritarían palabras gruesas y obscenidades a diosas de un olimpo pedestre y arrabalero.
            La música aflamencada, las contorsiones atrevidas de las mujeres, los comentarios de evidente sentido lascivo y la oscuridad de la sala iban calentando de un modo paulatino a un respetable ávido de emociones voluptuosas y de gestos concupiscentes.
            Ellas venían de lejos y cumplían con una tournée de fondas de tercera y ventas apartadas, de amores entrevistos en el último segundo de la vigilia, porque alguna vez alguien les dijo una palabra amable y un comentario cortés. Un rostro viril iba siempre con las mujeres, además de una parafernalia de vírgenes e imágenes sagradas, la cara de un hombre que pudo haberse casado con alguna de las artistas o habérselo pedido, al menos, si no fuera porque todos aquellos hombres, que rugían en el patio de butacas y en el gallinero como un enorme animal de rapiña, estaban ya casados. Los solteros  no solían ir nunca  a estas cosas. Ni falta que les hacía.
            El cine Trieta se llenaba de individuos dispuestos a sentir las turbulencias de la carne, con la aquiescencia incluso de sus esposas, como un deber, un cometido, una convocatoria ineludible, en la que se reconocían los de siempre, los alborotadores, los maledicientes, los arrojados, los echaos palante, los que no dudaban en salir al escenario, cuando la primera vedette así lo requería, ni abrazarla delante de todo el mundo o agachar la testuz cuando la mujer les afeaba su comportamiento medio en broma, medio en serio, o los escarnecía con un lenguaje a mitad de camino entre la chanza y la canalla.
            No era una exhibición digna de encomio desde luego, aunque abundaban las risas, los pitos, los pataleos y las palmas. Ni se parecía al teatro o a cualquier otro genero de la representación, pero éste era un país singular y paradójico, en el que había nacido Luis Buñuel, Juan Belmonte; Antonio Mairena o Machado y, sin embargo, los que por aquel tiempo triunfaban eran Antonio del Amo, El Cordobés, Lola Flores o José María Pemán.
            Todavía hoy seguimos confundiendo algunas cosas fundamentales, pero hace muchos años que ya no vienen las artistas a Moratalla y yo quiero creer que alguna sí logró su anhelo y vive de un modo anónimo junto a su familia en una pequeña casa de un pueblo apartado, al cuidado de sus hijos y de su marido.
            A veces sueña con un triunfo que estuvo a punto de conseguir en una edad lejana y en un teatro imaginario de una gran ciudad y, por un segundo tan solo, le brilla en los ojos una lágrima de entusiasmo y ternura.
                       
                                                                     
            

viernes, 23 de noviembre de 2012


TODOS LOS SÁBADOS DE SU VIDA




Todos los sábados de su vida, al menos desde que yo la conocía,  con una capaza en cada mano, menuda, airosa y alegre, se encaminaba mi madre en dirección al mercado bien temprano en la mañana, decidida a sorprender los puestos recientes, los vendedores casi acomodados y el primer bullicio de la calle. De arriba abajo miraba, preguntaba los precios, anotaba de cabeza las calidades e iba decidiéndose poco a poco, aunque las compras las realizaba en la vuelta, cuando ya había descartado los productos excesivamente caros o de menor categoría. En realidad, todo aquello formaba parte de un ritual, que debía llevarse a cabo sin prisas, con la concentración indispensable para que las compras de la semana no solo se acomodaran a la economía de la casa, sino también al gusto de sus comensales. Comprar constituía entonces una ceremonia inusual, casi un privilegio al que no siempre habían tenido acceso antes todos y de un modo tan frecuente.
         No existía en aquel escenario ningún artículo humilde que no tuviese su valedor, y cada uno terminaba siendo especialista en su materia; tal vez por esa causa, mi madre no adquiría los tomates y las frutas en el mismo sitio, ni las verduras pertenecían todas al mismo vendedor, pues uno ofrecía unas excelentes acelgas, y el de al lado, exhibía cardos y pencas de estupenda naturaleza, mientras que el de más allá enseñaba sus modestos tesoros huertanos, que eran, como no podía ser menos, los mejores del mercado.
         Ella conocía a los hortelanos y apreciaba el mimo que muchos de ellos empleaban en su género, el jactancia con que presentaban sus sandías, asegurando que tendrían, sin duda, un gusto dulce y refrescante, o las pencas con que mi madre cocinaba un potaje misterioso y suculento, como no he probado jamás en parte alguna. Ninguno de aquellos manjares de la tierra  tenía un lugar secundario en el mercado de los sábados ni en la mesa de los hombres y las mujeres que acudían a aquella fiesta, porque todavía sabíamos apreciar el sabor originario de los alimentos y el valor de lo que, por muy sencillo que fuese, era, al fin, un placer para los sentidos y un alivio para los bolsillos de los que menos podían.
         Aquellos mercados de los sábados olían a fiesta y los que no tenían la costumbre de pasarse por allí para hacer las compras, acudían, a veces tan solo, para mirar, para admirar incluso, las cajas con pepinos, con albaricoques o con cebollas, además de aquella otra zona que dedicaba su espacio al calzado, la ropa y a otras fruslerías, en las que los muchachos y las muchachas reparábamos fundamentalmente, porque en nuestras obligaciones no entraba la provisión y la administración de la casa.
         Ahora bien, un mercado tiene la obligación de proveer a los más pobres de todo lo necesario para su existencia cotidiana, sin olvidar que los que disfrutan de un mejor nivel de vida encuentran en esta cita semanal los tesoros naturales de un régimen de vida antiguo, saludable y a un precio módico, porque aquí no hay intermediarios casi, y las patatas llegan de la huerta a la caja de plástico o cartón, de donde nos escogen tres o cuatro kilos, que nos llevamos, una vez pagados. Los huertanos traen sus productos de la tierra al puesto callejero, frescos y extraídos apenas unas horas antes del bancal, y el comprador puede oler una compleja gama de fragancias vegetales, sin manufacturar, sin etiquetas, sin el tufo a podrido de las cámaras frigoríficas, donde permanecen en ocasiones demasiado tiempo.
         Mi madre no entraba en estas consideraciones, mientras iba cargando las dos capazas, que alguna vez dejaba al cuidado siempre amable de Jesús o de Marianela, su mujer, en la librería del mismo nombre, en tanto remataba su paseo semanal, meticuloso, sabio y eficaz del todo.
         El cardo de los cocidos sabía delicioso y la tortilla de patatas, fragante y suave; los tomates, cuyo paladar enigmático ya hemos perdido, eran dulces y sabrosos, regados con el aceite joven y acerbo de la última cosecha. Las sandías mostraban el rojo más vivo y exquisito, y todas las verduras y frutas en general eran de una calidad extraordinaria.
         Mi madre regresaba cada sábado con las capazas rebosantes, cargada en exceso para su exigua complexión física, cruzaba la Calle Mayor y subía el Callejón de la Iglesia hasta los aledaños del Castillo, donde estaba la casa. Mientras descansaba sentada en una silla en el portal, iba echando cuentas hasta convenir que todo estaba mucho más caro, pero después, una vez desalojaba las capazas de la mercancía, y me enseñaba lo que había traído con todo su esfuerzo, yo percibía el orgullo de la madre y de la esposa en su noble cometido de abastecer cada día la mesa del hogar con los mejores frutos de la tierra y al mejor precio posible.


                            

domingo, 18 de noviembre de 2012


LA BUENA LETRA



Parece paradójica, en alguna medida, la importancia que se le daba entonces a la buena letra, aunque ni los médicos ni los notarios ni otros destacados personajes de la pluma hicieran alarde de ello, sino más bien todo lo contrario. En cambio, a los escolares se nos machacaba con aquellos cuadernillos de caligrafía, que fueron la pesadilla de mi infancia, porque nunca tuve aptitudes ni temple para la escritura legible ni para ir más allá de un simple monigote en las clases de dibujo. Luego, la Universidad, las prisas por tomar los apuntes, se encargaría de malograr del todo la escasa pulcritud de mis notas manuscritas y, hoy por hoy, debo dar gracias al ordenador cada día, porque me permite comunicarme, escribir y entender sin problemas mis propios textos. Atrás quedaron los esfuerzos infructuosos por enderezar mi pulso y la escritura de tantos   colegiales, cuya imagen defectuosa ya suponía una merma del talento en el alumno y, al contrario, cuya claridad, limpieza y legibilidad lo encumbraban a lo más alto del escalafón escolar.
            A todos se nos distribuía de un modo imaginario, en dos grandes grupos: los que leían y escribían bien (entendiendo por escritura la mera caligrafía) y el resto, los que debían repetir en voz alta hasta la extenuación las páginas de signos anchos e infantiles y rellenar un sinnúmero de fichas de escritura, intentando que los caracteres y las palabras entrasen en el espacio en blanco que dejaban las dos líneas preceptivas del renglón. Yo fui un lector excelente y un amanuense nefasto.
            Copiábamos durante horas y días frases y palabras que no tenían un sentido claro, superficiales y baladíes, con el único objetivo de corregir los palitos de la te, de la de o de la efe, o perfeccionar los círculos de las oes y rematar con cierta gracia el rabito de las aes. La máxima era saber hacer una o con un palote para empezar, porque nuestros abuelos y, a veces también, nuestros padres, no habían pasado del tomate y no conocían bien las cuatro reglas.
            En concreto, algunos se habían conformado con aprender a firmar, que básicamente se reducía a un garabato ininteligible, pero que los exoneraba de la humillación de pedir una almohadilla entintada para manchar el dedo pulgar y estampar la huella  al pie de un documento cualquiera.
            Despacito y buena letra nos sermoneaban en la escuela con tesón,  y así ha quedado como una sentencia de nuestra propia vida y de aquel tiempo, aunque las referencias grafológicas hayan prescrito, porque los flamantes procesadores de textos incluyen centenares de de tipos gráficos de una forma automática y, por fortuna, hemos dado al olvido los viejos cartapacios caligráficos, más propios de los copistas medievales que de nuestros modernos intereses y exigencias.
            En cualquier caso, no puedo olvidar mi angustia de aquellos años por el aspecto de mis cuadernos, de líneas desequilibradas, párrafos sin forma e intrincadas expresiones que ni yo mismo era capaz de desvelar, y el disgusto de mi padre por el descuido de mis libretas, que presagiaba, sin lugar a dudas, la catástrofe final de mis estudios.
            Y, sin embargo, albergaba yo la sospecha, casi la certidumbre, ya entonces, de que la forma externa del mensaje no era lo definitorio ni lo más importante de cualquier texto, que lo decisivo estaba en el interior, en las ideas, en el acierto con que hubiesen sido formuladas y en el arte que exhibían. Hoy puede parecer una obviedad, pero les aseguro que en aquellos años no lo era, porque, entre otras muchas brutalidades, la letra entraba con sangre y todo se hacía al pie de la letra.
            Ejércitos de escolares se aplicaban en la estúpida labor de componer su letra de acuerdo a unas normas oficiales, como si se estuviesen afirmando en aquel pensamiento único del que se disfrutó en este país durante algunas décadas. En aquellos días escribir bien o escribir bonito, como solían hacerlo las niñas en los colegios religiosos de pago, era nuestra única ambición intelectual, nuestra mayor ambición en el ámbito cultural.
            Luego llegarían las máquinas de escribir y los primeros ordenadores, y Franco no tendría más remedio que morirse para dar paso a los nuevos aires y a las modernas impresoras.
            Hace muchos años que mi letra puede leerse sin problema alguno en un puñado de libros que andan por algunas librerías firmados por mí.           



                                             

HUEVOS

Un huevo, cualquier huevo, es un milagro de la naturaleza, y el enigma del origen de la vida. Fritos, escalfados, cocidos, pasados por agua, en tortilla, en un consomé o en la ensalada, no existe otro alimento por el que más inclinación siento y por el que siempre he tenido una preferencia particular. Mi madre los cocinaba recién puestos, porque en mi casa teníamos gallinas y mi mujer los compra todavía hoy  frescos, gracias a una vieja amiga que se los consigue en el pueblo  como un regalo.
         En este país le hemos dado siempre mejor uso gastronómico a este producto  culinario que en ninguna otra parte. De manera que rechazamos ese estúpido batiburrillo, propio de quien no ha alcanzado aún los secretos de la comida, al que los americanos denominan huevos revueltos, y, bien caliente el aceite de la sartén, los cascamos, uno en cada mano, y los depositamos en el recipiente para que se frían rápido, cuidándonos de que la yema no cuaje del todo y de que la clara exterior dibuje una suerte de perfil estrellado o puntillas, una filigrana para el paladar y para la vista. Luego, si nos apetece, podemos acompañarlos de un par de chorizos de la última matanza o de algún trozo de lomo de orza en adobo. Esto es respetar el alimento que vamos a comer como si se tratara de algo sagrado, lo otro es una gamberrada de cocinero torpe y perdido entre los fogones, que debiera ser perseguida por la ley como un delito más.
         También una tortilla francesa es una simpleza, impropia de quienes vienen haciendo alarde desde hace siglos de un extraordinario conocimiento en el arte de la cocina y de ser los mejores chefs del mundo. Nosotros seleccionamos las patatas, blancas y medianas, las pelamos y las cortamos a rodajas o a cuadraditos, que freímos sin prisa pero evitando que se nos quemen. Luego, apartamos el aceite sobrante y vertemos sobre ellas los huevos previamente batidos.
         Una tortilla de patatas, o una tortilla de patatas con cebolla, esponjosa y fragante, calada y tierna a un tiempo, constituye un manjar en toda regla, sobre todo si tu madre o tu esposa te la han puesto en un bocadillo de pan recién horneado. Nada de sándwich ni hamburguesas de plástico, de grasientos y sospechosos contenidos sin identificar.
         Pero un huevo, hervido durante unos pocos minutos y colocado en su pequeño pedestal de loza,  abierto con maña por la parte superior, enriquecido con un poco de aceite de oliva y unos granos de sal y mojado con una sopa diminuta que insertamos en la punta de una navaja nos trae, sin duda, la añoranza de las antiguas cenas campesinas y el sabor entrañable de las meriendas  que nuestra madre nos obligaba a tomar sentados a una pequeña mesa, mientras con sus propias manos, manos de madre buena, de cocinera insustituible, de centinela perpetua, nos iba dando junto con unos cachos de tomate partido y unas pocas olivas negras.
         Hay quien insiste en la martingala de que los huevos perjudican el buen funcionamiento del hígado, tal vez, porque cualquier cosa en dosis extremas,  deviene perjudicial forzosamente. Los extranjeros nos han habituado a esos desayunos casi de madrugada con un exceso de bacon, que nosotros denominamos con más gracia y enjundia, tocino, con mantequilla, que no utilizamos apenas por fortuna, porque tenemos el mejor y más saludable aceite vegetal del mundo y con un revuelto ignominioso de huevos degradados por la constante  tortura  del tenedor insolente, que machaca y descompone sin piedad la gracia de la esencia primigenia.
         Todavía me acuerdo con agrado y hasta con un punto de envidia de aquellos huevos gigantes de avestruz que veíamos en las películas  de Tarzán y que solían despertarnos el apetito. Al menos uno habría compartido de buena gana con ustedes cualquier día.