LA GRACIA DE SUS MANOS
Menos protegidos por la ciencia médica y demasiado
absorbidos por una fe que parecía tener remedios para todo, pues la oración
resultaba una panacea y la voluntad de Dios, la curación verdadera, no resulta
extraño que las mujeres y los hombres de mi infancia recurrieran para sus
dolencias a individuos que poseían una gracia especial, que habían sido dotados
desde el nacimiento (algunos nacían con un extraño y prodigioso manto) de unos poderes únicos que solían
poner al servicio de los otros de manera gratuita o por la mera voluntad de la
persona a la que ayudaban. Tal vez no resolvieran del todo el dolor de los
pacientes, pero promovían su fe en la cura y llevaban a la casa esa postrera
esperanza en lo que se encuentra más allá de razón humana y, quizás, por ello
mismo, pueda más y posea más fuerza.
Mis
primeros años discurrieron entre mujeres, ancianas casi siempre, que rezaban el
mal de ojo, la carne cortada y otros muchos padecimientos de misteriosos
orígenes para los que no se acudía al médico en ningún caso, porque siempre
había cerca una vecina, una mujer de la familia, alguna abuela, que conocía la
fórmula de aquellos ensalmos, transmitidos muy a menudo por línea femenina, y
que sabía aliviar el sufrimiento de quien estaba postrado en una cama.
Recuerdo
que con frecuencia solía quejarme yo de la barriga, quizás por un simple
empacho, que mi madre trataba con un régimen estricto de comidas, pero a veces,
si se dilataban las molestias, llamaba a una anciana, con la que le unía cierta
amistad, para que me diera friegas en el vientre con aceite de oliva durante
unos minutos y, de este modo, restablecer la normalidad intestinal y solventar
el atranque que me afligía. Después, durante unas cuantas mañanas debía tomar
un par de cucharadas de aceite de oliva en ayunas, de cuyas bondades no dudo en
absoluto, pero que me provocaban unos eructos desagradables durante casi todo
el día.
Los
auxilios caseros, las hierbas tradicionales de la sierra, la sabiduría natural
de aquellas mujeres que habían afrontado muy lejos de la civilización todo tipo
de imprevistos y accidentes, partos, cólicos nefríticos, roturas de huesos y
otras heridas de consideración, ayudados por una religión primaria, pero muy
próxima a la supervivencia, donde se mezclaba la ortodoxia católica con otros
cultos atávicos de muy dudosa utilidad, constituían los utensilios
indispensables para arrostrar una vida de precariedades, al albur de un destino
que ellos no eran capaces de dominar, porque existían aparte de los hombres y
las mujeres y desafiaban con ello cualquier especie de contingencia en un
ámbito hostil, a pesar de su presunta atmósfera bucólica. A un niño pequeño o a
un anciano podía picarles un alacrán o una víbora y tenían muchas posibilidades
de morir, porque el hospital más cercano se hallaba a días de camino.
La
gracia de aquellas manos que tocaban los miembros enfermos, que mezclaban las
sustancias para elaborar los emplastos y las compresas adecuadas al trastorno
en cada caso pertenecía casi siempre a manos de mujer, manos delicadas y sabias
que buscaban la semilla del malestar y traían al enfermo el sosiego y el
alivio.
Hoy,
en estos días en que me acosan las consecuencias enojosas de una pequeña
intervención quirúrgica, cuando mi esposa me despoja de las vendas, ya en casa,
y se dispone a curarme las cicatrices nuevas, incómodas aún, doloridas, percibo
con asombro que sus manos aciertan a tocar mis llagas suavemente y con un mimo insólito
limpian, desinfectan y tornan a cerrar con una venda inmaculada.
La
gracia de sus manos me conforta y casi me olvido del dolor, y entonces me
acuerdo de aquellas manos femeninas que en tantas ocasiones aplacaron las
aflicciones de mi infancia. En esos casos me digo que es posible que todos los
avances de la ciencia no hayan servido, al fin, de nada.