UNAS MANOS EXPERTAS Y FUERTES
Cada Domingo de Ramos me trenzaba con extrema pericia
mi abuelo Pascual una vistosa sortija de
palma, perfecta en su tosca artesanía. Era hábil con las manos, porque había
vivido un tiempo de precariedad en el que casi todo se lo hacía uno, incluida
la comida que plantaba, si tenía la suerte de tener tierra y un poco de agua.
Era frecuente verlo en la puerta de mi casa, que también era la suya, haciendo
y deshaciendo aquella labor interminable del esparto, que él sabía convertir en
guitas para cerrar los sacos, en sogas más recias para atar la carga de la
burra, en capazos que llenaríamos con almendras u olivas, en pleita para
serones y agüeras y en otros pequeños trabajos, como cestos, cernachos para
meter los caracoles, baleos para aventar la oliva, esteras para la entrada de
las casas, botellas enguitadas para mantenerlas más tiempo húmedas y frescas o
aparejos para las bestias de carga.
Nadie
sabe lo duro que es arrancar esparto, salvo aquellos que han trabajado durante
toda su vida en esta faena fatigosa, áspera y mal remunerada, en el monte, al
albur del frío o del calor, cargados con los haces que habrían de vender aquel
mismo día.
Subía
muy a menudo un hombre de estatura pequeña y andar renqueante, que respondía al
nombre de Julián, por mi calle hasta la piedra lisa y grande que hay en la
misma puerta del castillo. Llevaba una buena brazada de esparto y una maza de
madera, que blandía con una firmeza y una seguridad insólitas para la escasa
envergadura y los muchos años del hombrecillo. Golpeaba insistente y metódico
durante toda la mañana hasta blandear la fibra moldeable con la que después
podrían fabricarse tantos utensilios de variado uso.
Picar
esparto era un afán tan duro como arrancarlo, de una monotonía atroz y rudo
como el oficio de un herrero que ha de dar forma al metal sobre el yunque,
golpe a golpe. Desde mi casa podía oírse la música monocorde y constante de la
maza en el quehacer tradicional de un hombre cuya voluntad obraba el milagro de
transformar la naturaleza en industria y la barbarie en progreso. Regresaba,
menudo y nervioso, pasadas unas horas, calle abajo, con su maza y el esparto
todo atado en un fajo, echado el jornal, al cabo, hasta el día siguiente.
Hemos
olvidado demasiados oficios, cuyos únicos protagonistas eran unas manos
expertas y fuertes, porque hoy todo se
hace con máquinas y desconocemos de dónde vienen las cosas y quien las crea
verdaderamente, cómo se plantan las patatas, los tomates o los árboles
frutales, qué rigores es preciso padecer para obtener el fruto de la tierra y
alimentar a la familia.
En
cambio, yo era testigo de pequeño de la habilidad manual de mi abuelo mientras
hacía una guita o de la tenacidad del hombre que subía cada tarde con el
esparto y una maza, condenado a golpear la piedra hasta lograr su empeño.
Era el
esparto, entonces, una materia abundante y humilde de la que se podía vivir con
coraje y estrechuras, porque los hombres que se dedicaban a esto eran osados y
valientes y sus mujeres capaces de convertir una paga exigua en un salario de
hambre, pero suficiente.
Dejo
constancia aquí de mi admiración por sus agallas, de su sacrificio de héroes
invencibles, que únicamente el tiempo lograría abatir, como viene siendo desde
antiguo su costumbre.