sábado, 5 de noviembre de 2011

TRABAJAR CON LAS MANOS



Cuando yo era un muchacho de pocos años y ayudaba a mi padre y a mi abuelo en las labores de la  huerta o en el cuidado del ganado en Moratalla, trabajar con las manos era una especie de condena, tanto como ganarse el pan con el sudor de tu frente. En realidad, así lo especifica el relato bíblico y de este modo lo ha venido asumiendo durante siglos esa mayoría del ser humano que cayó, por desgracia, del lado de abajo, de la parte oscura de los desheredados, los que aprendimos a madrugar muy pronto y soportamos los rigores del calor y del frío. Las manos del labrador,  del pastor, del herrero, del albañil o del carpintero han sido curtidas desde antiguo por el roce de la materia áspera, la erosión del agua y de la tierra y las calamidades incesantes del clima.
            En el campo, durante las frías mañanas de invierno, los hombres echaban de menos el calor de una buena fogata y el descanso de un asiento cualquiera. En verano, la sombra de un olmo o de una noguera se apreciaba tanto como un regalo de la naturaleza. Coger albaricoques subidos a los árboles o recoger almendras del suelo o varear las oliveras en diciembre no resultaban meros entretenimientos y, por la noche, los hombres y las mujeres se acostaban derrengados y con fiebre.
            Trabajar con las manos era duro y los adultos solían recomendarnos que de mayores eligiéramos un destino diferente. Dedícate a otra cosa, me decían con la mejor de sus intenciones. Nosotros los mirábamos con un punto de compasión y veíamos sus muchas arrugas, la piel quemada por los soles y el cierzo, el sudor permanente empapándoles la frente y el cuello y asentíamos convencidos de que trabajar con las manos era el lugar más bajo del escalafón laboral.
            Con el paso de los años, ahora que enciendo cada día el ordenador y tecleo las palabras que formarán un texto más largo hasta constituir un artículo, un ensayo o todo un libro, recuerdo aquella vieja obsesión   por apartarnos de cualquier menester para el que fueran necesarias nuestras manos, porque implicaba un gran esfuerzo, un sacrificio continuo y una ganancia escasa.
            Y, sin embargo, sin las manos sabias y diestras de un neurocirujano que maneja con pericia inimaginable el bisturí en el complejo interior de un cerebro, las de un dentista que nos extrae una pieza sin dolor o nos recompone una muela desgastada por la caries, las de un arquitecto que diseña y erige un universo nuevo de calles, avenidas y jardines o nos levanta una casa con todas sus estancias acomodadas en el espacio disponible; incluso, las manos mágicas de un escritor a través de las cuales ha circulado el pensamiento y la poesía desde el cerebro o desde la vida hasta el papel donde traza unos signos confusos con una pluma o hasta la pantalla iluminada de un portátil en la que van apareciendo misteriosamente las palabras de una obra en marcha, no sería posible un mundo mejor, porque son las manos, al fin y al cabo, las que realizan la mayor parte de nuestras actividades, las que pergeñan un boceto en el papel o en el lienzo que algunos días después o meses más tarde serán “Las meninas”, “La familia de Carlos IV”, “La persistencia de la memoria” o “La Gran Vía”.
            Desde la época imperial el trabajo en España no ha sido ocupación de gente honrada. Los hidalgos como Alonso Quijano poseían una pequeña o mediana hacienda para ir tirando y no tener que mancharse las manos. Como en El Lazarillo preferían pasar hambre y calamidades antes que dedicar su tiempo a alguna faena que los obligara a doblar el espinazo. Hasta el siglo XX anduvimos enredados en esta moral mezquina y pobretona, cazurra y vergonzante, que llenaba los pueblos y los campos de señoritos y desocupados de mirada altanera y despreciativa, incapaces de mover un solo dedo en algún asunto de provecho, salvo en el pasatiempo de la caza o en la persecución de las mozas. Antonio Machado lo dejó escrito de forma soberbia y con toda la ironía que el asunto requiere en su “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido” tan diferentes de aquellas graves y solemnes de Manrique. Dicen que tuvo un serrallo/ este señor de Sevilla;/ que era diestro/ en manejar el caballo/ y un maestro/ en refrescar manzanilla. Tampoco este don Guido trabajó nunca con sus manos para hacer honor a la costumbre española de no mezclarse con menestrales y destripaterrones. 
Yo, al menos, no lo vi nunca en el campo.
           


                                              

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