LLUEVE SOBRE MI INFANCIA
En aquellos años, aunque parezca un lugar común, llovía más, bastante más que hoy. Las calles eran de tierra y de piedras y las plazas se inundaban con frecuencia. Por la cuesta del Cañico bajaba un río de agua y lodo y empantanaba el Goterón durante varios días, pero como no había coches, las molestias eran mínimas. Los muchachos nos calzábamos las botas catiuscas y salíamos a la calle con la actitud de quien se dispone a estrenar el mundo. El agua del cielo siempre ha traído la fiesta a los corazones de los hombres. Mi abuelo acercaba leña a la chimenea de la cocina y prendía los troncos secos con delectación, con los ojos brillantes y entusiasmado por aquella cordial ceremonia que preludiaba el largo y frío invierno de Moratalla. Acércate, nene, al fuego, me decía con un mínimo inolvidable, y en la oscuridad de la pequeña pieza nos solazábamos ambos con el calor del hogar y con las imágenes hipnóticas de las llamas doradas, incesantes, misteriosas. En aquella atmósfera yo escuchaba las historias de un tiempo y de un espacio que solo la memoria de mi abuelo conservaba en perfectas condiciones.
En el barrio, en todo el pueblo, llovía con mansedumbre, monótonamente durante días enteros, como si el cielo no tuviese intención de detener aquella lujuria del agua, que hemos incorporado a nuestros recuerdos como los episodios más entrañables de la infancia. Volvíamos de la escuela saltando sobre los charcos, resbalándonos en los callejones, calados hasta los huesos. En casa nos esperaban con la merienda y el hogar encendido, pero muy pronto dábamos cuenta de la primera y nos marchábamos fuera, ajenos a las inclemencias del clima otoñal, absorbidos por la aventura de los amigos, los juegos y las novedades.
Tornábamos a mojarnos; en realidad, por espacio de semanas siempre íbamos húmedos, medio resfriados, con un desprecio absoluto al frío, encogidos y empeñados en golpear la pelota, lanzar la bola para meterla en la gua, correr sobre el barro y contarnos, encogidos en cualquier escalón del Patio Campanario, historias verdaderas o espurias, argumentos de película o sucesos misteriosos, seguramente falsos. Cobijados bajo las canaleras, los balcones o cualquier otro saliente, pasábamos el resto de la tarde hasta que el anochecer nos devolvía a las cocinas oscuras, donde serpenteaban las llamas de un fuego que agradecíamos, porque poco a poco habíamos ido helándonos, sin darnos cuenta, mientras apurábamos los últimos minutos del día y la lluvia arreciaba en dirección a un invierno que presentíamos gélido.
La lluvia siempre era motivo de gozo; para los mayores, porque regaba los campos del modo más natural, para las mujeres, porque limpiaba las calles y las fachadas, y para nosotros, porque nos regocijábamos en un recogimiento de excepción, bajo ese gris plomizo, como si nos sintiéramos de súbito más unidos que nunca y, en las tardes largas y ociosas, sentado junto a mi abuelo frente a la chimenea, aprovechaba para leerle en voz alta algunas páginas del único libro que había en mi casa, y él, a su vez, iba contándome relatos acaecidos en la sierra, donde el lobo, los bandoleros y la guerra civil solían hacer su aparición con frecuencia. Yo, entonces, no había leído aún a Machado, pero algunos años más tarde no pude por menos que reconocerme en aquellos versos sabios y transparentes del poeta sevillano, que me devolvían a los orígenes: Una tarde parda y fría/ de invierno. Los colegiales/ estudian. Monotonía/ de la lluvia tras los cristales.
En Moratalla las estaciones del año han tenido siempre su propia entidad, incluida la luz, que tanto muda los objetos y el paisaje; esa lánguida y lenta caída del crepúsculo a finales de octubre y en noviembre, ese apagamiento del invierno, la pujanza de los anocheceres de marzo y el delirio de los días inmensos y luminosos del verano.
Todavía hoy soy capaz de percibir con los ojos cerrados y desde un lugar lejano el aroma intenso de la tierra mojada, los tonos ocres de la sierra y el estremecimiento agudo del primer frío, el que vaticina las heladas y la nieve.
Tecleo sin parar en mi ordenador, en mi casa de Murcia, en un clima cálido y bonancible, pero echo de menos aquella lluvia que continúa cayendo sobre mi infancia, interminablemente.
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