POBRES PERO HONRADOS
Ahora que la corrupción, los
desmanes políticos y financieros y la escandalosa ética de la riqueza y del
poder campan a sus anchas, me acuerdo de aquella máxima humilde de mi infancia
que escuchaba repetir a mis mayores y a mis vecinos, como emanada del mensaje
evangélico, porque algo de sagrado ha tenido siempre la pobreza y mucho, desde
luego, la honorabilidad.
Como
no había otra cosa, al menos tirábamos de vergüenza y pundonor, que han sido
siempre prendas de muy poco coste y de mucha enjundia. Ahí es nada, presumir de
modestia y de decencia, de desvalimiento y de rectitud moral a la vez, como si
la una fuera bien con la otra y ambas se necesitasen para cerrar un círculo
perfecto de respetabilidad y decoro.
Durante muchos años éste fue nuestro principio y en él creyeron nuestros
mayores y, por eso, nos educaron en ese modelo inapelable. No importaban las
riquezas, los progresos económicos, los fastos o las haciendas, pues por encima
de todo ello estaban el espíritu y sus virtudes y nadie podría contradecir la
buena suerte de los más necesitados, que tenían el poder de echar en cara a los
otros su decencia y su buen nombre.
En
cambio, los ricos gozaban de mala fama. Luego me he dado cuenta de que tal vez
fueran ellos mismos, en un afán por compensar su buena suerte y calmar la
animosidad de los otros, los que habían creado su propia leyenda. Desde la misma
Biblia venían arrastrando su condena, pues ya se dice en el libro de los libros
que es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que pase un
camello por el ojo de una aguja. Claro que a lo mejor, si nos dieran a elegir,
preferíamos no entrar en el reino de los cielos, con tal de disfrutar del
paraíso en la tierra, quién sabe.
Nosotros
erguíamos la espalda adustos y orgullosos en mitad del tajo y creíamos en
nuestra inocencia de seres desvalidos, a los que, en compensación, se les había
regalado el tesoro de una dignidad sin mácula. Pareciera como si los pobres,
por el mero hecho de serlo, fuesen, asimismo, honrados, mientras que los ricos
no hubieran tenido la suerte de alcanzar ese estado de gracia.
Hace
un par de décadas vivimos la euforia, tan falsa siempre y tan tramposa, de una
efervescencia económica sin parangón alguno en la historia de este país; dimos
en comprar y en vender casas como si fuesen vulgares tomates, en pedir dinero
fiado a los bancos a un alto interés y, más tarde, ya adquirido el mal hábito,
extendíamos la mano en las ventanillas por cualquier minucia y se nos llenaban
de billetes de una forma prodigiosa: un cumpleaños, un bautizo o un viaje en
vacaciones. Lástima, porque, como suele ocurrir, el sueño no duró mucho. Todo
era, como es habitual con demasiada frecuencia, solo un espejismo.
Por
unos años, nos preocupó menos la honradez personal que la solvencia económica;
abominamos de los principios o, por lo menos, no escuchamos la voz de nuestras
conciencias, porque era el tiempo de las vacas gordas y se nos había disparado
nuestro instinto de depredadores. Pasamos de prudentes hormigas a cigarras
despilfarradoras en muy pocos años y experimentamos la borrachera y el éxtasis
de la abundancia y del éxito.
Pero
justo en el momento en que mejor nos iba, va y se jode el invento. La ilusión
de una riqueza inmoral, pero efectiva; el anhelo de una opulencia sospechosa e
impúdica, pero tan real como la vida misma se nos han esfumado delante de
nuestras narices y con ellos se nos va un magnífico estado del bienestar, se
nos cae el recipiente de la leche en mitad del camino y ya ni siquiera nos
atrevemos a poner los televisores a la hora del telediario, porque nos da grima
y miedo y una profunda tristeza el universo mundo.
Y
lo peor de todo es que ni siquiera nos queda el consuelo de ser honrados, no
porque hayamos dejado de serlo, en efecto, de alguna manera (unos más que
otros, desde luego), sino porque nos importa un pimiento el espíritu y sus
alrededores, las virtudes humanistas y otras zarandajas de este jaez. Nos hemos
quedado con la miel en los labios, compuestos y sin novia, a un milímetro casi
del sueño americano, cargados de hipotecas y algún inmueble en venta, con los
hijos camino de la universidad y los abuelos en la última recta del camino y
con demasiados achaques.
Ya
no cumpliremos los cincuenta ni seremos ricos nunca, y a quién le interesa ser
honrado a estas alturas del siglo y con la que está cayendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario