NO
VALES UN DURO
Cambiamos
la peseta por el euro y, entre otras muchas pejigueras, nos quedamos huérfanos
de un modo de entender la vida, al menos en
España, con esa herencia mediocre en lo económico que representaba el
diminutivo de la palabra que nombraba nuestra moneda. Ni siquiera merecía la
altura léxica de peso y nos conformábamos con su minusvalía.
De niño al que no alcanzaba un
determinado nivel, no tenía un poder cualquiera o carecía de los encantos que
poseían otros, le decíamos aquello de no vales
un duro. Recordemos que un duro equivalía a cinco pesetas y que cada peseta
eran cuatro reales; de manera que en ocasiones, cuando queríamos ser más
agresivos y sangrantes cambiábamos el dicho por este otro equivalente: no vales
un real. Yo me crié aún con aquellas
simpáticas monedas de dos reales, que mostraban un agujero en su centro y que
algunos coleccionaban para confeccionarse un cinturón de difícil calificativo.
El que tenía cinco duros en el bolsillo
podía darse con un canto en los dientes, porque era alguien, aunque hoy se nos
hayan quedado en unos miserables treinta céntimos. Salir a la calle con mil
pesetas constituía una arrogancia y veinte duros, en monedas o en un billete,
nos salvaban en un momento dado de un aprieto.
Las mujeres miraban la peseta, que era como decir que se cuidaban de no
malgastar los exiguos caudales que entraban en la casa gracias al trabajo de
todos. Dependiendo de la edad, ellos y ellas contaban en pesetas, en duros o en
reales y el efecto era distinto. Mi padre refería que un borrego en su época
podía valer ocho o diez mil reales, pero nuestra primera televisión costó cinco
mil duros.
Un millón de pesetas representaba una
cifra respetable que nadie poseía en el barrio y yo recuerdo los años en que un
sueldo de mil pesetas al día era un sueño al alcance de muy pocos. Mi abuelo
refería a menudo que los hombres ganaban en un día de siega ocho pesetas, es
decir, treinta y dos reales, mientras que un kilo de pan costaba el doble. Y no
solo de pan vive el hombre, desde luego.
Tener dinero en aquel tiempo y tenerlo
hoy son conceptos diferentes, sin duda. La cartera nos ha menguado en nuestros
bolsillos. Al día siguiente de que se instaurara el euro, un café en el bar de
siempre ya valía el doble y las tiendas a todo cien ya eran a todo un euro. La
moneda, incluso, resulta semejante en la forma y es una trampa, porque su valor ha bajado un cincuenta por ciento,
mientras que su uso no parece haber cambiado. Con la misma liberalidad damos
una limosna o una propina, pero en el trueque hemos perdido un buen pedazo y lo
que antes era un tanto, ahora es un tanto y medio. Los ceros de la cuenta
bancaria ya no impresionan a nadie y el que se envanece de haber ganado un
millón de euros no consigue impresionarnos, porque antes hemos de hacer la
cuenta y olvidarnos de los vetustos millones, que en estos días son tan solo unos
miles de euros.
Reconozcamos que no nos hemos
acostumbrado aún y que cualquiera de nosotros votaría por regresar a la vieja y
entrañable divisa de nuestra infancia, la que nos daba nuestra abuela para
comprarnos un par de polos de limón en la tienda de la María del Ginés o una bolsa de pipas saladas y
reconfortantes. Andamos enredados todavía en la matemática del cambio, como si
de repente nos encontráramos en un país extraño. Algunos, los más avispados,
han caído en la cuenta de que el nuevo sistema es sexagesimal; esto es, que va
de seis en seis o sus múltiplos; de modo que seis euros son mil de las antiguas
pesetas, sesenta céntimos equivalen a los añosos veinte duros y seis mil al decrépito
y apreciado millón de nuestros primeros años.
Lo peor de todo es que una cantidad
así, tan redonda y tan espléndida, la vamos a tener muy pocos de ahora en
adelante.