PAN Y CIRCO
Éste es un país hipócrita, un
defecto que aumenta conforme nos modernizamos, desarrollamos nuestras
expectativas económicas y nos vamos acercando a ese ideal casi imposible del
primer mundo que se llama Europa.
En mi barrio
abundaba un buen puñado de lacras, pero ignorábamos
la hipocresía. A nadie se le caían los anillos por llamarle marrana a la
vecina, si al caso venía, porque no había barrido durante días su trozo de
calle o porque depositaba la basura en un lugar inconveniente del estercolero
de Las Torres. Con los hombres sucedía otro tanto; sin llegar a las manos casi
nunca, eso sí, se insultaban a placer por disquisiciones agrícolas o dudosas
lindes de terrenos imaginarios, que apenas si les afectaban, pero en las que
parecían entrar en juego su hombría y su honor.
De
modo que a cambio de un poco de bulla y algazara, nadie ocultaba sus pequeñas
debilidades cotidianas, tal vez porque lo políticamente correcto correspondía
al cuerpo de la guardia civil y no al buen gusto general.
En
aquel barrio, y casi en toda España, se escuchaba cada tarde en familia el
consultorio de Elena Francis, que luego resultó ser todo un hombre de pelo en
pecho, según dicen por ahí, pero que en los pequeños transistores o en las
grandes y vetustas radios sonaba dulce,
doméstico y pacato. Por supuesto que a continuación atendíamos en silencio
reverente, mientras nuestras madres y nuestras abuelas cosían afanadas en su
labor, los truculentos dramas sentimentales de la novela de turno, aquellas extensas,
lacrimógenas y extravagantes historias de radio, que las mujeres escuchaban
meneando la cabeza en un sentido o en otro.
Por
la tarde o al día siguiente no había empacho en comentar en la calle y en
público los pormenores argumentales de las fábulas herzianas e, incluso, en
proponer otras líneas narrativas más sugerentes o caprichosas hasta convertir las
ficciones radiofónicas en parte indispensable de nuestras existencias.
Hoy,
en cambio, abomina todo quisque de los programas televisivos de coloración
rosada, aunque los índices de audiencia dicen otra cosa muy distinta a tenor de
los números obtenidos semana a semana, de los enormes beneficios que los
medios, los periodistas del ramo y los protagonistas del colorín se embolsan casi a diario; han proliferado como setas estos
subproductos de la antigua crónica social, en la que solo veíamos aristócratas
nocherniegos, vetustas modelos y actrices viciosillas, desocupados de buen
porte que hacían las veces de acompañantes, chulos de medio pelo o
pretendientes para llevar al altar a la heredera de turno.
Si
todo este suculento embrollo triunfa desde hace tanto, salvando algunas
distancias éticas y estéticas, es porque el pueblo, es decir, todos nosotros,
usted y yo y el vecino, andamos interesados en los males y en las fortunas que
puedan caerles de repente a personajes mejor situados que nosotros, para
envidiarlos en un caso y contiuar nuestras horas humildes a su sombra, o para
reconfortarnos, en alguna medida, con los males de los grandes, que vienen a
ser como los nuestros: problemas de liquidez, cuernos imprevistos, hijos
insolentes y maleducados, madres dominadoras, disputas de herencias, soberbios
complejos de edipo, putas y maricones de segunda, vocingleros, maleducados,
arrogantes, analfabetos, marujas y macarras, niñas de papá y niños pijo,
toreros sin esencia y artistas sin pedigrí; pero con una sustancial diferencia,
ellos son figuras de la tele y nosotros seres anónimos, que trabajamos ocho
horas todos los días y apenas nos llega el sueldo para acabar el mes.
Reconozcamos,
sin embargo, además que en algún monento
hemos sido asiduos telespectadores de esta cotidiana basura televisiva, que muchas de esas historias despertaban nuestra
atención y desvelaban, en ocasiones, ciertos aspectos ocultos de la condición
humana, de nuestra propia naturaleza. El amor, por ejemplo, contra el engaño,
la defensa de los instintos casi animales, la pasión y el deseo, el ansia de
riqueza y de poder, los sentimientos aparentemente más nobles, como la
fidelidad tras el paso del tiempo, la ternura por los hijos y por los abuelos,
las emociones casi tangibles, materiales, de una naturalismo espeluznante.
Desde
antiguo los patricios aconsejaban pan y circo
para la plebe, pan y circo para calmar sus bajos instintos, para saciar
su sed de sangre o su peligroso aburrimiento.
Por
otra parte, la mejor literatura y el mejor arte, en general, al menos el que prefiero,
es aquél que revela el lado más oscuro del hombre, sus entrañas negras y
profundas. Léase a kafka, a Saramago o a Onetti, por ejemplo,véase algún cuadro
de Bacon o cualquiera de las pinturas negras de Goya.
De
manera que no pongo reparo alguno en que hombres y mujeres bien formados vean,
si les apatece, estos programas que despiertan la furia y el odio de una falsa
progresía atenta siempre a lo que debe o no debe hacerse, pero indiferente en
absoluto, como el resto del personal, a la lectura de un buen libro. Me molesta
que me digan lo que tengo y lo que no tengo que ver.
He
cumplido cincuenta años, he acumulado muchos defectos, pero la hipocresía no
es, por fortuna, uno de ellos.
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