martes, 26 de junio de 2012
Soplaba un
viento pertinaz e impertinente, sobre todo en invierno, a todas horas del día,
como si la altura del barrio lo desprotegiera del embate de los aires
tormentosos que llegaban de algún lugar feroz del norte. Por la noche, nos
dormíamos con el silbido y el fragor de esa eterna melodía azotando los tejados
y las esquinas de las casas, mientras se levantaba el polvo y se movían peligrosamente las tejas
sueltas. Yo creo que el viento bufaba durante días y semanas y que en mi
memoria ya es casi una banda sonora constante de aquella infancia invernal en
la que, en ocasiones, se hacía el
silencio y ocurría el milagro de la nieve.
De lo que no hay duda es de que por
aquel entonces estábamos todos más cerca
de los rigores naturales, menos amparados de la calle y del campo, del cielo y
del clima. Llovía y tronaba casi dentro de la propia casa y nos sentíamos
vulnerables, al albur de esos dioses campesinos que manejaban las cosechas y
los climas.
Desde mi cama oía el zumbido
inmisericorde del viento diezmando Las Torres como en un campo de batalla, mientras ululaba a
placer en un gesto desafiante de bestia desatada. Yo me sumergía entre las
sábanas y las mantas e imaginaba que el
invierno era una guerra continua entre ejércitos dispares, monstruos mitológicos
y fantasmas de leyenda, aunque todo sucedía fuera y a mi dormitorio solo
llegaba el estruendo del combate.
Aquella tarde esperábamos a mi padre,
que vendría de la huerta. Yo contaba apenas cinco años y mi madre me acompañaba
expectante junto a la ventana del dormitorio. El estrépito del viento nos tenía
atemorizados en la semipenumbra de un atardecer inminente vapuleado de continuo
por el vendaval que removía las calles y gemía en los aleros de las casas con
la fuerza y la viveza de un animal salvaje. Sé que en el rostro de mi madre se
concitaban el temor y la alarma. Por aquellos años todo mi mundo era ese
rostro.
Cuando entró mi padre en la casa,
respiramos aliviados. El viento pendenciero seguía haciendo de las suyas allá
fuera, pero muy pronto se encendería la estufa y cenaríamos tranquilos y ajenos a su obcecada e inútil reyerta.
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