COLUMPIOS
No teníamos parques en aquel tiempo,
aunque, bien mirado, Moratalla era, en buena medida, un extenso y bellísimo
parque natural. Ni jardines, salvo el de La Glorieta , que usábamos para pasear en verano y
escuchar la música y degustar los helados de la temporada sentados en los
bancos de piedra.
Ni
siquiera en el patio de la escuela había nada con lo que poder divertirse o
disfrutar durante la media hora de recreo de la mañana. Jugábamos entre
nosotros, a veces con una pelota que alguien se había traído de su casa o
improvisando sobre la marcha en el caudal denso de una imaginación nacida de la
pobreza.
Los
primeros columpios los descubrí en el Colegio de las Monjas, contiguo al Grupo
Escolar Germán Teruel y al que solíamos entrar a menudo, instigados en parte
por las muchachas que nos miraban desde el otro lado de la verja, como nosotros
las mirábamos a ellas, con un gesto de envidia, deseo y admiración a un tiempo.
Éramos dos mundos distantes, diferentes, separados y, por lo tanto, estábamos llamados
a encontrarnos de una forma
iitnevitable. De modo que franqueábamos la verja, sobre todo los fines
de semana, y descubríamos un espacio silencioso, impregnado de un aire de
beatitud y feminidad que nuestras aulas casi habían perdido por ese carácter
mixto de las escuelas públicas, tan necesario por otro lado. Aquello era otra
cosa, un espacio de niñas solas, un templo de mujeres y de chicas, que nos
gustaba invadir de vez en cuando, como si la prohibición y la novedad
revistieran al sitio de un carácter casi mágico y lo convirtieran en una
especie de santuario de nuestras primeras desazones sexuales.
Y,
en efecto, en la parte trasera vi, por primera vez en mi vida, un verdadero
parque con toboganes, columpios,
balancines, caballitos, laberintos y complicadas estructuras metálicas. Tal vez
mi memoria, exacerbada sin duda, exagera la imagen del recuerdo como suele
suceder en estos casos, pero la verdad es que tuve que venir a Murcia para
hallar de nuevo un lugar en la ciudad con tantos aparatos y tan diferentes de
esparcimiento y de agradable meneo.
En
la huerta, en ocasiones, si tu padre o tu abuelo estaba de buenas, te construía
un mejior para mejerse, que ya lo dice la palabra, debajo de un olivo o de un
almendro con dos sogas fuertemente trenzadas y unidas a una rama alta y un
asiento hecho de cualquier materia dura. Tampoco es que en la huerta hubiera
demasiado tiempo para estos esparcimientos inútiles y tu padre no solía estar
de humor para juegos sin fuste ni provecho.
El
patio del Colegio de las Monjas fue durante algunos años de nuestra pubertad un
territorio privado de encuentro, donde conocimos a otras niñas y jugamos al
baloncesto, por ejemplo, con canastas de verdad, que en nuestra escuela no
había, como no había tantas cosas materiales, salvo unos excelentes maestros,
de los que tanto he presumido después. Nosotros le dábamos al fútbol como única
pasión deportiva hasta el año en que dispusieron canchas de voleibol y
balonmano y tuvimos balones de reglamento
y el patio del Grupo Escolar Germán Teruel se modernizó definitivamente.
Aun
así, algunos sábados y domingos íbamos a Las Monjas y lanzábamos unas canastas,
que no solían entrar muy a menudo, o nos columpiábamos a placer, mientras
departíamos en la serenidad de la tarde de fiesta, ajenos al interior del
Convento, donde las hermanas andarían en sus cosas, afanadas en esas secretas
labores de quienes consagran sus días a Dios.
No
recuerdo que nos expulsaran nunca ni que nos amonestaran por nuestro
comportamiento, a veces discutible y temerario. Alguna tarde veíamos a las
niñas vestidas con su uniforme azul marino y se nos aceleraba el pulso, porque
nos parecían diferentes, con una extraña mezcla de pureza y de atrevimiento, de
pudor y de insolencia contenida.
Solían
reírse en grupo, nos miraban con esa altanería femenina que tanto hemos temido
los adolescentes y se marchaban sin decir palabra.
Nos
dejaban sentados en los columpios, con cara de bobos y en territorio ajeno,
como ladronzuelos expuestos a que los descubrieran en cualquier instante. Era
una aventura y contábamos los años justos para disfrutar del riesgo.
Volvimos
cada sábado hasta que el final de la infancia nos expulsó de aquel lugar en el
que ya no pintábamos nada. Se quedaron los columpios y el patio vacíos, aunque
es posible que ahora los siga moviendo el viento, o que otros niños invadan
aquel sitio que ya he guardado en mi memoria para siempre.
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