YA NO FUMA NADIE
En tiempos de mis abuelos (los
dos eran, por cierto, grandes fumadores) los hombres que no gastaban tabaco
solían levantar sospechas. Un hombre que
no fuma no sabe a na, argumentaba mi abuelo Pascual solemne y convencido de
que su pequeña debilidad entrañaba, asimismo, una virtud indiscutible en
aquellos años recios de escaseces y trabajos duros. Las mujeres, en cambio, no
fumaban, como no hacían tantas cosas, porque casi todo les estaba vedado,
excepto cargar como burras con el peso de la casa y de los hijos y ayudar en
todo lo posible a su marido en el mantenimiento económico de la familia. Fumar,
entonces, era cosa de machos aguerridos, y los críos mirábamos a los mayores
con envidia, porque, como todos los niños, deseábamos crecer deprisa y hacernos
hombres muy pronto.
Los
anuncios de la tele animaban al vicio, mezclando un aire de aventura con la
prestancia que el protagonista mostraba con un cigarrillo entre los dedos o colgado
de los labios. Recuerdo perfectamente a aquel vaquero que cabalgaba por la
pradera americana y que al término de su jornada, bajaba del caballo y encendía
un pitillo de la marca que algún tiempo después yo también consumiría.
El
humo no le molestaba a nadie y, si le molestaba, se iba a otra parte con sus melindres.
El cáncer de pulmón apenas consistía en una vaga leyenda, aunque los hombres
morían asfixiados o entre terribles padecimientos. Se fumaba en todas partes
menos en la iglesia, pero los hombres acostumbraban a salirse a la puerta en
las ceremonias largas para echar un cigarro y hablar de sus cosas. Tampoco se
fumaba en el cine, tal vez porque el piso era de madera y existía riesgo de
incendio, pero en la escuela fumaban los maestros y en las consultas, los
médicos y en los despachos, los funcionarios, del modo natural como se hacía
todo.
Ni
que decir tiene que se fumaba en todos y en cada uno de los bares, cafeterías y
discotecas, en las reuniones sociales de cualquier clase, en el trabajo y en
los domicilios particulares.
Con el
desarrollismo y la influencia europea en los años sesenta nos modernizamos y
nos pusimos al día en los usos foráneos. Las mujeres comenzaron a fumar con la
avidez con que las habíamos visto en las películas extranjeras, y ya no hubo
quien las detuviera hasta ahora mismo, cuando las estadísticas indican que el
vicio ha proliferado más entre la población femenina. Mientras tanto los
muchachos nos iniciábamos en el fumeque desde muy niños y adquiríamos el hábito
a edades muy tempranas. De manera que hubo unos años en que fumaba todo el
mundo, salvo unos pocos enfermos terminales y las mujeres de una edad madura o
avanzada.
Hoy
no podríamos admitir un mundo como el
que cuento, porque hoy no solo nos hemos sensibilizado contra todos los viejos
denuestos, contra los usos y hábitos que en una época parecieron inamovibles,
sino que además da la sensación de que nos molesta todo o de que, de una forma paradójica, denunciamos ciertos
desmanes sociales mientras permitimos otros horrores.
Los
bares se han despoblado de improviso y la gente se ha salido a la calle a beber
y a fumar a espuertas, a gritar y a molestar a los otros sin tener en cuenta
que es en el interior de estos locales donde, si el dueño lo permite, se puede
hacer cualquier cosa, incluso tirarse algún pedo de vez en cuando. En cambio,
la calle es de todos, como lo es el aire y la luz y la paz de las noches.
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie, escribía García Lorca subyugado e insomne ante el bullicio y las luces de la noche en aquel extraordinario libro que se trajo de su estancia en la ciudad de Nueva York.
No duerme nadie, escribía García Lorca subyugado e insomne ante el bullicio y las luces de la noche en aquel extraordinario libro que se trajo de su estancia en la ciudad de Nueva York.
Hoy
ya no fuma nadie, porque está prohibido, pero los adictos son legión y han
tomado las calles y no nos dejan en paz. Me parece justo que cada cual haga en
su casa lo que le venga en gana y en los bares lo que le permita el dueño. Y a quien
le moleste que no vaya.
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