martes, 19 de junio de 2012
TAHÚRES DE PUEBLO
Nadie duda a estas alturas de que ha sido precisamente en pueblos
pequeños como Moratalla donde más ha cundido el vicio. La droga y el alcohol
son dos buenos ejemplos; acaso porque el apartamiento, el ocio vano y esa
indiferencia existencial, a la que llamamos cansera, no resulta fácil de
sobrellevar si no se le opone cierta aventura libertina, algún desvío
depravado, una mínima corrupción cualquiera.
De niño oía alarmado de labios de
mi padre noticias acerca de la perdición de los hombres que se jugaban el
dinero. Había leyendas, reales o ficticias, en torno a extraordinarias partidas
de cartas, al julepe, al golfo o al hijoputa, en los bajos de algún bar
céntrico y popular, en las que alguien perdió en una sola noche el salario que
toda la familia había ganado con mucho esfuerzo en la vendimia de Francia,
cantidades obscenas en aquel tiempo de escaseces que los señoritos o algún
funcionario de posguerra no dudaban en abandonar sobre la mesa con un gesto
displicente de desprecio y suficiencia, e incluso el simulacro deshonroso de la
propia esposa, apostada como un mera mercancía en el último y desesperado envite.
Reconozco que prefiero la
leyenda y el mito a la verdad escueta, pero de crío yo imaginaba una timba en
la penumbra de un bajo, atestado de humo y a unos pocos hombres de rostros
serios alrededor de una mesa con un tapete verde y un puñado de cartas
desordenadas encima. Me han contado que en alguna de aquellas sesiones
nocturnas había mujeres de la vida y que los que iban siendo desplumados y
dejaban su puesto a la mesa, obtenían el consuelo carnal de su compañía.
Es posible que todo sea un
camelo, pero entonces nos aseguraban que hubo auténticos profesionales del
naipe, dedicados por entero a este cometido, como un trabajo normal, que no
solo sacaron adelante a su familia, sino que lo hicieron con holgura y sin
escándalos. En secreto, a sabiendas de que no estaba bien, mis amigos y yo
admirábamos sus hazañas.
En una sola ocasión participé, siendo ya profesor y
residiendo fuera del pueblo, en una de estas partidas. Éramos todos amigos y
compañeros y la apuesta resultaba mínima. Así y todo, gané cinco mil de las
antiguas pesetas y cuando acabó aquello tuve la agradable sensación de haber
llevado a cabo una proeza.
Nunca
más he vuelto a hacerlo.
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