jueves, 10 de febrero de 2011

LA BELLEZA PRECARIA


A Sebastián Montoya Ibáñez, maestro de la precariedad y del ingenio.


La escasez de medios económicos imponía entonces una estética austera, rudimentaria y, en ocasiones, pobretona, que afectaba no sólo a cuestiones de imagen, seguramente superficiales y que en cualquier documental televisivo podemos apreciar hoy, sino en asuntos tan decisivos como la arquitectura, que la posguerra había reiventado, como en el resto de los órdenes de la vida, hasta convertirla en una cuestión de primera necesidad. Se construían casas para protegerse del frío y de otras inclemencias climatológicas, procurando una atmósfera de intimidad que no siempre era posible. La puerta de la calle, de madera, carcomida por los soles y las lluvias, solía estar siempre abierta, incluso de noche, y ahora caigo en la cuenta de que no era sólo por aquel estado de aparente tranquilidad a ultranza, al que nuestros vecinos de Europa llamaban dictadura, sino por la certeza de que nada había de verdadero valor en el interior de las casas, o porque sencillamente no encajaban, hinchadas por la humedad y el calor del verano. Dentro, las puertas de las distintas habitaciones eran sustituidas por recias cortinas, que impedían el paso de la luz, pero costaban menos. Las ventanas eran pequeñas y solían estar clausuradas por celosías oscuras y polvorientas.
            Luego llegó la uralita, aquellas horribles superficies onduladas de un extraño material, que solía romper el granizo y que se calentaba en verano como la plancha de un asadero de carne. Los pueblos y los campos se llenaron de manchas grises y pardas, artificiales y horrendas, y empezamos a echar de menos la teja de barro, cubierta de moho y ovas, fresca y noble como todo lo que viene de la tierra, pero más cara. Los plásticos, la hojalata y el alambre abundaban en fachadas, tejados y otras superficies, porque la obsesión del hombre del campo era la de aprovechar cuanto se le concediera de una forma gratuita, sin entrar en otras disquisiciones de orden artístico.
            Una chimenea podía estar constituida por dos tejas unidas, formando un hueco por donde salía el humo, pero yo he visto bidones de chapa metálica haciendo las veces en bellísimos parajes de la sierra de Moratalla. La huerta, en ocasiones, era un mosaico de colores y texturas que ofendían la vista y la serenidad natural y discreta de la tierra. Los hombres y las mujeres de aquella época, criados en la abstención y en la prudencia, sacrificaban el buen gusto y la belleza en beneficio de un sentido práctico de la existencia que los había sacado de tantos apuros. Por eso, no usaban cinturones, sino guitas que sujetaban los pantalones y, en lugar de gorras o sombreros, pañuelos atados con cuatro nudos y embutidos en la cabeza.
            Calzaban abarcas, esparteñas o alpargates y cada uno de estos modelos tenía su propio diseño de una precariedad que lindaba con la indigencia. Las abarcas estaban fabricadas con goma de neumático a modo de suela y tiras de piel curtida; las esparteñas eran una confección de lo que su propio nombre indica y resultaban ásperas y casi miserables, una tortura para pies normales, aunque los hombres que las llevaban los tenían de piedra, encallecidos, transmutados en hueso, y los alpargates, de suela de cáñamo y empeine de tela, suponían la mínima expresión para protegerse del terreno escarpado, las sendas de piedra y el monte de aliagas y chaparras.     
            Los corrales se cerraban con trancas de madera o con sogas trenzadas para tal uso. Mi abuelo hacía pleita para los serones y las aguaderas que le pondríamos a la burra y en los que cargaríamos los productos de la huerta o los cántaros para traer el agua desde la fuente más cercana.
            Las casas apenas mostraban adornos innecesarios, aunque las mujeres siempre ponían una nota particular en las paredes desnudas y encaladas. Eran corrientes los cuadros con láminas recortadas de los almanaques que regalaban algunas entidades bancarias o fotografías antiguas colgadas de la pared con un cordel de una púa. Sobre la chimenea estaban las fotos de los abuelos, deshaciéndose con el paso de los días como se desmorona la memoria. Los botijos y otros recipientes domésticos mostraban una tela tejida con aguja de gancho o con moldes, y las muchachas bordaban muy pronto en su bastidor los primeros atisbos de un ajuar largo y prolijo, que alguna no llegaría a estrenar nunca.
            Era otra época, desde luego, y la vorágine del diseño todavía no nos había entontecido. Emergíamos de la noche de los tiempos muy despacio, mientras nos íbamos  a trabajar a Francia, a Suiza y a Alemania cargados con ingentes maletones donde cabían todas nuestras pocas pertenencias. No teníamos coche aún y cruzábamos Europa en aquellos miserables trenes especiales de vendimiadores que tanto se parecían a los convoyes alemanes repletos de judíos.
            Tuvimos suerte y no nos gasearon. Regresamos al pueblo, al fin, y los domingos por la tarde salíamos a dar una vuelta por La Farola y La Glorieta, ataviados con nuestros pantalones de campana y nuestras camisas apretadas de cuellos puntiagudos. Olíamos  a colonia varón dandy (a granel) y fumábamos los primeros cigarrillos a escondidas. Éramos jóvenes, inocentes y pobres, pero qué culpa teníamos nosotros, hijos de un hambre antigua y  un empecinado afán de supervivencia.   




                                          




No hay comentarios:

Publicar un comentario