domingo, 6 de octubre de 2013



UNAS MANOS EXPERTAS Y FUERTES


Cada Domingo de Ramos me trenzaba con extrema pericia mi abuelo Pascual una vistosa sortija  de palma, perfecta en su tosca artesanía. Era hábil con las manos, porque había vivido un tiempo de precariedad en el que casi todo se lo hacía uno, incluida la comida que plantaba, si tenía la suerte de tener tierra y un poco de agua. Era frecuente verlo en la puerta de mi casa, que también era la suya, haciendo y deshaciendo aquella labor interminable del esparto, que él sabía convertir en guitas para cerrar los sacos, en sogas más recias para atar la carga de la burra, en capazos que llenaríamos con almendras u olivas, en pleita para serones y agüeras y en otros pequeños trabajos, como cestos, cernachos para meter los caracoles, baleos para aventar la oliva, esteras para la entrada de las casas, botellas enguitadas para mantenerlas más tiempo húmedas y frescas o aparejos para las bestias de carga.
         Nadie sabe lo duro que es arrancar esparto, salvo aquellos que han trabajado durante toda su vida en esta faena fatigosa, áspera y mal remunerada, en el monte, al albur del frío o del calor, cargados con los haces que habrían de vender aquel mismo día.
         Subía muy a menudo un hombre de estatura pequeña y andar renqueante, que respondía al nombre de Julián, por mi calle hasta la piedra lisa y grande que hay en la misma puerta del castillo. Llevaba una buena brazada de esparto y una maza de madera, que blandía con una firmeza y una seguridad insólitas para la escasa envergadura y los muchos años del hombrecillo. Golpeaba insistente y metódico durante toda la mañana hasta blandear la fibra moldeable con la que después podrían fabricarse tantos utensilios de variado uso.
         Picar esparto era un afán tan duro como arrancarlo, de una monotonía atroz y rudo como el oficio de un herrero que ha de dar forma al metal sobre el yunque, golpe a golpe. Desde mi casa podía oírse la música monocorde y constante de la maza en el quehacer tradicional de un hombre cuya voluntad obraba el milagro de transformar la naturaleza en industria y la barbarie en progreso. Regresaba, menudo y nervioso, pasadas unas horas, calle abajo, con su maza y el esparto todo atado en un fajo, echado el jornal, al cabo, hasta el día siguiente.
         Hemos olvidado demasiados oficios, cuyos únicos protagonistas eran unas manos expertas y fuertes, porque  hoy todo se hace con máquinas y desconocemos de dónde vienen las cosas y quien las crea verdaderamente, cómo se plantan las patatas, los tomates o los árboles frutales, qué rigores es preciso padecer para obtener el fruto de la tierra y alimentar a la familia.
         En cambio, yo era testigo de pequeño de la habilidad manual de mi abuelo mientras hacía una guita o de la tenacidad del hombre que subía cada tarde con el esparto y una maza, condenado a golpear la piedra  hasta lograr su empeño.
         Era el esparto, entonces, una materia abundante y humilde de la que se podía vivir con coraje y estrechuras, porque los hombres que se dedicaban a esto eran osados y valientes y sus mujeres capaces de convertir una paga exigua en un salario de hambre, pero suficiente.  
         Dejo constancia aquí de mi admiración por sus agallas, de su sacrificio de héroes invencibles, que únicamente el tiempo lograría abatir, como viene siendo desde antiguo su costumbre.

                            




UN MUNDO TAN MAL REPARTIDO

Afirma la sabiduría popular, no sin cierto gracejo, que los ricos tienen porque no gastan, pero tengo la impresión de que no es del todo verdad y de que a veces los de abajo inventamos nuestro propio acervo para desquitarnos de tanta mala suerte, porque no concebimos que unos pocos sumen tanto y que el azar de la existencia haya sido tan arbitrario con otros. Es difícil admitir que la belleza y la inteligencia o el lujo y la felicidad o la opulencia  y la honradez sucedan a un mismo tiempo y afecten a las mismas personas. Y, sin embargo, la realidad es tozuda y, casi siempre, una hija de su madre, y las cosas son como son o como cantaba Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.”
         Los que sufrimos su rigor intentamos matizar su contundencia, en apariencia, inverosímil. Por eso, cuando se me ocurre alabar delante de mi esposa la belleza de una actriz de moda, guapa, rica y, a menudo, inteligente  (un error, por supuesto, de grandes dimensiones) suele ponerme al día de sus muchas operaciones estéticas y de sus innumerables y caras trampas físicas, afeites, maquillajes o sahumerios varios. Y a mí no se me ocurre otra salida que optar por un silencio desencantado y culpable.
         Da rabia, es cierto, constatar que el mundo esté tan mal repartido, que unos pocos dispongan de tantos bienes y al resto de la masa se nos condene al ejercicio malsano de la envidia. Resulta imposible explicar las desigualdades que diezman el planeta, pero constituye todo un enigma  esa tenaz casualidad de las virtudes y los premios en un grupo muy determinado, como si la genética, caprichosa como un dios burlón, jugara con cartas marcadas esta desquiciada partida de la vida. O, quizás ocurra que el dinero y el poder embellecen a los hombres y a las mujeres e, incluso, los menos agraciados devienen atractivos si ocupan un lugar de privilegio en la sociedad, visten y calzan con lujo y departen con sus amigos y con su familia con rico desparpajo y actitud solvente.
         El pobre, el humilde balbucea inseguro y sonríe menos, porque no tiene motivos. Nos importunan las muchas inseguridades de nuestro acontecer diario: los imprevistos de la salud, que no podremos resolver en una clínica cara y en manos de un médico exclusivo, las impertinencias de nuestra economía que es gobernada misteriosamente por la economía de los otros, la fatiga de un trabajo obligatorio, al que hemos terminado adorando como al becerro de oro, a pesar de que los adelantos de la tecnología y de la ciencia iban a conducirnos en principio a una sociedad del ocio y de la cultura, la servidumbre de la familia y del lugar donde nacemos y, al fin, la condena segura de la muerte, que, por fortuna, afecta a todos, aunque no del mismo modo, desde luego. Incluso aquí y, sobre todo aquí, la mala suerte nos golpea también. Morir para algunos es un lento y casi agradable nirvana, un irse  hacia los territorios del sueño eterno, un despojarse sin violencia de las ataduras terrenales. El dolor, la precariedad y la ausencia de compañía y alivio en esas últimas horas es para otros, para la mayoría, una constante habitual.
         A lo largo de la historia se han desatado oleadas de odio y de violencia vengativa, revoluciones sangrientas y radicales, guerras de una mayoría enfurecida contra una minoría escogida que, en ocasiones, hemos achacado a la terrible condición humana, cruel por definición y homicida a veces, pero no hemos reparado de manera suficiente en ese contumaz desequilibrio de poderes, posesiones y prebendas, inexplicable, irracional y, sobre todo, injusto.
         No me gusta dar consejos a nadie, pero yo me abstendría, en estos años de carencias y dificultades varias, de mostrar en exceso y públicamente alguna especie de ostentación o signo de riqueza.
         El que quita la ocasión… ya me entienden. 



                            
SEA LO QUE DIOS QUIERA


Era cómodo aquel gesto, aquellas palabras de alivio íntimo con las que se clausuraba cualquiera amago de deseo, cualquier iniciativa o un peligro incierto. Vengo explicando durante bastantes años algunos aspectos ideológicos de lo que se denomina la Edad Media a mis alumnos, entre los que destaco su evidente carácter teocéntrico o teocrático que, para el caso, igual da; es decir, la constatación de que todo sucedía alrededor de la idea inamovible de un Dios todopoderoso, que regía desde las alturas  los destinos del hombre y que una vez  ante su presencia juzgaba inclemente lo bueno o lo malo que uno hubiese cometido a lo largo de su pequeña y mezquina vida. Eran, por tanto, las enfermedades, las escasas alegrías, la venida de los hijos, la muerte de los seres queridos, el logro de cierta empresa o el hallazgo del amor eterno concesiones todas de lo más alto, del que mandaba las penas y las venturas, al que se le debían las epidemias y las buenas cosechas, el aborto inesperado de una nube amenazadora o los grandes cataclismos, el roce de una mano suave junto al fuego de la noche y el pan de cada día.
         La existencia de todos pendía de un hilo demasiado fino, y solo Dios protegía aquel azar con su infinita magnanimidad. Algo parecido sucedía en mi infancia o, al menos, ése es el recuerdo que yo conservo. Nuestras vidas estaban sujetas a un determinismo implacable y, en ocasiones, cruel; las enfermedades se curaban con oraciones, ensalmos y mucha devoción, aunque a veces el médico de turno echaba una mano. Los partos traían sus dificultades, sobre todo cuando las mujeres vivían en la sierra y eran ayudadas sólo por otras mujeres, sin especialistas, comadaronas o practicantes.
         En mi barrio morían a menudo bebés recién nacidos o niños de poco tiempo  y los enfermos de cáncer agonizaban durante meses en un estado insoportable y sin otro consuelo  que el de los rezos de la familia y los vecinos y la visita de algún cura de vez en cuando. ¡Que sea lo que Dios quiera! Se escuchaba con demasiada frecuencia en la calle y en las casas, porque el hombre tenía un exiguo margen de poder y no le quedaba otro que la resignación y la aquiescencia a las leyes inexorables del ámbito espiritual.
         Las jóvenes en edad de casarse se encomendaban al santo de turno y, cuando persistía la estación seca, los hombres sacaban a Jesucristo Aparecido hasta la Plaza de la Iglesia para pedir al Altísimo por la salvación de las cosechas y la prosperidad de los ganados; pueblo, campos y cañadas vivían al albur del capricho del cielo y todo parecía transitorio, efímero, pasajero y sin valor, como algunos siglos atrás había sucedido antes de que el humanismo grecolatino y la imprenta irrumpieran en una Europa castigada por la sombra de la incultura y de las enfermedades.
         Todo era, en fin, culpa o privilegio divino. Moratalla, como tantos otros pueblos, bajo la penumbra espesa de un Régimen oscuro, se debatía entre el miedo al más allá y el pánico a los poderes temporales. Por eso, los hijos venían cuando y como Dios los mandaba, la existencia era corta y ardua, y todos los dolores eran penitencias ofrecidas a Dios, que los enviaba porque, a buen seguro, los merecíamos, como traía demasiados hijos, demasiados trabajos y demasiada miseria. Algo habríamos hecho mal para tantas estrecheces y calamidades y, por otro lado, siempre nos quedaba la opción de encomendarnos a su arbitrio y a su voluntad: ¡Que sea lo que Dios quiera! Repetíamos seguros de que la fórmula podría librarnos del mal, de cualquier mal y a cualquier hora. Pero la vida proseguía ajena a nuestras supersticiones, terca e imparable como un río indómito, firme en su rumbo, impredecible y caprichosa, como suele ser desde el inicio de los tiempos hasta la fecha.


                           
¿DE QUÉ TE RÍES?




No digo yo que nos ríamos con maldad o con saña, pero si la persona que va contigo o la que se cruza a tu lado da un traspiés y se cae al suelo en mitad de la calle, no podemos reprimir una media sonrisa de no se sabe qué, acaso regocijo por la ridícula escena o alivio porque ha sido otro el protagonista de un accidente fortuito; tanto es así que si nos sucede a nosotros el caso, solemos incorporarnos rápidamente, sacudirnos el polvo como si nada, mirar de reojo por si alguien nos ha visto y, de una forma disimulada, hacer mutis por el foro sin un solo aspaviento, por mucho que nos duela el costalazo y aunque nos hayamos roto un par de costillas.
         Dala impresión de que nos regocije el mal de los otros y si éste es repentino y violento, entonces ya nadie puede detener nuestra incomprensible alegría. Quizás el colmo de la dicha no es solo lo mucho bueno que nos ocura a nosotros, sino también, y al mismo tiempo, lo malo que les acontezca a los demás. Nuestro hartazgo no está completo si no vislumbramos signos de hambre en los que nos rodean. De qué nos sirve poseer un buen coche o habitar una mansión opulenta, si el resto de nuestros vecinos comparten nuestra riqueza.
         O somos exclsivos o somos muy poco. De ahí que haya diversas gamas de automóviles, de hoteles, de ropa o de zapatos, donde el grado máximo es el lujo por el lujo, la apariencia de lo sublime, la pertenencia al club imaginario pero real de lo supremo, al que solo tienen acceso los elegidos por el dinero y el poder.
         Casi nadie está libre de culpa. En mi segunda o tercera lectura de El Quijote recuerdo haberme reído como un enano de todas las meteduras de pata del héroe cervantino pero también de los vapuleos y golpes que recibe junto a su escudero a lo largo de ese viaje iniciático tan parecido a la vida, mientras que la primera vez, allá por los páramos agrestes de mi adolescencia, maldita la gracia que me hicieron tantas burlas y tantas agresiones a un hombre bueno, a mi parecer, que no tenía otro empeño que el de ayudar a los más necesitados.
         ¿Por qué nos reímos cuando el toro derriba al picador subido sobre un caballo monumental? ¿Qué nos produce tanta gracia en la caída del subalterno y en el peligro que supone la proximidad del toro, el golpe en sí sobre el albero o el posible aplastamiento del equino? No lo sé, pero es innegable la atracción que produce este hecho, sobre todo en los menos aficionados, en los que se quedan con la parte anecdótica.
         Durante mucho tiempo triunfó en la televisión el formato de vídeos caseros en los que se recogían choques, revolcones, leñazos, culadas o batacazos de muy diversa índole que provocaban en el público una hilaridad incontenible. Lo peor no era la reacción humana, por muy indesable que fuera, sino el envío maléfico de los familiares, los amigos, los padres o los esposos de esos documentos visuales a los que solo ellos habían tenido acceso y en los que quedaban inmortalizados los muchos y muy diversos revolcones de sus seres queridos con el único fin de divertir a los otros y de obtener un beneficio econonómico, pues al final solía haber un premio para el más insólito, el más cruel o el más irrisorio.
         Las cadenas de televisión hallaron na veta rentable en estas escenas domésticas, que conseguían de un modo gratuito y con las que alcanzaban unos índices de audiencia importantes. Claro que todos nos reímos entonces, incluso de aquellos más desproporcionados, venidos de Japón o de países asiáticos en los que las escenas con niños resultaban más inverosímiles y más radicales.
         Claro que cuando se abusa de algo, termina por no hacernos gracia alguna y, poco a poco, el impacto de todo aquello fue perdiéndose y los programas casi desaparecieron.
             






LIMPIARSE EL CULO

Desde la atávica y basta piedra rugosa hasta las sofisticadas toallitas húmedas y aromáticas de hoy, hemos empleado todo tipo de materiales en  esa desagradable pero muy necesaria operación higiénica de cada día.  Nada nos iguala tanto, ni siquiera las espléndidas coplas de Jorge Manrique, como nuestras servidumbres fisiológicas, en las que nos resulta imposible mantener un ápice de dignidad o de elegancia. Imaginen ustedes a Shakira, Antonio Banderas o a nuestro propio Rey  en el gesto preciso, en el escorzo exacto, en la posición adecuada para rematar con limpieza un asunto tan cotidiano como enojoso.
         Ni siquiera el amor en ese primer grado de tontuna casi mística al que llamamos enamoramiento es capaz de pasar por alto estas miserias; de hecho, el paso del tiempo y la frecuentación del baño erosionan sin más remedio aquellas primeras tontunas amorosas; es cierto que luego viene la verdad,  los fuertes lazos familiares, los hijos y la hipoteca, pero para entonces uno ya ha caído del limbo  y reconoce en el otro a un igual sin la prosapia y trascendencia de los comienzos.
         Pero lo que vengo a decir no es eso; me refiero más bien al proceso de sofisticación un tanto absurdo en el que hemos vivido inmersos durante las últimas tres décadas, sin reparar en el dislate, en el exceso, en la barbaridad a la que asistíamos de un modo inconsciente. Pasé de tener un par de pantalones y tres camisas, unos zapatos y unos bambos, una cazadora de bastantes años y dos jerséis a que mi esposa  me llenara un armario con una docena de cada, cuatro o cinco buenos abrigos y chaquetones, zapatos de cuero y algunos trajes para las ocasiones; pasé de ponerme los jerséis que me tejía mi madre a comprar camisas a medida y corbatas de seda.
         Pero  lo de limpiarse el culo merece capítulo aparte (y perdonen que me ponga un tanto escatológico). Como mejor se ha hecho eso ha sido al aire libre, en mitad de la sierra, confundido uno con el aliento primario de la naturaleza y valiéndote de las materias primas que tenías a mano; así lo hacíamos en Francia, en la vendimia, y bien abonadas dejamos las viñas gabachas con nuestras deyecciones hispanas. Todos recordamos el mítico papel higiénico El elefante, de paradójico satinado, teniendo en cuenta la misión para la que había sido hecho, y luego llegaron otras marcas, otros papeles tan frágiles como fastidiosos, pues no cumplían debidamente con su función y nos fallaban en el último momento, en el más crítico.
         De todo lo anterior quedaba el precipitado, que llamamos zurrapa, y que los hombres, sobre todo los hombres,  mostraban como una seña de virilidad en su ropa interior. Las mujeres aliadas en aquel tiempo con su mejor amiga, la lejía, no dejaban ni rastro de la mugre, porque eran pobres, pero tenían a gala ser honradas y, sobre todo, limpias, muy limpias.
         Tampoco es que el aseo de nuestras partes más íntimas fuese una operación muy extendida.  Ni siquiera tuvimos claro al principio para qué servía el bidé, salvo para lavarse los pies, y aun pasados los años, seguía constituyendo un objeto más propio de la higiene femenina que apenas nos aludía a nosotros.  Lavarse, en general, había constituido una costumbre extraña en los ámbitos cristianos, los hombres, porque poníamos en entredicho nuestra hombría y las mujeres, porque atentaban contra su decencia.
         Hoy nos lavamos todos los días cada parte de nuestro cuerpo con un mimo particular y prolijo: tres veces los dientes durante al menos tres minutos, una vez todo el cuerpo, en  la sesión de ducha, y el culo las ocasiones que haga falta, a pesar de que quedaron atrás las toscas piedras, el inútil papel higiénico El elefante, los endebles papeles posteriores.
         Tenemos junto al retrete (que es palabra española y antigua y muy de mi agrado) un paquete de toallitas humedecidas y perfumadas con las que uno al principio no sabía muy bien si refrescarse el cuello y las manos o usarlas para una función más triste, más abyecta, pero de todo punto ineludible. Cuando acabas, te sientes fresco, pulcro, elegido entre todos, casi una estrella de cine.
         Te falta, sin embargo, al menos a mí me pasa, el aroma del monte, el color intenso y azul del cielo, la sensación de pertenecer a algo más grande y de que todo gire en torno a ti. Con una piedra bastaría, y tal vez habríamos evitado la crisis. Sólo es un ejemplo.
        

                            

miércoles, 26 de junio de 2013

LA GRACIA DE SUS MANOS


Menos protegidos por la ciencia médica y demasiado absorbidos por una fe que parecía tener remedios para todo, pues la oración resultaba una panacea y la voluntad de Dios, la curación verdadera, no resulta extraño que las mujeres y los hombres de mi infancia recurrieran para sus dolencias a individuos que poseían una gracia especial, que habían sido dotados desde el nacimiento (algunos nacían con un extraño y prodigioso manto) de unos poderes únicos que solían poner al servicio de los otros de manera gratuita o por la mera voluntad de la persona a la que ayudaban. Tal vez no resolvieran del todo el dolor de los pacientes, pero promovían su fe en la cura y llevaban a la casa esa postrera esperanza en lo que se encuentra más allá de razón humana y, quizás, por ello mismo, pueda más y posea más fuerza.
            Mis primeros años discurrieron entre mujeres, ancianas casi siempre, que rezaban el mal de ojo, la carne cortada y otros muchos padecimientos de misteriosos orígenes para los que no se acudía al médico en ningún caso, porque siempre había cerca una vecina, una mujer de la familia, alguna abuela, que conocía la fórmula de aquellos ensalmos, transmitidos muy a menudo por línea femenina, y que sabía aliviar el sufrimiento de quien estaba postrado en una cama.
            Recuerdo que con frecuencia solía quejarme yo de la barriga, quizás por un simple empacho, que mi madre trataba con un régimen estricto de comidas, pero a veces, si se dilataban las molestias, llamaba a una anciana, con la que le unía cierta amistad, para que me diera friegas en el vientre con aceite de oliva durante unos minutos y, de este modo, restablecer la normalidad intestinal y solventar el atranque que me afligía. Después, durante unas cuantas mañanas debía tomar un par de cucharadas de aceite de oliva en ayunas, de cuyas bondades no dudo en absoluto, pero que me provocaban unos eructos desagradables durante casi todo el día.
            Los auxilios caseros, las hierbas tradicionales de la sierra, la sabiduría natural de aquellas mujeres que habían afrontado muy lejos de la civilización todo tipo de imprevistos y accidentes, partos, cólicos nefríticos, roturas de huesos y otras heridas de consideración, ayudados por una religión primaria, pero muy próxima a la supervivencia, donde se mezclaba la ortodoxia católica con otros cultos atávicos de muy dudosa utilidad, constituían los utensilios indispensables para arrostrar una vida de precariedades, al albur de un destino que ellos no eran capaces de dominar, porque existían aparte de los hombres y las mujeres y desafiaban con ello cualquier especie de contingencia en un ámbito hostil, a pesar de su presunta atmósfera bucólica. A un niño pequeño o a un anciano podía picarles un alacrán o una víbora y tenían muchas posibilidades de morir, porque el hospital más cercano se hallaba a días de camino.
            La gracia de aquellas manos que tocaban los miembros enfermos, que mezclaban las sustancias para elaborar los emplastos y las compresas adecuadas al trastorno en cada caso pertenecía casi siempre a manos de mujer, manos delicadas y sabias que buscaban la semilla del malestar y traían al enfermo el sosiego y el alivio.
            Hoy, en estos días en que me acosan las consecuencias enojosas de una pequeña intervención quirúrgica, cuando mi esposa me despoja de las vendas, ya en casa, y se dispone a curarme las cicatrices nuevas, incómodas aún, doloridas, percibo con asombro que sus manos aciertan a tocar mis llagas suavemente y con un mimo insólito limpian, desinfectan y tornan a cerrar con una venda inmaculada.
            La gracia de sus manos me conforta y casi me olvido del dolor, y entonces me acuerdo de aquellas manos femeninas que en tantas ocasiones aplacaron las aflicciones de mi infancia. En esos casos me digo que es posible que todos los avances de la ciencia no hayan servido, al fin, de nada.


                             
ANIMALES DE CASA


En aquella época no había mascotas, al menos en Moratalla, y menos aún en mi barrio. Un pueblo fundamentalmente agrícola y ganadero no puede permitirse otra relación con los animales que la meramente laboral y económica. Del mismo modo que un huertano, rara vez planta rosas en su parcela, tampoco un cabrero o un pastor cuida de otros animales que no sean los que le procuran el sustento o le ayudan en su faena.
En mi casa habíamos tenido toda una saga de gatos, cuya primera matriarca recuerdo con muy pocos años restregando con elegancia su pelo negro y brillante entre las piernas de mi padre para que compartiera con ella parte de su comida. Los gatos entraban y salían de las casas con libertad absoluta por aquellos curiosos agujeros que solían abrirse junto a la puerta de entrada a los que, como resulta obvio, llamábamos gateras. Un felino en casa garantizaba la limpieza de roedores y apenas resultaba onerosa su manutención o su cuidado, pues su vida transcurría en un medio amable y cómodo pero quedaban exentos, desde luego, de los actuales excesos, casi risibles, en forma de peluquerías, hoteles, revisiones dentales, operaciones quirúrgicas y otros disparates varios. Comían todos los días, se guarecían del frío junto a la chimenea y recibían las caricias de los miembros de la familia. Cuando llegaba su hora, se morían.
            Los perros requerían un trato distinto. Los cazadores o los pastores los utilizaban para sus labores con aprovechamiento y en los cortijos o en las casas alejadas era conveniente tener un ejemplar en la puerta para que avisara al dueño de la venida de algún desconocido. En el barrio del Castillo abundaban los burreros o rateros, porque, pese a su pequeño tamaño, eran valientes para azuzar a las bestias y proteger los corrales de la invasión de las ratas. Eran un tanto fanfarrones, como requería desde luego su trabajo, pero en el fondo se limitaban a ladrar sin otras consecuencias para los niños que pretendían acariciarlos o congraciarse con ellos.
            No eran habituales las tortugas, los camaleones, los hámster, las iguanas u otros pequeños saurios de procedencia exógena y exótica en aquel barrio de hombres y mujeres obligados al trabajo del campo y supervivientes de una economía tan débil como azarosa. Sólo perros y gatos poblando las calles del  Castillo, mestizos, sin raza, hociqueando entre los desperdicios, maullando en las noches de verano como criaturas desoladas. Alguna vez un jilguero cantando en su jaula en la ventana, unos palomos sobrevolando los tejados y las chimeneas y nada más.
            Ni piensos especiales para comer, ni visitas al veterinario ni vestiditos ridículos, pues su dieta era la misma que la del dueño de la casa y crecían sanos y fuertes por la frecuentación de la calle y ellos mismos se buscaban su cobijo, en ocasiones su condumio y, lo que es más importante, la confianza de la familia que los acogía. No eran mascotas, eran animales de casa que entretenían al hombre, lo ayudaban en sus tareas en ocasiones y le hacían la existencia más feliz con su presencia y con  su reconocimiento. Tampoco eran ni los mejores ni los peores amigos de nadie. La amistad es una relación tan compleja que sólo entre personas tiene sentido, pese a lo que puedan objetar algunos. Quien prefiere la compañía de un animal a la de otro ser humano, es que tiene graves problemas, sin duda.
            Además de los gatos, tuvimos un jilguero y una perra a la que mi padre puso por nombre Pastora, porque creímos en la legitimidad de su raza. Luego, salió cruzada, inútil para el pastoreo, aunque juguetona y agradecida como ella sola. Al jilguero se lo comió el gato en un descuido de mi padre y la perra tuvimos que darla a unos amigos del campo cuando llegó la temporada de la vendimia en Francia. Fue triste pero resultaba ineludible.
            Luego, un día, cuando ya la daba por perdida, viviendo con sus nuevos amos en un cortijo lejano del campo de Moratalla, apareció en el portal de mi domicilio atropelladamente, enredándose entre mis piernas y casi enloquecida de alegría, porque me había reconocido  y se encontraba de nuevo en casa. Nunca supe cómo logró escapar del cortijo y orientarse  hasta el hogar donde la habíamos criado, pero allí estaba otra vez y allí se quedaría con nosotros hasta la siguiente vendimia.  En alguno de aquellos años, debió de hallar su acomodo definitivo y ya no regresó más.
            Ahora bien, a pesar de la separación irremediable de cada otoño, nunca pensamos en abandonarla a su suerte en mitad del monte o en una carretera. Ya digo, entonces los animales de compañía  no eran mascotas y nuestra relación con ellos resultaba tan franca como leal. No les comprábamos vestiditos ni les empastábamos las muelas en el dentista, pero no nos deshacíamos de ellos de una forma innoble, tal vez porque por aquellos años ya sabíamos, como reza el eslogan, que ellos tampoco lo harían con nosotros. 
             

                                               
BREVE HISTORIA DE MI LUCHA CALLEJERA

Acabábamos de cruzar un tiempo tenebroso y salíamos a la luz nueva y esperanzada de otra edad, en la que todo parecía tan joven como nosotros mismos, los muchachos y las muchachas de mi generación. De una modo vago habíamos oído hablar de huelgas y manifestaciones, siempre con un rictus de reprobación y un tono de lamento. Los mayores no entendían de derechos y les pillaba muy lejos y muy doloroso el corto lapso de una verdadera democracia, que nosotros solo conocíamos por los libros que habíamos leído casi en la clandestinidad, porque en la escuela no recuerdo que ningún maestro tuviera el coraje suficiente para contarnos esa parte fundamental de nuestra historia. La verdad es que no recuerdo que nos la hayan contado en ningún sitio y, como el sexo o la iniciación en las emociones epidérmicas, tuvimos que arreglárnoslas a nuestro modo, cada uno por su lado y, luego, alguna vez, todos juntos, en largas e improvisadas  conversaciones de café y en tono confidencial, mientras estudiábamos y seguíamos madurando.
            Es cierto que en la primera adolescencia coqueteé de manera abierta con posiciones ideológicas, que podrían calificarse de radicales, y que a mí me gusta llamar solidarias, arraigadas en la justicia social y humanistas, pero, salvo asistir a aquellos primeros y entusiastas mítines políticos, hablar con mis amigos y leer determinados libros, mi actividad política no era apenas significativa. No tenía edad todavía para la lucha política ni tampoco se nos permitía;  hasta que llegamos a Caravaca y con la muerte de Franco se desbloqueó la larga y penosa apatía  ideológica, esa extensa siesta de los cuarenta años de la que íbamos despertando día a día e íbamos tomando conciencia de que todo era de otra forma y de que había vida más allá del Frente de Juventudes y de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y, sobre todo, de que nos habían escamoteado la verdadera historia del último medio siglo español. En unos meses la televisión nos puso al tanto de todos los movimientos sociales, las siglas políticas, los derechos ciudadanos, las elecciones y las continuas y novedosas algaradas sociales en la forma de huelgas o de manifestaciones en favor de las libertades y en contra de los últimos coletazos de la represión franquista.
            Mientras que en Caravaca percibíamos cierto malestar entre los estudiantes de los últimos cursos, ignorábamos que en Murcia, en la Universidad, las fuerzas de orden público cargaban día sí y día también contra los grupos estudiantiles que se echaban a la calle a ejercer sus facultades ciudadanas y su reciente condición de hombres y mujeres libres. Nosotros éramos demasiado jóvenes aún, insisto, nos ardía la sangre y sospechábamos que había un futuro aguardándonos fuera de las cuatro paredes del aula, un futuro que nadie nos iba a conservar y que solo nosotros tendríamos que ganarnos a pulso.
            Uno de aquellos días del helado invierno caravaqueño notamos la inminencia de un acontecimiento fuera de lo común. Los alumnos de COU andaban por el patio revueltos y nerviosos y hasta nosotros nos llegaba la especie de un suceso inaudito que tendría lugar durante el recreo.
            Todo aconteció de manera natural y al término de las clases fueron formándose grupos en la salida del centro hasta que aquella masa informe y, en apariencia, desordenada, cristalizó en una comitiva que se dirigía a  Gran Vía y cuya cabeza portaba una pancarta en la que se reivindicaba, ahora no recuerdo con exactitud, todo tipo de conquistas sociales, educativas y políticas. Ya en pleno centro de la ciudad nos dimos cuenta de que la policía iba cercándonos de una manera sigilosa y eficaz, aunque nosotros seguíamos gritando consignas, cantando himnos subversivos y avanzando hasta el Ayuntamiento, que era, al parecer, nuestro último destino.
            De repente hubo una espantada, consecuencia sin duda de algún gesto amenazante de la fuerza pública y yo, que iba muy cerca del principio de la marcha, me vi con un cartel de tela pintarrajeado en las manos y  más solo que la una. Enseguida distinguí a uno de aquellos famosos grises de la época levantando su porra y amagando un golpe que no llegó a alcanzarme porque le dejé el cartel en las manos y eché a correr en dirección opuesta sin volver el rostro atrás. Aquella fue mi única lucha callejera contra la dictadura.
            Luego he escuchado docena de batallitas reivindicativas, de peripecias heroicas delante de los caballos y de forcejeos con la policía que acabaron en  un cuarto oscuro de una comisaría cualquiera. Hubo mucha gente que luchó de verdad, con valor y con coraje, contra la sombra maléfica de la dictadura y otros que dieron su vida, pero también hubo mucho aprovechado que se forjó su propia leyenda con unas pocas horas de retención, con un simulacro de lucha antifranquista de la que obtuvo demasiados beneficios.
            Lo mío, como han podido comprobar, resultó demasiado breve y no tuvo la menor importancia y así me gustaría dejarlo consignado en esta columna.

                                              


domingo, 2 de junio de 2013

CARNE O PESCADO


Nunca me gustó la carne de una manera indiscriminada, a pesar de que siempre he comido pollo y he disfrutado con las sabrosas costillas de cordero y, alguna vez, con una deliciosa pata de cabrito en un buen restaurante o en mi casa. Tolero la ternera, siempre que no aparezca la huella de la sangre, tan molesta, tan prehistórica, y eso resulta muy complicado para cocinar un solomillo, dado su grosor, a no ser que, como me ha pasado alguna vez, me lo corten en pedazos y lo pasen bien por la plancha. Odio el conejo literalmente, no me sabe a mucho el pavo, pero, en cambio, he probado la carne de avestruz, la de jabalí, la de serpiente, la de cocodrilo y otras alimañas exóticas, que tampoco me han dejado demasiada huella. Ahí queda eso como un dato anecdótico y nada más. Mi padre y mi hijo, en cambio, comparten esa pasión por los animales cocinados, desde un palomo a un buey, desde una liebre a un jabalí. Igual da.
            En cambio, el cerdo es otra cosa, una suerte de sublimación alimentaria, la confluencia mística del sabor por antonomasia, la eficacia y la versatilidad del alimento, que igual vale para un cocido que para un asado, pues en todas partes se comporta como una estrella, y tanta es su calidad que se guarda en la forma de embutido para que dure el milagro de su paladar durante mucho tiempo. Reconozco que con el cerdo pierdo los papeles y me comporto como tal. En mi memoria sentimental andan revueltos los maravillosos, pero ya imposibles, cocidos de mi madre y las manitas en salsa de mi suegra, los pasteles de sesos de un viejo establecimiento de Murcia, ya desaparecido, donde solíamos recalar mi mujer y yo y la crujiente oreja que nos ponían con una cerveza fresca en un bar cochambroso de Bétera, en Valencia, muy cerca de donde pasé un año haciendo la mili.
            El resto es pescado, legumbres, patatas y verduras, y mi madre se encargó de transformar de una forma casi mágica estos ingredientes en una alquimia gastronómica inolvidable, al menos las legumbres, las patatas y las verduras; fresco todo y de temporada, desde luego. Luego vendría mi compañera y añadiría la inclinación  por los pescados, desde las sardinas al espeto con que nos deleitamos en una playa de Málaga o el chanquete, tan escaso y tan rico, las doradas salvajes que comemos cada verano en Alicante o el marisco del que tanto gozamos en nuestro viaje de novios a Tailandia. Ella misma cocina al horno, de vez en cuando, una lubina al punto con patatas y cebolla y, en ocasiones, compra unas rodajas de salmón o unos filetes de lenguado y los hace en la sartén, tiernos y esponjosos.
Hace tiempo que ambos renunciamos, por desgracia y prescripción médica, a las legumbres, pero frecuentamos un restaurante vegetariano de Murcia que nos sorprende muy a menudo con elaboraciones culinarias  originales y de fino paladar.
Tradicionalmente los hombres nos hemos decantado por la carne y las mujeres por el pescado, mientras que los pobres se han quedado siempre a medio camino y a medio comer. De forma que la virilidad, la hombría y el carácter de macho radicaban en un pedazo de carne con la que regresábamos a la época de nuestros ancestros prehistóricos, cuando no había otra cosa que llevarse a la boca que el producto sangriento e inmediato de la caza diaria, y ese gesto y esa inclinación nos aproximaban más a nuestra recóndita condición de animales predadores, con derecho de pernada sobre el resto de las hembras y de respeto de los machos más jóvenes.
Durante mis cortas estancias en Francia como vendimiador adolescente aprendí, en algunas de las casas donde comíamos con los patrones, previo pago del precio de la comanda, que comer carne o pescado, o comer simplemente, constituía un concepto vital distinto de lo que entendíamos en España. Salvo en algunos días de fiesta, en Moratalla se comía a diario un guiso con excelente pan de horno y el acompañamiento sabroso de unas olivas negras o verdes, partías o enteras; después la madre ponía la fuente del embutido sobre la mesa y el cesto con la fruta. En Francia todos los platos estaban elaborados con un mimo particular y la carne o el pescado solían ir acompañados de alguna de los centenares de salsas, que el país vecino tiene a bien haber inventado. Pero antes había siempre una sopa o una crema, diferentes cada vez, exquisitas, tan apropiadas todas a mi gusto  que disfruté mucho y lo recuerdo de muy buena gana. Los platos iban sucediéndose, y lo mismo te encontrabas con una suculenta anguila, con una sabrosa ternera en salsa con verduras, con una apetitosa ensalada de arroz o con una rica tarta de ciruelas, bien regado todo con un delicado vino de la tierra. Y al final, era imprescindible la tabla con los quesos.
Si me dieran a elegir entre la carne y el pescado, elegiría una de aquellas comidas, o tantas otras que he ido degustando a lo largo de mi vida del modo más selecto que me ha permitido mi maltrecha economía. Y aunque me pirran descaradamente  las mujeres, me regocijé a menudo con un rodaballo, un lomo de merluza, unos boquerones fritos o un delicioso bacalao al pil-pil sin remordimiento alguno. Prefiero el pescado, si me apuran, a la carne. Ya está dicho.
Antes de comer dejo los prejuicios aparte, y me dispongo a solazarme con los cinco sentidos, incluido el de la inteligencia.   


                        

martes, 28 de mayo de 2013

IR AL MÉDICO


Nunca me gustó ir al médico: tal vez porque de muy pequeño pasé una bronquitis contumaz, y por aquellos días esto solo se curaba con un sinfín de inyecciones de penicilina, dolorosas como ellas solas, que me dejaban, además, medio cojo por unos días. En cambio, respeto la profesión a la par de la mía y considero que son ambas los pilares de una sociedad moderna y civilizada. Eso no quita para que no me traigan, a veces, buenos recuerdos. Tiene uno la sensación cuando  acude a una consulta por un dolor inconcreto o una molestia sospechosa que el oráculo que se sienta al otro lado de la mesa te va a vaticinar el final de todo. Ya está, piensa uno, mirará las pruebas, me auscultará y pronunciará la terrible sentencia: le queda a usted un mes escaso de vida.
            Tal vez exagere, pero llevo a mis espaldas un par de sentencias parecidas y sé lo que me digo. Luego, en ocasiones, hay suerte y no todo es tan dramático; amanece un día y otro, ve uno a sus hijos creciendo a su lado, a tu esposa siempre atenta a tus deseos, y la vida se renueva implacable, ajena a nuestros temores y aprensiones.
            De niño era mi madre quien se ocupaba de todos los pormenores de las medicinas y la que me llevaba al médico cuando hacía falta. Todavía recuerdo el rostro severo y competente de don Lucas, y luego en casa, ella me organizaba las tomas, las dosis y los horarios. Tal vez sea por eso por lo que me cuesta tanto ir solo al galeno. Las raras ocasiones en que no ha podido venir mi compañera, las prolijas y detalladas instrucciones acerca de las diversas medicinas me han resultado tan farragosas como incomprensibles.
            La diabólica combinación de los horarios, las cantidades, los antes o después de las comidas y los modos de administrar las sustancias han terminado por marearme y al final de la disertación del especialista he tenido que preguntarle de nuevo o pedirle por favor que me lo apuntara en un papel. Cómo voy a retener que debo tomar una pastilla cada ocho horas, después de las comidas, ponerme un supositorio por la mañana en ayunas y otro por la noche después de cenar, tomar una cucharada de jarabe al acostarme en días alternos y una cápsula verde cada dos días antes del desayuno, y alguna otra cosa que ya no recuerdo. Claro que esta extensa y minuciosa explicación se complica en los casos en los que no soy yo el único paciente, sino que vienen mis hijos conmigo, cada uno de una edad y de un peso distinto, por lo que las cantidades también difieren, y la confusión aumenta.
            Debo confesar, antes de seguir, que yo no puedo ir solo en estos casos, porque no me entero de todas las instrucciones y me pongo nervioso; de manera que cuando viene mi esposa, que por fortuna es casi siempre, la cosa cambia. Miro al profesional enfrascado en su disertación sobre las causas, los diagnósticos posibles, las contraindicaciones y las diversas normas de la terapia, y miro a mi mujer de reojo, con admiración absoluta, relajado del todo porque no tengo que memorizar ni una sola palabra, porque me puedo distraer como un crío con los diplomas y los cuadros colgados en la pared de la consulta, con las palabras especiales que articula el doctor, mientras ella va procesándolo todo, al modo de una máquina inteligente y, cuando salgamos a la calle, compartirá conmigo sus seguridades y sus dudas, y yo le diré que sí, que estoy de acuerdo con ella, que la medicación ha sido la correcta y los plazos y las cantidades, las adecuadas, y es en ese momento cuando le pregunto si lo ha cogido, si se acuerda de cada detalle, si ha estado atenta a la explicación y lo ha entendido todo. Ella sonríe con una mueca de ironía que puedo identificar y me dice que por supuesto,  y que lo apuntará en un papel cuando lleguemos a casa.  En ese instante, descanso de esa tensión continua de mi incertidumbre casi patológica.
            Si no pudiera contar con ella para ir al médico, debería agenciarme un magnetofón, pedirle permiso al profesional de turno y grabar la consulta en su totalidad. A lo mejor con el tiempo, a la salida de los centros sanitarios, nos entregan un disco para que no olvidemos cada detalle, al menos a unos pocos, los que padecemos la extraña enfermedad de una desmemoria selectiva y caprichosa.
           

                                               

miércoles, 1 de mayo de 2013


EQUIPAJES


Hacer las maletas para irse de viaje es tarea ardua, que las mujeres (perdón por el desafortunado prurito machista)  suelen convertir en un suplicio largo, tedioso, inacabable. Igual da que nos vayamos tres meses de vacaciones que un fin de semana, porque no se trata de cuánto nos llevaremos con nosotros, sino del esmero, la paciencia, el cuidado, las idas y venidas, las vueltas y revueltas, el inagotable tesón con que ellas abordan cada minucia, rellenan cada hueco practicable de la valija o de la bolsa, quitan alguna camisa y añaden un par de pantalones o una falda, apartan el neceser y en su lugar colocan una bolsa con calcetines y, cuando ya nos parece que la cosa está hecha y terminada, entonces, obedeciendo acaso a alguna llamada ancestral de su sexo o de la diosa Lilit, a alguna inspiración inexplicable, tornan a sacarlo todo y rehacen el equipaje sin reparos, melindres o pereza, pues el tiempo no es importante. Nunca hemos salido a las nueve de la mañana, ni siquiera a las diez, y esta vez no va a ser distinto. Tampoco llegaremos a las dos, vayamos donde vayamos, y también a esta circunstancia me he ido habituando con el paso de los años.
            Hubo otra época y otros equipajes, de naturaleza más tosca, pues debían llegar indemnes a tierras lejanas y debían contener más cosas para sobrevivir, comida, calzado, medicinas, chubasqueros, ropa variada, aquellas inolvidables almendras fritas y habas duras tostadas con sal, que mi madre preparaba a modo de aperitivo y con los que, acompañados de unos vasos de vino, pasábamos las trasnochadas del otoño reciente en el sur francés, agarrados a la nostalgia de nuestro origen de emigrantes como náufragos asidos al único madero del océano a la vista.
Mi madre empezaba días antes con el protocolo y la lista de lo que no debía faltar en un viaje así, mientras mi padre desempolvaba las viejas maletas y buscaba grandes y fuertes cajas de cartón, que reforzaba con sogas de esparto. Yo asistía a un frenesí repentino, a una actividad inusual en la casa, que incluía compras y papeleos de última hora, nervios y alguna discusión inevitable y que no presagiaba, desde luego, un destino feliz (ahora lo sé, que puedo comparar entre viajes de muy diversa naturaleza) pero que yo vivía con inquietud y una punta de zozobra, en parte, porque no tenía elección y, en parte, porque me enfrentaba a la incertidumbre de mis fuerzas como jornalero adolescente, de mis aptitudes físicas en el campo de batalla de las vides gabachas, junto con otros nobles mercenarios de la tijera y del cubo.
Pero de lo que yo quiero hablar hoy es de hacer equipajes, de llenar maletas y bolsas para desplazarnos durante unos días o unas semanas a algún otro lugar. Reconozco que en mi casa toda esa labor la lleva a cabo mi esposa, incluso añadiría que con gusto, pese a que casi siempre terminamos enojados, porque nunca he soportado esperar, porque no puedo creer que hagan falta tantas cosas, porque me da la impresión de que todo se puede hacer con mayor celeridad y de que llegaremos una vez más tarde, como hemos hecho desde siempre. Luego, uno lo comenta por ahí con los amigos o los compañeros, y todos coinciden en la misma cantinela, todos protestan por idénticos motivos.
Les cuento el caso, porque viene a cuento, de aquellos dos compañeros de la mili, a los que observaba sorprendido cada noche de domingo, de vuelta del fin de semana de rebaje, mientras colocaban, es un decir,  sus pertenencias de un modo singular en sus respectivas taquillas. Uno abría la bolsa y el armario, vaciaba su contenido en el suelo e iba dándole puntapiés al montón de camisas, pantalones y prendas íntimas hasta que lo metía todo dentro, como se introduce el esférico en una portería de fútbol; el otro, sacaba concienzudamente cada prenda, la iba desplegando y plegando, de nuevo con mimo, la disponía sobre su litera y, por fin, sin prisa alguna, la situaba en su lugar dentro de la taquilla, tranquilo y en silencio, como un duende de la oscuridad, pues que, a esas alturas de la noche ya habían tocado a silencio, habían apagado las luces y él seguía afanado en su equipaje, perfeccionista, casi obsesivo, enfermo del orden, inasequible a cualquier otro estímulo. En la litera de al lado dormía yo y cada domingo fui testigo de esta ceremonia casi inconcebible del  perfecto hacedor y deshacedor de maletas y del otro espectáculo, el de la perversión, el caos, la violencia y la anarquía. Todavía hoy no estoy seguro del todo de cuál de ellos me entusiasmaba o me ponía más  de los nervios; de lo que no me cabe la menor duda es que mi mujer no hubiese soportado a ninguno.


                                  

sábado, 27 de abril de 2013


MOCHUELAR


El primer síntoma de que me estoy haciendo viejo es que empiezo a repetir algunas historias, verdaderas o ficticias, que vengo contándoles a mis hijos y a mi mujer desde hace años; el segundo, y definitivo, es que me duermo muy a menudo antes de que termine la película de la tele, a última hora de la noche. Es verdad que madrugo cada mañana, pero también tomo la siesta cada tarde que me es posible, y no ando falto de sueño precisamente.
            Hace unos años, sobre todo en mi juventud, ni una semana completa sin dormir me habría impedido seguir la trama hasta el final de cualquier película, sobre todo si ésta era de mi interés. Aún mantengo en la memoria aquellas maratones cinematográficas en el cine Salzillo de Murcia en mi época de estudiante, que programaba el cineclub de la Universidad. Una noche completa estuvimos mi mujer y yo, que entonces solo éramos amigos, sentados en incómodas butacas de madera mientras proyectaban uno tras otro, sin intervalo casi, cuatro films de distinto pelaje, pero de una calidad excepcional, desde “Empieza la función” de Bob Fosse hasta “El quinto jinete del Apocalipsis” de Luccino Visconti, y dos pelis más cuyos títulos he olvidado, y que llenaron de emociones y sueños aquella larga noche de fotogramas extraordinarios. Más de doce horas atentos a las diversas peripecias de la pantalla, sumidos en el silencio penumbroso de la sala, que ni siquiera parecía respirar, fijos los rostros y atentas las miradas a las evoluciones, los diálogos, los gestos y los paisajes de aquellas cuatro obras de arte que, hoy reconozco, tal vez resultasen excesivas para una sola sesión nocturna, pues ni siquiera las que pertenecían a la comedia como género, permitían al espectador un lapso de relajo o descanso. Luego, cuando regresamos a nuestros respectivos pueblos a pasar el fin de semana, recuerdo que anduve como ido, los ojos enrojecidos, la cabeza embotada y el estrago normal del sueño que no recuperamos hasta bien entrado el domingo.
            Si a uno le gusta el cine como a mí, si le apasiona que le cuenten historias inventadas sobre el ser humano y sus muchas contradicciones, sobre la vida y sus heroicidades, sobre el amor y sus oscuros recovecos, si se extasía con paisajes exóticos y países lejanos, con mujeres hermosas e inquietantes y hombres templados, con la muerte de criaturas malvadas cuya identidad es pura quimera y la felicidad de quienes la merecen, una buena película lo es todo y, si a mitad del argumento, comete la barbarie y la blasfemia de irse adormeciendo hasta perder el sentido por completo, es que es un redomado majadero y un ignorante o, bien, se está haciendo viejo y no aguanta despierto un par de horas, sentado en el sofá de casa y rodeado de los suyos.
            Mi madre solía dormitar cada noche frente al televisor, pero nadie debía despertarla, pues, siendo como era de carácter dulce y entrañable, se enfadaba, como si la hubiesen pillado en una falta, en un error cualquiera, y replicaba al insolente (el insolente solía ser yo o, a veces, mi padre) que la dejara en paz, que a ella le lucía aquel dejarse ir por los meandros del sueño, que se había levantado muy temprano y estaba muy cansada y que se acostaría cuando le viniera en gana.
            Casi todas las mujeres de mi familia de la rama materna mochuelaban (palabra precisa y expresiva que procede del sustantivo animal, mochuelo, cuyo sinónimo más cercano sería dar cabezadas), es decir, cerraban los ojos en un estado de semivigilia por la noche, antes de acostarse, o por la tarde, quizás porque tenían la tensión baja o porque no les interesaba lo más mínimo lo que pasaba a su alrededor; y solían dormirse viendo o escuchando la novela, cosiendo alrededor de la estufa, pues daba la sensación que  cualquier lugar valía para recuperar las energías perdidas y cargar las baterías del sueño, para resarcirse de las largas jornadas en el trabajo y en la casa, en el tajo y en la cocina; de manera que tenían una buena excusa casi siempre para despreciar la película de la noche y evadirse de dramas y catástrofes, sonrisas y lágrimas, aunque reconozco que me dolía ver a mi madre, a mi abuela Rosa o a mi tía Ramos perder el hilo de la historia que con tanta fruición contemplaba yo desde mi lugar en la cocina, en absoluta soledad, en tanto ellas pasaban de la simple duermevela al ronquido más rotundo y contumaz.
            Pero ahora me toca a mí, han pasado los años y con ellos la vida, y esa tensión constante de la juventud que llamamos pasión se ha ido aflojando de un modo inevitable. Todo comenzó los viernes por la noche, cuando alquilaba una película y muy pronto percibía el dulce adormecimiento de mi esposa, que tan mal me sentaba al principio, porque era como un desprecio a la ceremonia doméstica del mejor día de la semana y a mi cuidado por elegir un buen título para disfrutarlo en su compañía.
Lo peor es que muy pronto descubrí que yo no mochuelaba, en efecto, sino que directamente renunciaba a aquel acto de consciencia que consistía en mantener los ojos abiertos y el seso avivado para gozar con ese placer de la inteligencia que es la ficción en movimiento sobre una pantalla.
Ya digo, he descubierto que me estoy haciendo viejo porque me repito en mis historias y porque me duermo con frecuencia delante del televisor. No me importa hacerme viejo porque no puedo hacer nada para impedirlo y ya lo he asumido, pero detesto aburrir a los míos y dormirme como un acto senil que antecede a la indeferencia y a la muerte.



                                   

domingo, 21 de abril de 2013



LEJOS DE TODO


Ya he dejado escrito en alguna ocasión que por aquellos tiempos íbamos andando muy a menudo de un lado a otro, no solo a la huerta o al río, sino también, así nos contaban nuestros padres, a los pueblos de alrededor, a la feria o al mercado de Caravaca, a las fiestas de Calasparra  o a los toros a Cieza. El que tenía un burro o una burra, poseía un tesoro. Ir al monte a por leña o a segar tallo o bajar a la huerta a coger hortalizas terminaba siendo un suplicio sin uno de estos animales a mano. En mi casa, desde que yo recuerdo, siempre hubo una burra, paciente y mansa, esforzada y dispuesta al trabajo todos los días del año. De crío mi abuelo me enseñó a ponerle el aparejo y bajaba a la huerta de mi tío Jesús o subía al secano de mi padre montado en su lomo, a paso lento pero seguro, como suele ser el carácter de estos animales.
Al atardecer, los muchachos del Castillo asistíamos al espectáculo del regreso de hombres y mujeres por el camino del Cementerio arriba, subidos los unos en mulas y en
burros, que no cesaban de rebuznar, como si protestaran de su condición de animales de carga, y los otros andando, junto a las caballerías, con paso cansino, mientras la última luz de la tarde nos  los acercaba desde la distancia en la forma de una imagen evangélica o de un cuadro de Millet. Lo más duro era, sin duda, el repecho de la cuesta del Relojero hasta lo alto de Las Torres.
Moratalla, entonces, era un pueblo sin coches ni motos, salvo el autobús para Murcia o para Caravaca y los taxis que permanecían estacionados  debajo de la Cuesta del Caño. Luego fueron viniendo al pueblo los primeros seiscientos y los ochocientos cincuenta, pequeños y manejables, que pasaban por la Calle Mayor con cierto señorío y debían dar la vuelta en el Goterón o, más allá, en la Plaza de la Iglesia para volver sobre su ruta, porque Moratalla ha sido siempre un pueblo de ida y vuelta, un pueblo con final y no de paso, un pueblo para venir y para volver siempre.
Pero la verdadera revolución motorizada la protagonizaron en mi adolescencia las motocicletas,  aquella inefables y archirepetidas puchmotocrós, que a lo largo de unos años poblaron las calles empiringuchadas, estrechas y tortuosas de Moratalla, que sustituyeron con su ímpetu tecnológico y moderno a las burras y a las mulas, y con las que los hombres se acostumbraron a traer sus cargas hortelanas o a portar el tallo a las calderas. Aquellas motos rabiosas, de escasa cilindrada, pero valientes como el terreno para el que habían sido construidas simbolizaron el paso inevitable de los antiguos y atrasados medios de transporte a la llegada de los nuevos tiempos, Así, los viejos marchantes, que cruzaban la sierra y los campos comprando y vendiendo cabras y ovejas a pie durante semanas, tuvieron que ponerse al día y renovar su negocio, adquirir motocarros o pequeños camiones, furgonetas o furgones medianos con los que franqueaban los peores caminos y alcanzaban los territorios más remotos para llevar a cabo  de una forma más rentable el noble oficio de poner en contacto una multitud de cortijos desperdigados y casi aislados del campo con los mercados más florecientes de la comarca, entre los que se encontraban el de Caravaca y el de Moratalla.
Hace mucho que sabemos que una de las claves del progreso de un pueblo consiste en poseer buenos medios de transporte y eficaces vías de comunicación. Quizás haya sido ésta una de las razones de que Moratalla no adquiriese la prosperidad y la preeminencia merecidas. Hemos cambiado mucho, es cierto, y la mayor parte de las familias, si no todas, dispone de un automóvil o de varios, pero sigue siendo complicado utilizar los transportes públicos para acercarse a los pueblos de la comarca o a la capital a realizar una gestión cualquiera o ir al médico. El ferrocarril queda muy lejos, los aeropuertos pertenecen a otro mundo y estamos a kilómetros de la costa.
A mí me gusta caminar; de hecho, cada vez que puedo voy al trabajo a pie y aprovecho la suerte de tenerlo relativamente cerca, siento nostalgia de los días en que íbamos todos, familia y amigos, andando al río para pasar unas horas o unos días y he escuchado a mi padre cientos de veces contar sus peripecias de marchante a pie por los territorios legendarios de Benámor, Béjar y San Juan conduciendo una punta de ganado durante días enteros.
Reconozcamos, sin embargo, que Moratalla sigue estando muy lejos de muchos sitios, que es un lugar recóndito, secreto y varado aún en una época que, por fortuna, ya no regresará nunca. Es posible que nuestro carácter y nuestra ventura anden condicionados por esta circunstancia. No estamos cerca de ninguna parte, pero el cielo lo tenemos a mano.
                                                       

sábado, 20 de abril de 2013


NI GRACIAS NI POR FAVOR


No recuerdo que en mi infancia nos prodigáramos con estas habituales fórmulas de cortesía, no por una evidente falta de educación, sino porque no eran expresiones que pertenecieran a nuestro vocabulario, sino más bien palabras que escuchábamos en el cine o en la televisión en boca de actores y de actrices que representaban papeles imaginarios, y eran, lo presentíamos también, rasgos lingüísticos de una clase social más alta que la nuestra y de un ámbito territorial más urbano.
            La ciudad era otra cosa. Sus habitantes se esmeraban en pronunciar todas y cada una de las letras y en hacerlo con una entonación graciosa y elegante. En Moratalla y, pasados los años comprendería que en muchos pueblos, las cosas eran diferentes y el aislamiento, la idiosincrasia dialectal, la autosuficiencia  y, por qué no decirlo también, esa soberbia de origen pedante que combina la ignorancia a sabiendas con el orgullo nacionalista, se hablaba no solo haciendo caso omiso de los plurales o las terminaciones de ciertos participios (las casaarreglao  por las casas o arreglado)  sino con un acento específico, distinto al del pueblo contiguo, pero igualmente válido, porque los acentos y las hablas, si son naturales, no deben molestar a nadie, y olvidados por completo de cualquier  amabilidad lingüística que pudiera parecernos cursi, foránea o afectada.
            He defendido en numerosas ocasiones que cada región, cada comarca e incluso cada pueblo muestre una cierta originalidad expresiva, ni peor ni mejor que  las de otros lugares, y, asimismo, basándome en mi competencia en la materia, he añadido alguna vez que en Murcia se construye la lengua desde el punto vista morfosintáctico mejor que en algunos lugares de Castilla y que nuestro acento pertenece al área más extensa y prestigiosa de la lengua española, la que se denomina área  meridional e incluye el sur del país y todo el continente americano, lugares donde más premios Nóbel de Literatura se han dado, desde Vicente Aleixandre, que nació en Málaga, Juan Ramón Jiménez, en Huelva o Gabriel García Márquez, en Colombia, por poner algún ejemplo ilustre. Ninguno de ellos pronunció el seco, estricto y adusto idioma castellano de Burgos y de Palencia, que se ha venido imponiendo durante décadas como el modelo ideal, impulsado por el franquismo y una espesa ideología sobre la corrección y las virtudes españolas.
            La tele acabó con todo esto y España entera se fue formando poco a poco en unos modos comunicativos que nos dictaban desde los más populares programas del medio siglo pasado y que todavía hoy nos siguen enseñando la forma y el fondo de la lengua que hablamos todos. Repetimos frases hechas, latiguillos, modismos, lugares comunes y lo hacemos en el único dialecto que nadie cuestiona, el de los medios de comunicación.
            Cuando mi madre ponía la mesa y nos servía los platos, nunca le dijimos gracias ni le pedimos por favor un trozo de pan o un vaso de agua. No había en esto mala intención, sino familiaridad y costumbre. Y, cuando en el tajo un compañero nos echaba una mano para cargar unas cajas de albaricoques en un camión o terminar una cepa de uva y adelantar, de esta forma, en la hilera que nos había tocado y que, al parecer, tenía demasiados racimos, porque todas no eran iguales, jamás decíamos gracias, o cuando pedíamos una caña y una torta de bacalao en El Moreno o un café en el Pepe del Joaquín tampoco añadíamos por favor.
            Y, sin embargo, era de uso corriente la disciplina en todos los ámbitos, el respeto a la autoridad y a los diversos poderes, la deferencia en el trato con los mayores o con los hombres y mujeres importantes y la sumisión de los que se hallaban abajo con respecto a los de posición superior. De manera que abundaba el usted en la escuela, en el trabajo, en la calle e, incluso, en la familia; por eso nuestros padres llamaron a los suyos  con este tratamiento, mientras que nosotros los tuteamos sin problemas, aunque nunca perdimos la noción de su importancia y de nuestra disposición para estar a su servicio y acatar sus reproches y sus consejos.
            Hoy en mi casa, mi mujer y yo predicamos con el ejemplo y no escatimamos las gracias y los porfavores, las muestras de respeto y de cariño entre nosotros, que no impiden, desde luego, las discusiones inevitables y los disgustos habituales, propios de todas las parejas, pero cada vez que le pedimos al otro en la mesa o en el salón  cualquier cosa, nunca olvidamos  hacerlo con la cortesía adecuada, y cuando nos hacemos un favor o recibimos del otro un servicio o un objeto, añadimos el gracias pertinente. Mis hijos también han adquirido este saludable hábito, que no cuesta nada y que nos proporciona allá donde vamos una excelente imagen de individuos civilizados, a los que resulta más fácil y más agradable tratar.


                                              

miércoles, 27 de marzo de 2013



¿A QUIÉN QUIERES MÁS?



Iba uno de muchacho con sus padres a dar una vuelta por la Calle Mayor o por La Glorieta, si era un día de fiesta grande, o de visita a casa de unos familiares, y siempre te encontrabas a alguien que te hacía esa pregunta tan estúpida como impertinente, tan obvia como inadecuada, mientras tus progenitores te miraban y sonreían, como si se pudiera dudar por un solo instante entre una opción y otra, teniendo en cuenta el pequeño detalle de que es tu madre la que te lleva nueve meses en su barriga, la que te pare con dolor, al menos en aquel tiempo, la que te alimenta y te cuida durante casi toda su vida hasta que muere, pierde el sueño en los primeros meses y no ve más que por tus ojos y no siente más que por todos y cada uno de tus sentidos.
            También soy yo padre y conozco el amor inmenso que he ido acumulando desde que nacieron mis dos vástagos, la ternura, la admiración, el mimo, la preocupación y el orgullo que experimento cada vez que pienso en ellos. Pero me niego a competir con mi esposa en esto. Ella ganaría siempre y con razón.
            Recuerdo que yo solía contestar al modo salomónico, aunque mentía como un bellaco. Claro que quería a mi madre y a mi padre, pero, en absoluto, del mismo modo. Es más, no creo que nadie pueda querer con la misma intensidad al uno y a la otra, salvo que medien problemas psicológicos de alguna clase. Uno es hijo de su madre desde el origen y para siempre, y en el camino se encuentra a un hombre, de gesto severo, que además de abrazarlo con rudeza, pone orden en su vida, le recrimina de forma constante su comportamiento y, si al caso viene, le da algún azote. Es verdad que una madre te los da también, pero ella siempre lleva razón y, si no la lleva, terminamos por dársela.
            Aquellos eran unos años de un paternalismo atroz, pues en la tierra nos gobernaba con mano dura un hombre y desde el cielo se asomaba otro hombre de rostro barbado y gesto adusto. Cuando abríamos los libros de la escuela, descubríamos la figura bizarra del Cid, el busto desabrido de Lope de Vega o de Cervantes, mientras que las mujeres solían llevar hábito eclesiástico o eran tan poco agraciadas y tenían tan mala fama como Isabel de Castilla.
            No cabe duda de que aquel era un mundo de hombres, donde las mujeres decían más de lo que, en principio, se les permitía decir, pero siempre de puertas para adentro, con autoridad pero en voz baja.
            El patriarcado, como modelo antropológico no resulta ni tan antiguo ni tan razonable como su versión opuesta, es decir, la mujer como centro de la tribu y de la vida, pues de lo que nunca ha habido duda es de que cada uno de nosotros procede de su madre, sobre todo en aquellos días en que nacíamos en los dormitorios matrimoniales, y no intervenían personas ajenas a la familia en el parto. De hecho en alguna tribu y en alguna época el matriarcado fue la norma, y nadie se preocupaba de quién era su padre, sino tan solo de la mujer que debía darle de mamar y debía protegerlo. La leona atiende a sus cachorros y caza también para ellos, mientras el macho dormita durante horas en la extensa sabana. Los pastores de cabras o de ovejas no necesitan tantos carneros y machos cabríos como cabras y ovejas para criar sus rebaños, con unos pocos les sobra para cubrir a la manada; el toro bravo que se lidia en las plazas recibe el nombre en masculino de su madre, pero también recibe la bravura; de hecho únicamente se tientan hembras en las fincas para seleccionar la mejor raza.
            Mi padre siempre prefería un perro, un gato o cualquier otro animal hembra, porque aseguraba que eran más inteligentes y más leales, llevaban en su condición y en su instinto animal la enorme responsabilidad de engrandecer la especie, de protegerla y de perpetuarla. Tampoco en las colmenas eran demasiado importantes los zánganos, cuya labor reproductora constituía la totalidad de su participación en el enjambre. No es excepcional que en determinadas especies, cuando la hembra consigue ser fecundada, se deshaga del macho, como si ya no tuviera otra utilidad y, en cambio, suponga una carga onerosa para el resto de los individuos.
            Reconozco con pudor que mi supuesto feminismo está basado en una excelente y muy cómoda relación con la mayor parte de las mujeres de mi vida, que me lo han hecho muy fácil todo y me han permitido desarrollar  mi tiempo y mis capacidades, desde mi madre, que me preparaba la leche y los bocadillos cada mañana, realizaba todas las labores de la casa y me atendía en cada detalle hasta mi esposa que a todo lo anterior ha añadido  el cuidado de mis hijos y ese imprescindible mimo amoroso que permite a hombres y a mujeres disfrutar de la piel y los sentidos en absoluta libertad.
            Por eso, educo a mis hijos para que respeten a su madre y la distingan siempre de mí, porque no me importaría en absoluto que a la pregunta del inicio de este artículo respondieran sin coacciones y sin prejuicios, con la verdad por delante.
            Por cierto, ¿a quién quiere usted más, a su padre o a su madre?
           
           
                                               

sábado, 23 de marzo de 2013



OCHENTA POR HORA



Todo iba, por entonces, a ochenta por hora, a una velocidad vertiginosa que los muchachos de aquel tiempo considerábamos trepidante y desenfrenada, no solo los coches y las motos sobre aquellas infames, polvorientas y peligrosas carreteras de mi infancia, donde el único firme era el polvo y los baches infinitos, sino cualquier objeto, persona o idea, porque el modelo máximo de ligereza eran estos dos dígitos, un tótem de modernidad y tecnología, que nos gustaba repetir con solvencia de muchachos casi posmodernos, como si a partir de aquel momento fuese muy difícil rebasar esos límites inimaginables.
            A ochenta por hora bajábamos los críos por las calles del Castillo subidos en vehículos imaginarios que rugían al son de nuestras propias gargantas, tomaban curvas peligrosas, descendían obstáculos imposibles y, de vez en cuando, atropellaban a algún incauto. A ochenta por hora iban los hombres a la huerta porque se les hacía tarde y empezaba a amanecerles, erguidos sobre las altas burras adormiladas, y las mujeres, presurosas y dispuestas carretera adelante hacia la fábrica de conservas donde, a ochenta por hora, pasarían una buena parte del día, deshuesando albaricoques o melocotones, embotando fruta variada o cargando palés que los hombres conducirían a ochenta por hora hasta los camiones.
            Lástima que los diferentes dueños de aquellas fábricas, casi siempre ruinosas y efímeras, no alcanzaran nunca esta celeridad y tardaran todo un año, a veces toda una vida, para pagarles a las mujeres aquel sueldo miserable que se habían ganado con tanta premura y tanto sacrificio.
En la vendimia, en Francia, era cada cual responsable de su hilera, renga la llamábamos, y en ella se afanaba diligente para cortar todos los racimos de uva de cada parra, echarlos en el cubo y vaciarlos en el remolque del tractor que al fin de la jornada lo llevaría al lugar donde habría de prensarse para elaborar el vino. Volvíamos tarde a comer y con muy poco tiempo, pues muy pronto habríamos de regresar al tajo, así que mujeres y hombres hacían la comida y se la comían a todo tren, pues, pese a que por aquellos días el estrés no se había puesto de moda todavía y, por lo tanto, no lo padecía nadie, el ritmo de la vida en este trance resultaba apresurado sin duda.
            Todos los trabajos requerían un ritmo vivo para que la producción fuese la adecuada y el sueldo de los peones rentable; en ocasiones, se establecían pequeñas competiciones improvisadas entre los propios jornaleros para demostrarse a sí mismos y a los otros sus habilidades con las tijeras de podar, su destreza para descubrir las uvas, cortarlas y llenar los cubos.
El hombre de la ciudad ha contemplado siempre el campo como un terreno sereno y plácido donde la existencia transcurre en calma, pero lo cierto es que hombres y mujeres se levantaban con las primeras luces, daban de comer a los animales, iban a por agua a la fuente para el consumo, y cuando tenían la casa, los corrales y el pajar en orden, se dirigían a la huerta o a la era y a ochenta por hora faenaban durante todo el día de sol a sol, descansando lo mínimo para comer y liar un cigarro, beber agua del cántaro fresco y mirar con recelo al cielo por donde siempre venían los males. 
Además, las mujeres engendraban, parían y criaban muchos hijos, porque por aquellos días el mundo necesitaba manos, esclavos y estómagos vacíos de una forma inexplicable, y nunca descuidaban sus labores domésticas: cosían, remendaban, cocinaban, fregaban y lavaban a mano durante horas, con un crío pegado a uno de sus pechos y los otros gateando a su alrededor, devolviendo vida a la vida, a veces solas, porque el marido había muerto, pero voluntariosas siempre, decididas a sacar adelante la casa y a su prole, valerosas y casi heroicas.
            La prisa ha espoleado de un modo paradójico al hombre del campo, enfrascado en mil tareas que debía afrontar en un tiempo concreto, antes de que llegara la canícula, se metieran los fríos del invierno, cayeran las lluvias de septiembre o las nieves de febrero. El clima, las lunas, las temporadas, las plagas y todas las inclemencias amenazaban su suerte y entristecían su vigilia. Era preciso correr para recolectar la oliva antes de que los vientos de marzo la echaran al suelo, o vendimiar la uva que ya estaba madura y se pudriría si llegaban las lluvias o se la comerían los grajos, o segar y recoger los haces de trigo no fuera a caer una tormenta de verano y lo echara a perder todo.
            Cada noche el padre y la madre trazaban los planes para el día siguiente. Acarrear el agua de la fuente más cercana, arrancar las patatas de la tierra, matar el cerdo, preparar la comida para todos, descascarotar las almendras que habían traído del secano  aquel mismo día, meter los tomates en botes al baño maría para todo el año, enristrar los pimientos, secar los higos, partir las almendras, salar los jamones, labrar la tierra.
            Lo dicho, a ochenta por hora.