viernes, 16 de diciembre de 2011

VIAJAR


¿Viajar? Para viajar basta con existir.
Fernando Pessoa

Viajábamos poco o casi nada. Al menos nosotros, los de siempre, los que debíamos levantarnos temprano para dar el callo y doblar la espalda de sol a sol; los que disponíamos de lo justo para ir tirando y andábamos pendientes con frecuencia de una peonada cualquiera, de la recogida de la cosecha o de las temporadas en la huerta. Viajar era un lujo como tantas otras cosas y ni siquiera perturbaba nuestros sueños. Teníamos la tele para visitar el mundo y antes de la tele, estaba la imaginación, las leyendas de los mayores entre el miedo, la superchería y las viejas tradiciones, narradas frente al fuego con parsimonia y sin prisas. Por eso, el mundo era inmenso, ignoto, peligroso y, cuando no había más remedio que ir a Murcia al médico, se hacía cuesta arriba montar en el autobús en el Barrio Nuevo frente a la fragua del Candelo y dejarse llevar carretera adelante hasta más allá del Empalme, en dirección a un territorio extraño.
            Yo no recuerdo haber ido nunca al médico fuera de Moratalla, aunque estuve de niño en la boda de mis tíos en Valencia, donde atrapé una bronquitis contumaz que me acompañó buena parte de mi infancia y, más tarde, en la boda de una prima en Alicante, durante la cual conocí por vez primera el mar, que me decepcionó, por cierto, porque, acostumbrado al agua dulce y fresca de las pozas de La Puerta y de Somogil, aquel mejunje salobre donde flotaban grandes manchas de carburante me resultó desagradable, desde luego.
            Luego, a los doce años, inicié la aventura de la vendimia en Francia y me harté de trenes de tercera, vagones apestosos y noches interminables durmiendo poco y mal. Aquello tampoco eran viajes como Dios manda, sino modestos destierros que nos traía el otoño como un castigo sin culpa.
            Entonces no viajaba nadie, ni en verano ni en invierno, si no era por pura necesidad, por la muerte de un familiar que viviera fuera del pueblo o por otra circunstancia de este tipo.  El viaje no era un placer ni un signo de distinción ni un capricho que formara parte de nuestro ocio. Donde de verdad se estaba a gusto era en casa, cerca de la estufa de leña en invierno o al fresco en plena canícula. La existencia era sedentaria, tranquila y se gozaba de la caída lenta de una tarde frente a la sierra o de la charla insustancial de los vecinos en la calle una noche cálida de julio. Viajar era padecer, enfrentarse al albur de necesidades, contratiempos e inquietudes.
            Los tiempos han cambiado, sin duda, y hoy nadie concibe unas vacaciones sin una estancia en el extranjero, una boda sin un suntuoso viaje de novios, un final de estudios sin su excursión correspondiente o un puente sin una humilde escapada a cualquier ciudad de moda.
            Cargamos con la cámara de fotos y el vídeo, comprados por Internet en una tienda de cualquier ciudad del planeta, y una pequeña maleta con ruedas que conducimos cómodamente con una mano. Llevamos ansia de verlo todo, de pisarlo todo, pero nos pasamos los días echando fotos y tomando imágenes, y acabamos mirando el paisaje a través de un diminuto e incómodo visor.
            Pero viajamos, que es lo importante, y luego lo contamos en el trabajo, a los amigos, a la familia, a los vecinos, y para colmo les restregamos las fotos por la cara y los obligamos a la tortura de ver todo el vídeo con comentarios incluidos. Al final, nos tragamos nuestro viaje y el de los otros y no aprendemos nada, porque llevamos mucha prisa y no tenemos demasiados días y los paisajes pasan a gran velocidad delante de nuestros ojos. Ni disfrutamos tanto, porque no logramos deshacernos de las preocupaciones cotidianas y estamos pendientes del viaje que se acaba, del último día en que no tendremos más remedio que regresar.
            Las cosas han cambiado, por supuesto, y hoy quien no se mueve por Europa como pez en el agua o no conoce New York, El Cairo o las islas griegas es un don nadie. No basta con tener dinero, hay que tener ganas de ir a tantos sitios, de andar siempre en perpetuo movimiento, de huir del lugar donde vivimos y volver, de nuevo en unos días. Tenemos que estar dispuestos a perder la paz de la rutina diaria, que nos permite el goce de pequeños placeres tan intensos, como el de la lectura o la conversación y empeñarnos en llenar nuestra existencia anodina con otras imágenes y nuestros oídos con otros idiomas no mejores, sino tan solo diferentes.
            Es verdad que el mundo es grande, atractivo y nos aguarda al otro lado de la puerta de nuestra casa, pero se está tan bien aquí, en el rincón que cada cual ha elegido para llenar sus días con la sustancia ordinaria y fabulosa de la vida.

                       

domingo, 4 de diciembre de 2011

TRANSISTORES



Por la noche encendíamos aquella radio grande como un cajón, colocada sobre una repisa de madera y enchufada a la red eléctrica mediante un cable. Sentados junto a la estufa, después de cenar, mis abuelos, mis padres y yo atendíamos a las canciones dedicadas que iba radiando una voz femenina y divertida, de un evidente atractivo, que respondía al nombre de María Matilde Almendros. Su programa “España para los españoles” traspasaba las fronteras e iba hasta los territorios de la añoranza, allí donde los emigrantes intentaban cada noche un puente con su tierra de origen. En silencio e inmersos en una atmósfera mortecina (la corriente iba a 125 voltios) de los largos inviernos de Moratalla, la década de los sesenta tuvo en mi casa la banda sonora de Antonio Molina, Juanito Valderrama, Luis Lucena, Rafael Farina  o Lola Flores, entre otros. Los setenta se inauguraron con el nacimiento de mi hermana y la llegada del televisor. Seguíamos alrededor de la estufa de leña bajo la luz entristecida de una pequeña bombilla, pero la televisión trajo la fiesta y la alegría cada noche, como si anticipara el advenimiento de tantos sucesos políticos y sociales como habríamos de vivir en las siguientes dos décadas. Nada sería igual, en adelante, por muchas crisis económicas que pasáramos.
            La vieja radio se fue quedando arrumbada bajo un tapete de aguja de gancho y ya nunca más se puso. Mi abuela Rosa nos regaló un pequeño  transistor a pilas, que mi madre oía, mientras trabajaba con la máquina de coser en la habitación que yo utilizaba para dormir. La novela de las tardes y el consultorio sentimental de Elena Francis constituían ahora el nuevo entretenimiento   de las mujeres, que se dedicaban a sus tareas domésticas, pero que en  mi barrio solían salir a Las Torres con la labor para aprovechar las horas de luz y departir con las vecinas. Los nuevos aparatos pesaban poco y eran portátiles, aunque su calidad de sonido y la programación dejaban mucho que desear.
            Los tocadiscos no llegaron a entrar en el Castillo; eran caros y había que comprar discos, no se cogían emisoras y pertenecían a otro tipo de ambiente, más moderno, como de guateque o discoteca, a la que nos aficionaríamos años después. En cambio, mis amigos Carrasco y mi compañero de estudios Pedro Juan se compraron sendos radiocasetes, que alimentaban con cintas de los Boney M. y los Bee Gees y con los que todos nos solazábamos en las tardes inmensas de la primavera o en nuestras excursiones a la Puerta o a Somogil. Aquellas canciones, cuya letra no entendíamos, formaron parte de una adolescencia lenta y torpe, de la que fuimos saliendo con no pocos problemas. Bien mirado, no era como para tomarlo a risa: sin dinero, sin libertad, sin futuro, apenas nos quedaba el consuelo de nuestra compañía, las numerosas bromas sexuales, la complicidad de gañanes en ciernes y un desorden emocional que nos tenía enloquecidos.
            Escuchar música, buena música resulta en la actualidad, en cambio, tan fácil como tantas otras cosas que ni siquiera soñamos poseer entonces. Mi hijo lleva un emepecuatro colgado al cuello, donde guarda miles de melodías de su música favorita:  rock y  jazz, sobre todo; en mi casa tenemos una torre, que incorpora un tocadiscos, un reproductor de compact, radio y  una doble pletina; todos los coches salen ya del concesionario con su propio equipo de música de alta fidelidad y hasta en el móvil podemos oír la radio cuando nos apetezca. El dinero tampoco tiene la menor importancia, pues un niño de pocos años es capaz de bajarse gratis de Internet cualquier disco de moda. Disfrutar de los últimos éxitos que encabezan las listas de ventas, pese a las exigencias de la SGAE, es tan sencillo y barato que a todos nos ha cambiado en parte la vida, aunque ni siquiera nos hagan falta grandes espacios para su conservación, pues los  almacenamos en diminutos dispositivos electrónicos, donde caben misteriosamente innumerables temas musicales, que podemos transportar en el fondo de un  bolsillo y reproducir en el ordenador del trabajo, si nos viene en gana.
            El tópico de las nuevas tecnologías campa por doquier y augura, sin duda, un futuro sorprendente, donde casi todo va a ser posible, me temo.
            Hemos perdido, a cambio, aquel ambiente nocturno y campesino junto a la estufa, en la que se quemaban los troncos de olivera que mi padre había cortado por la tarde, mientras atendíamos ensimismados a los sones flamencos que flotaban en la penumbra de la cocina procedentes de la vieja y entrañable radio, una antigualla, sin duda, pero no exenta del sabor agridulce de una infancia humilde y remota, que hoy evoco cada vez que la veo, de nuevo, entre los restos de un tiempo ya extinguido, testigo cómplice de una nostalgia inútil como todo lo pasado y en desuso.



                                             
           

martes, 29 de noviembre de 2011

TIEMPO DE LÁGRIMAS


Recuerdo que por aquellos días se lloraba mucho o, al menos, yo veía y escuchaba llorar mucho. Algunas vecinas perdieron a sus hijos al nacer en algún momento, acaso porque a todos nos alumbraban nuestras madres en sus propias camas con la asistencia de una comadrona vocacional y, en algún caso, con la presencia del médico de cabecera, pero sin verdaderas condiciones higiénicas ni medios asistenciales ni avances técnicos. Aunque, bien visto, peor lo pasaban las mujeres en los cortijos de la sierra y, mal que bien, también parían.
            A lo que iba, mi madre y mis abuelas eran de lágrima fácil y ante cualquier imprevisto: una tormenta de verano, la noticia de una desgracia o una catástrofe que nos traía el televisor desde algún confín del mundo, soltaban un llanto entrecortado y tan natural en ellas como su atuendo femenino. Yo las veía acudir a los velorios y me asombraba de la facilidad con que se sumaban al llanto doméstico de la casa donde residía el finado. Para estas cosas las mujeres disponían de un sentido de la solidaridad sentimental único y verdaderamente insólito. Para ellas era fácil llorar en el momento adecuado y con la persona conveniente, pero a nosotros, los muchachos, se nos tenían prohibidas todas las manifestaciones de debilidad como un lastre de lesa feminidad que nos convertía en criaturas frágiles y de hombría sospechosa. Yo, apenas recuerdo haber llorado un par de veces en mi vida, aunque tuve razones y ganas de hacerlo unas cuantas más.
            Tengo la impresión desde la distancia de los años que la España de aquel tiempo estaba invadida por una atmósfera tragicómica, en la que las consecuencias de una guerra feroz y nuestra condición de país de charanga y pandereta se habían fundido en una sustancia híbrida y sombría, en cierto modo. Pasábamos de la risa a las lágrimas en muy corto espacio de tiempo, porque la calle y las casas seguían habitadas por pequeños dramas familiares, donde la enfermedad, la escasez, el trabajo duro y el miedo eran la semilla que sembrábamos inconscientes de que también nosotros estábamos contribuyendo al clima gris, pesado y general bajo el que todos sobrevivíamos ausentes e ignorantes de la verdadera dimensión de nuestras existencias.
            Las lágrimas, el llanto, la tristeza venían bien a una época de austeridad, donde la religión y la represión marcaban nuestros pasos, porque, de acuerdo con el viejo adagio medieval, la vida era corta e insatisfactoria, mientras que la recompensa nos aguardaba en el cielo. Es verdad que suena raro, antiguo, anacrónico  e, incluso, falso, pero aunque nos parezca mentira, las cosas estaban así aún por aquellos días, y abundaba el espíritu de la resignación, el qué le vamos a hacer y el no somos nada. Para colmo, las interminables radionovelas de las tarde ponían la guinda a la congoja  en la que parecíamos sumidos y, si no había motivos suficientes en la vida real para preocuparse y andar atribulado, tomábamos los dramas de la ficción como si fueran nuestros y tornábamos a sufrir otro tanto.
            Reconozco que odiaba sorprender a mi madre con los ojos enrojecidos y la mirada huidiza, por los rincones de la casa, apesadumbrada por cualquier motivo que o no se me alcanzaba con claridad o, simplemente, no era asunto mío.
            La muerte de los familiares era un capítulo aparte, desde luego, una causa más que válida para llorar sin pudor, sin dar explicaciones, con pleno derecho a sollozos, suspiros y demás aspavientos de duelo, aunque el pariente hubiese sobrepasado los ochenta y su enfermedad no tuviese cura. En las reducidas habitaciones de las pequeñas casas del barrio, se hacinaban durante horas mujeres vestidas de negro riguroso y sentadas en viejas sillas de anea, hablando en voz baja alrededor del féretro que solía estar destapado y con el difunto a la vista, mientras los hombres fumaban en la calle y departían sobre asuntos de mayor trascendencia, como el trabajo, las inclemencias del tiempo y algunos hechos del pasado que referían en momentos como aquellos, porque de lo que se trataba era de acompañar a los dolientes en la despedida, en el último adiós a sus seres queridos. 
            Yo era tan solo un niño, tímido y solitario, y, acaso por esto mismo, sensible a cualquier estímulo que me llegara de fuera, pero tenía la certidumbre, por aquellos días, de que el espacio que me rodeaba era más oscuro, las gentes más taciturnas y la vida, una aflicción constante. Para colmo, la televisión emitía en blanco y negro, como nuestro destino, como aquella infancia, larga y no siempre feliz, de la que fui emergiendo poco a poco, por fortuna.
            Las alegrías y el color, la música y el arte, la humanidad y la democracia, la libertad y el amor vendrían más tarde.


                                              

miércoles, 23 de noviembre de 2011

TONTO EL QUE LO LEA



Acaso porque no leíamos nada, ahora que tan de moda está afirmar que han descendido los índices de lectura, aunque en este país no ha habido nunca una época propicia para el placer de los libros, repetíamos aquella puerilidad a modo de trampa infantil, que, en el fondo, escondía una verdad como un templo, no porque solo leyeran los tontos, sino porque esa idea era la que dominaba en unos años grises de carestía, incultura y brutalidad. No cometeremos la osadía de pasar por alto el hecho singular de que la mejor novela de todos los tiempos y todos los lugares se escribió en esta tierra y en nuestra lengua, y su protagonista enloquece precisamente de tanto leer libros de caballería.
            Algo parecido me contaba mi abuela a propósito de un pariente lejano que perdió el seso mientras estudiaba leyes en Valencia, porque el esfuerzo de descifrar letras y palabras, cuyo sentido intrincado no ha sido casi nunca del interés público, puede conducirnos hasta los territorios del desvarío y de la enfermedad mental. Todavía hoy, mientras leo sentado en algún lugar público, siento las miradas de los transeúntes clavadas en mí con recelo y displicencia. Entre otros muchos lugares, los mejores ratos que pasé en la mili los invertí en la lectura, como en aquella guardia de veinticuatro horas en la que, entre garita y garita, mientras descansaba, devoré las páginas apasionantes de “El viaje al fin de la noche” del escritor francés Ferdinand Céline bajo la mirada torva y desconfiada del cabo, que terminó preguntándome por el tema de la novela. Un libro de guerra, le contesté con disimulada ironía y torné a mi embeleso.
            Ha leído siempre, no mucho desde luego, el ocioso, el señorito que adquiría el periódico los domingos e invertía la mañana en el casino con un café solitario entre la charla insustancial de los parroquianos y hojeando con mal disimulado desinterés el diario de turno. Han leído, desde hace unas décadas, los niños, si bien que tebeos y otras fruslerías, hasta transformarse en un verdadero fenómeno de difícil explicación, porque ha terminado convirtiéndose en un negocio editorial por todo lo alto junto a los inevitables libros de texto.
            Los antiguos, sin embargo, sentían desconfianza por quienes manejaban estos viejos artefactos polvorientos, como los llamó con no poco acierto el insigne Francisco Umbral, pero a la vez  experimentaban una devoción casi religiosa por cualquiera que supiera leer, que fuera capaz de defenderse en la vida, palabras textuales de mi padre y de los hombres de su generación, que habían llegado a tiempo de recibir algunas lecciones sueltas, pese a su origen humilde, de aquellos míticos maestros formados durante la República bajo el auspicio regeneracionista, que promulgaba la escuela y la despensa como las principales pretensiones de su afán por rehabilitar la conciencia y el ánimo de la patria, tan devaluado tras el desastre colonial del 98.
            Recuerdo que entre los libros que nos mandaban comprar en los primeros años de escuela estaban unas antologías de textos literarios y no literarios, que servían para perfeccionar nuestra competencia lectora. Solíamos leer en clase alto, claro y con sentido, tal y como rezaba el lema de la época, que aun hoy mi mujer y yo hemos usado con nuestros hijos, sin olvidar la comprensión y el comentario posterior sobre el contenido de la lectura. No otra cosa ha sido básicamente desde siempre la clave pedagógica de las diferentes instituciones educativas.
            Si uno sabía leer bien y entender cuanto había leído; si era capaz de entresacar las ideas más importantes, de resumir la sustancia de las palabras y ponerlo todo en práctica, de relacionar unas ideas con otras y llevar a cabo ese importante proceso de la analogía, con un mínimo de memoria, una buena dosis de raciocinio y determinadas destrezas, le era posible realizar cualquier oficio, profesión o especialidad, cuyos principios estuvieran contenidos en un libro.
            De ahí que en la Edad Media para ser médico o para desempeñar cualquier otra profesión de cierta prosapia bastaba con saber latín, porque en esta lengua estaban contenidos todos los saberes, todas las ciencias y todas las artes.
            Hemos perdido, por desgracia, ese respeto reverencial a la cultura escrita, a la palabra y al libro, en el que suelen estar, por otro lado, escritos todos los preceptos religiosos y todos los mitos, y hemos dado en esa simpleza, tan equivocada y archirepetida, de que  una imagen vale más que mil palabras. En absoluto. Uno es analfabeto únicamente si no sabe leer, mientras que si se queda ciego no le pondrán impedimento alguno para llegar a ocupar la presidencia de una de las grandes organizaciones españolas, la ONCE, sin ir más lejos, y algún otro importante medio audiovisual.
            Ahora me acuerdo de una vecina  sesentona, que en mi infancia dio en aprender a escribir y solía acercarse a mi casa para que la iniciara en el conocimiento de las primeras letras. No llegó a mucho su anhelo, pero, al menos, consiguió firmar con una rúbrica caótica e ininteligible.  Firmar ya era importante entonces, aunque uno no entendiera nada de lo que había suscrito.  



                                               Pascual García (pasgarcia62@gmail.com)

martes, 15 de noviembre de 2011

TODOS LOS NOMBRES




En Moratalla los muchachos recibíamos nuestro nombre del abuelo paterno y las muchachas de la abuela; así que de manera ordenada cada hermano y cada hermana acudía a su bautizo con un protocolo nominativo establecido de antemano, que incluía también, porque las familias solían ser numerosas, los nombres de la rama materna, de alguna tía o de algún tío de cierta relevancia y, en última instancia, del santo del día. Y punto.
            Pascual se llamaba mi abuelo y su padre y su abuelo hasta donde yo he podido investigar. Es cierto que los nombres se repetían, pero había alguno singular, que era el emblema de determinadas familias. Jesús, José y Francisco eran abundantes, pero Nicolás, Baltasar, Bartolomé, Diego, Rogelio o Mariano, para los hombres y Jesusa, Engracia, Caridad, Vicenta, Remedios o Visitación, para las mujeres constituían el rasgo distintivo de una estirpe, lo que las diferenciaba del común de otros hombres y de otras mujeres que engrosaban la masa anónima y homogénea del registro civil en cualquier localidad.
            Los años del desarrollismo, la irrupción de la televisión  y de los mass media en general, así como el imperio de la moda, como concepto cambiante y de una influencia notable en los usos y costumbres de nuestra sociedad, modificaron el gusto por los nombres y, de repente, nos despojamos de un modo violento de la tradición y del respeto a los mayores y nos rendimos ante el embrujo obsesivo de las imágenes y de las palabras que nos llegaban hasta nuestras casas cada día de territorios remotos y de culturas dispares.
            La música moderna, aquella música ye-ye de bochornosa y lamentable memoria, nos aportó algunas ideas no demasiado brillantes. De súbito, en unos pocos años, los niños y las niñas comenzaron a llevar los nombres de los cantantes, los actores, los artistas, los habituales de las revistas del corazón, incluidos los reyes y los infantes, los ases del deporte y del resto de la farándula en un intento apresurado y, seguramente, torpe por borrar a toda costa nuestro origen castizo y campesino. La admiración que despertaba cuanto apareciese en la pantalla del televisor  era comparable al entusiasmo religioso que se había vivido algunos lustros atrás. De modo que los nombres de las vírgenes y de los santos se sustituyeron por el de cualquier indocumentado que triunfara en los estudios de Prado del Rey. El protagonismo de los abuelos quedó a un lado y las familias se impregnaron de un glamour cateto, sin duda, más pendiente del colorín del papel couché y de las luces de los platós que de los orígenes y de la solera de los apellidos y de las genealogías.
               Con el paso del tiempo todo suele empeorar y hoy asistimos a un proceso babélico y desenfrenado de nombres extranjeros, de origen inglés casi siempre, esa dictadura lingüística que ni siquiera llega de Inglaterra sino del otro lado del Atlántico, y que abarrotan nuestras aulas y nuestras calles con su música, otra vez ye-ye, otra vez espuria y humillante.  
            Lo peor de todo es que la sustitución de una costumbre por otra, de un uso ancestral por un hábito de máxima actualidad no mejora en absoluto las cosas, como no son más eufónicos, más dignos o más bellos los nombres ni más inteligentes, mejor parecidas ni más virtuosas las personas que los asumen. 
            Octavio, Propercio, Catalina, Leoncio, Leocadia, Pío, Alejandra, Fe, Juana, Federico o Paca no poseen otro sentido que el de representar a unos hombres y a unas mujeres en una sociedad concreta, frente a sus familias y a sus amigos, que escuchan sus nombres con el reconocimiento de lo que nos es cercano y querido. Jenniffer, Kevin, Vanessa, Jonathan, Jacqueline, Ainhoa o Sarai, por poner alguno de los ejemplos más habituales que me encuentro en las clases del instituto y en la pantalla del televisor, no son mejores ni más bellos sus sonidos ni poseen más dignidad sus dueños, pero yo no puedo evitar, a veces,(llámenme antiguo si quieren) una sonrisa de extrañeza y confusión cuando los digo en voz alta  cada vez que paso lista por las mañanas en un curso cualquiera. Sarai Pérez López, pronuncio atribulado y recuerdo a los hermanos de mi abuela María: Antonia, Salvador, Ramona,  Lola, Pepe y Domingo, a mi hermana María Rosa, a mis sobrinos Luis Santos y Mario, a mis sobrinas. María José y Concepción Teresa, a mi mujer Francisca Fe y a mis hijos Elisa Fe y Pascual. Sólo entonces recupero el ánimo y me tranquilizo.

                                                          

miércoles, 9 de noviembre de 2011

NUNCA HABLÁBAMOS DE AMOR
Ni nuestros padres ni nuestros abuelos hablaban de amor, al menos que yo recuerde, porque el amor entonces no estaba de moda. En el barrio del Castillo las historias galantes sucedían en los televisores y en las radios, en las fotonovelas, que las chicas leían a escondidas y se pasaban las unas a las otras, en el anhelo compartido por todas ellas de encontrar un buen novio y casarse, una vez que hubieran terminado su ajuar y su padre les diera el permiso pertinente.
 Tal vez el amor perteneciera por aquel tiempo a clases sociales de mayor alcurnia o cultura, como ha sucedido siempre, las que leían libros y hablaban con palabras que nosotros no entendíamos del todo, porque eran palabras de novelas y de películas y no estaban a nuestro alcance, más cerca de la tierra, del trabajo y de la supervivencia diaria.
Si nos paramos a pensarlo, el amor, como cualquier otro sentimiento, es, antes que nada, producto de una mera formulación lingüística; es decir, aunque el sentimiento exista antes que el verbo, sólo cuando lo nombramos, adquiere carta de naturaleza. Luego, a fuerza de repetirlo, termina por diluirse y desaparecer casi.  Al  cabo, los hombres y las mujeres se han buscado desde antiguo siguiendo sus instintos animales y con el único afán de la perduración de la especie  por bandera, aunque desconocieran este mandato supremo de la vida. Persisten los seres humanos y las ratas, por poner dos ejemplos dispares, porque el deseo sexual ha conducido a los machos hasta las hembras o, a la inversa, porque las hembras han llamado a los machos con olores peculiares, colores llamativos, azares diversos  o razones ardientes y miradas de arrobo, en nuestro caso.
La literatura y la filosofía la hemos puesto nosotros más tarde, acaso para embellecer un impulso atávico, que se resuelve en un ejercicio reconfortante, sin duda, pero ejercicio, al fin. Todas las culturas han levantado en torno a esta emoción primaria mitos, credos, ceremonias y fábulas innumerables como aquellas bellísimas de Los cuentos de las mil y una noches o la del Génesis, que nos pilla más cerca y que nunca entendí del todo. ¿Qué hubiese sido de la humanidad, si Adán y Eva no comen del árbol prohibido y descubren el deseo y el pecado? Entonces, ¿por qué fueron maldecidos y condenados?
Teologías aparte, nosotros procedemos de aquellas viejas relaciones púdicas, en las que un hombre y una mujer solo paseaban cogidos del brazo, cuando salían de la iglesia, unidos en santo matrimonio. Aquella noche ya eran libres de retozar a su arbitrio sobre las castas y blancas sábanas, que la esposa había cortado y había bordado durante los años y los meses de su juventud. A pesar de todo, acaso nunca hubiesen pronunciado la palabra amor, demasiado empalagosa, de un romanticismo trasnochado y pueril o excesiva para su humilde categoría social.
Se querían, desde luego, con un aprecio discreto y recatado, con un cariño prudente, que el paso de los años se encargaría de avivar y de adormecer sucesivamente, mientras iban llegando los hijos y se acrecentaban los gozos y los disgustos, a partes iguales. El mármol de la costumbre y de los días les impediría volver la vista atrás en busca de un fuego remoto, que tal vez nunca había prendido del todo, porque apenas hablaron de ello, porque lo ignoraron, no le dieron importancia o se limitaron a escucharlo en el cine con indiferencia, como se escucha un discurso ajeno e incomprensible. Solo la ignorancia y el pudor los habían mantenido juntos y acomodados durante tanto tiempo, sin hablar de un asunto que les era, quizás, incómodo y enojoso. Un asunto que, sin embargo y de forma paradójica, diseminaba la vida por todas partes como un milagro elemental y enigmático a la vez.

  

sábado, 5 de noviembre de 2011

TRABAJAR CON LAS MANOS



Cuando yo era un muchacho de pocos años y ayudaba a mi padre y a mi abuelo en las labores de la  huerta o en el cuidado del ganado en Moratalla, trabajar con las manos era una especie de condena, tanto como ganarse el pan con el sudor de tu frente. En realidad, así lo especifica el relato bíblico y de este modo lo ha venido asumiendo durante siglos esa mayoría del ser humano que cayó, por desgracia, del lado de abajo, de la parte oscura de los desheredados, los que aprendimos a madrugar muy pronto y soportamos los rigores del calor y del frío. Las manos del labrador,  del pastor, del herrero, del albañil o del carpintero han sido curtidas desde antiguo por el roce de la materia áspera, la erosión del agua y de la tierra y las calamidades incesantes del clima.
            En el campo, durante las frías mañanas de invierno, los hombres echaban de menos el calor de una buena fogata y el descanso de un asiento cualquiera. En verano, la sombra de un olmo o de una noguera se apreciaba tanto como un regalo de la naturaleza. Coger albaricoques subidos a los árboles o recoger almendras del suelo o varear las oliveras en diciembre no resultaban meros entretenimientos y, por la noche, los hombres y las mujeres se acostaban derrengados y con fiebre.
            Trabajar con las manos era duro y los adultos solían recomendarnos que de mayores eligiéramos un destino diferente. Dedícate a otra cosa, me decían con la mejor de sus intenciones. Nosotros los mirábamos con un punto de compasión y veíamos sus muchas arrugas, la piel quemada por los soles y el cierzo, el sudor permanente empapándoles la frente y el cuello y asentíamos convencidos de que trabajar con las manos era el lugar más bajo del escalafón laboral.
            Con el paso de los años, ahora que enciendo cada día el ordenador y tecleo las palabras que formarán un texto más largo hasta constituir un artículo, un ensayo o todo un libro, recuerdo aquella vieja obsesión   por apartarnos de cualquier menester para el que fueran necesarias nuestras manos, porque implicaba un gran esfuerzo, un sacrificio continuo y una ganancia escasa.
            Y, sin embargo, sin las manos sabias y diestras de un neurocirujano que maneja con pericia inimaginable el bisturí en el complejo interior de un cerebro, las de un dentista que nos extrae una pieza sin dolor o nos recompone una muela desgastada por la caries, las de un arquitecto que diseña y erige un universo nuevo de calles, avenidas y jardines o nos levanta una casa con todas sus estancias acomodadas en el espacio disponible; incluso, las manos mágicas de un escritor a través de las cuales ha circulado el pensamiento y la poesía desde el cerebro o desde la vida hasta el papel donde traza unos signos confusos con una pluma o hasta la pantalla iluminada de un portátil en la que van apareciendo misteriosamente las palabras de una obra en marcha, no sería posible un mundo mejor, porque son las manos, al fin y al cabo, las que realizan la mayor parte de nuestras actividades, las que pergeñan un boceto en el papel o en el lienzo que algunos días después o meses más tarde serán “Las meninas”, “La familia de Carlos IV”, “La persistencia de la memoria” o “La Gran Vía”.
            Desde la época imperial el trabajo en España no ha sido ocupación de gente honrada. Los hidalgos como Alonso Quijano poseían una pequeña o mediana hacienda para ir tirando y no tener que mancharse las manos. Como en El Lazarillo preferían pasar hambre y calamidades antes que dedicar su tiempo a alguna faena que los obligara a doblar el espinazo. Hasta el siglo XX anduvimos enredados en esta moral mezquina y pobretona, cazurra y vergonzante, que llenaba los pueblos y los campos de señoritos y desocupados de mirada altanera y despreciativa, incapaces de mover un solo dedo en algún asunto de provecho, salvo en el pasatiempo de la caza o en la persecución de las mozas. Antonio Machado lo dejó escrito de forma soberbia y con toda la ironía que el asunto requiere en su “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido” tan diferentes de aquellas graves y solemnes de Manrique. Dicen que tuvo un serrallo/ este señor de Sevilla;/ que era diestro/ en manejar el caballo/ y un maestro/ en refrescar manzanilla. Tampoco este don Guido trabajó nunca con sus manos para hacer honor a la costumbre española de no mezclarse con menestrales y destripaterrones. 
Yo, al menos, no lo vi nunca en el campo.
           


                                              

martes, 25 de octubre de 2011

VIAJAR PARA CONTARLO



En septiembre nos contamos los viajes del verano. No todos, claro; la mayoría asiente o inventa o imagina tan solo. Y en estos tiempos de crisis más. Parece como si viajáramos para contarlo después, de un modo pormenorizado, con todo tipo de detalles, regodeándonos en lo trivial, destacando la falta de sustancia, pero orgullosos de haber pisado una determinada ciudad o un país concreto. Pasamos unos días o unas horas apenas en esa nueva tierra y volvemos con la inútil ambición de saberlo todo, de conocer cada secreto y de estar en posesión de la verdad que esconde y que nos ha sido revelada en tan corto espacio de tiempo.
            En verdad, el viaje dura más porque lo contamos, pues el tiempo  de la realidad es más corto que el tiempo de la ficción; de manera que lo que supuso unos pocos días o algunos minutos, en virtud de la magia de la palabra evocadora, puede convertirse en Las mil y una noches, puede ser un relato infinito, al que dediquemos toda la vida. De ahí que nuestros mayores  nos hayan relatado una y cien veces la misma historia y que cada vez haya sido diferente.
            Aunque parezca mentira, sé de gente que pasa el verano en casa leyendo los folletos de El Corte Inglés  para empaparse de las peculiaridades de otros países y de otras culturas y repetírselo de pe a pa al primer incauto que asaltan al final de agosto. Reconozco que soy alérgico a las historias de principios de curso y a los vídeos de boda. De manera que de mi casamiento queda solo  un puñado de fotos entrañables y muchos y muy buenos recuerdos, y de mis viajes, lo mismo.
            Opino que uno emprende la aventura de un trayecto más o menos largo, por tierra, mar o aire, con el propósito de conocer y vivir más. Si se limita a contemplarlo todo a través del diminuto visor de un vídeo o la estrecha pantalla de una cámara digital, desperdicia buena parte del mundo que se le ha concedido.
            Algunos podrían pensar que hoy por hoy lo que no se graba no existe y antes o después desaparece. Antes o después desaparecerá todo, incluida la tecnología punta que tanto nos abruma en estos días, pero la memoria sentimental, la experiencia sensitiva es un equipaje que nos traemos a flor de piel y que guardamos con un cariño y un respeto casi sagrados.
            Luego, cuando rememoramos esas sensaciones, somos capaces de otorgarles una identidad tan sólida que tornamos a revivir aquellos instantes con todos los sentidos. En cambio, una fotografía o una imagen en movimiento no son más que reflejos vacíos de la verdadera vida, donde tampoco es posible apresar  el momento ni la esencia originaria de lo que experimentamos, pues dejamos de atender al milagro del mundo para apretar el botón del artilugio mecánico. Luego, cuando transcurren los años y nuestros rostros ya no se parecen al recuerdo, esas muestras fantasmagóricas de lo que fuimos comienzan a darnos miedo, como si la sombra maléfica del tiempo no nos hubiese dejado nunca y aún estuviera sobre nosotros para conducirnos hasta el último día.
            En el fondo, reconozco que desgranar las imágenes y los acontecimientos más recientes que tanta felicidad nos depararon y donde estamos toda la familia es un modo de prolongar el viaje y alargar el tiempo de la ventura, pues si lo pasamos bien, no estamos dispuestos a olvidarlo de ningún modo.
            Otra cosa es que nos pongamos pesados con nuestros compañeros y nuestros amigos, que insistamos cada día de los preliminares de septiembre en la misma cantinela de todos los años, que nos extendamos más de la cuenta en nuestra humilde epopeya veraniega y en nuestro flamante material gráfico, que acabemos sustituyendo la mostrenca realidad que nos rodea por un pasado cercano y fugaz, al que ya no tenemos acceso.   
            Y luego está la mayoría, la que atiende, no sin el disimulo de algún bostezo, sin haber participado, la que se limita a desear y se conforma con los sueños. A menudo recuerdo que yo formé parte de ellos durante muchos años y advierto que seguramente la crisis me devolverá, nos devolverá a muchos, otra vez a aquella época. Ojalá me equivoque.

                                  

martes, 18 de octubre de 2011



SOLOS EN LA MADRUGADA



Volvíamos de madrugada, exhaustos y con algunas copas de más, pero éramos jóvenes y la vida se hallaba por entero delante de nosotros. Recuerdo que prefería meterme en la cama antes de que amaneciera del todo como si sólo en la noche encontrara el descanso necesario, y colocaba una botella de agua a mi vera para la sed de la resaca inevitable, el orinal debajo por si una urgencia y entraba entre las sábanas fragantes, con olor a jabón casero que mi madre solía fabricar con los restos de aceite y sosa, y era como entrar en la antesala del paraíso.
            Regresábamos de la fiesta, de la farra nocturna y traíamos la música dentro de la cabeza embotada, el pecho cubierto de humo y la garganta en carne viva. Aún me fumaba el último ducados camino de la Plaza de la Iglesia, mientras pintaba el alba en el cielo y no había otro mañana que aquel mismo día recién iniciado, de calles húmedas con macetas y geranios y algún perro vagabundo.
            No era todavía nadie y, sin embargo, era el único hombre en la tierra, el elegido, o así me sentía yo caminando por la Calle Mayor de vuelta a casa. La fatiga y el sueño acumulado me otorgaban la sensación de una irrealidad fantasmagórica. De un modo casi intuitivo enfilaba el callejón de la Iglesia y subía hasta el Patio Campanario, aunque, alguna vez, recalábamos en el mirador de la Plaza y contemplábamos la huerta  en dirección al río y comentábamos algún extremo de la noche, las anécdotas que repetiríamos el resto de la semana.
            Éramos jóvenes, sin duda y la vida estaba delante de nosotros intacta aún, aunque más temprano que tarde debíamos escoger un camino, una opción, un futuro; entretanto, consumíamos nuestras horas de asueto de la manera liviana que nos correspondía a nuestros pocos años y a nuestras luces justas, las precisas para no meternos en líos mayores, para evitar el riesgo de los callejones sin salida, para volver siempre a casa y empezar el nuevo día.
            Unos cubatas, algunas cañas, la música atronadora, aquella música disco que pasaría de moda como pasarán todas las cosas que gustan a la mayoría, porque son meros artículos de  consumo rápido, el tabaco y las conversaciones en voz alta, las muchachas que tanto nos atraían y a las que no decíamos nada, porque éramos tímidos y jóvenes y Ya conocéis mi torpe aliño indumentario, escribió el poeta sevillano.
            Regresábamos despacio, paladeando todavía las mieses de la noche o abjurando de nuestra mala suerte, pero seguíamos vivos y la primera brisa de la mañana nos entraba en el cuerpo como un aviso de lo que nos depararía el destino. Éramos, desde luego, optimistas, y felices a pesar de todo, aunque al día siguiente nos levantaran nuestros padres para  ir a la huerta y muy pronto llegara el tiempo de la vendimia o la recolección de la oliva o tantas faenas que nunca escaseaban, pues nos unía un mismo origen humilde y agrícola, una infancia compartida y precaria y el barrio del Castillo y los juegos de la calle.
            No podré olvidar, mientras viva, aquellas madrugadas de vuelta a casa, sin dinero, cansado de vivir la noche casi en vano junto a los amigos, mareado de luces y de sueño, en el borde casi del desaliento, en ese instante mágico en que la luz y el aire parecen detenidos para siempre y uno no sabe bien del todo si vendrá la mañana, si acudirá el sol radiante y exhumará las cosas de su letargo nocturno, y avanza por las callejas empedradas junto a los tres o cuatro amigos de siempre, desorientados, tambaleantes, cariacontecidos, porque se va la noche y se acaba la juerga y es todo tan fugaz  que da miedo pensarlo.
            No somos nada en esos últimos minutos, pero a nadie debemos rendir cuentas tampoco, porque la fiesta es territorio franco y a todos nos pertenece. Cada cual enfilará su propia dirección e irá quedándose en el camino. Los últimos, mi amigo Diego y yo, subiremos extenuados hasta la Calle Curato. El tramo hasta el Castillo lo hago solo, mientras me engolfo en el recuerdo de mi casa próxima, de mi dormitorio y de la cama que me está aguardando. Mañana será otro día, sin duda, me digo.


                                                 

martes, 11 de octubre de 2011


VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS



Ahora que el trabajo escasea y la sombra maléfica de una crisis persistente se cierne sobre todos nosotros, recuerdo con gusto y añoranza que se cumplen veinticinco años exactos desde aquel memorable 1986 en que comencé a trabajar como profesor, con las oposiciones recién aprobadas, en un instituto de Lorca, de feliz memoria. Hasta aquella fecha septiembre era el mes en que nos preparábamos toda la familia para iniciar la aventura de la vendimia en Francia, una vez que habíamos recogido, secado y vendido la poca almendra que daban unos pocos centenares de árboles en la tierra de secano que mi padre compró y arrebató al monte con más ilusión que fortuna.
            La madrugada que salí de mi casa para incorporarme, al fin, a mi flamante plaza, recuerdo que me acompañaba mi madre, emocionada y orgullosa, sin duda, y que durante el breve trayecto por las calles recónditas y en penumbra del Castillo hasta el coche que me llevaría a Lorca fuimos bromeando, como solíamos, acerca de la coincidencia de fechas con la campaña de la vendimia en Francia de años anteriores. En realidad, no hacía tanto que justo por aquellos días nos afanábamos con el equipaje, pesado y prolijo, que lo mismo incluía un chubasquero para las inclemencias del clima que un estupendo jamón, un botiquín de primeras urgencias o tabaco, que arrastraríamos hasta tierras gabachas para cumplir con la temporada anual de la vendimia, como emigrantes de segunda, cargados como mozos de cuerda, humillados por un destino aciago y un presente irritante y engorroso.
            Verdaderamente las cosas habían cambiado de un modo radical y mi madre, cogida de mi brazo y radiante, rememoraba aquella época conmigo y paladeaba golosa e inteligente la nueva situación. Yo sostenía  una maleta ligera y ella me ayudaba con una bolsa liviana. Me esperaba un amigo con su coche para hacer el viaje juntos. La noche tibia de septiembre parecía darnos la bienvenida a un tiempo venturoso y diferente. Mi madre era consciente en aquel momento de que todos y cada uno de sus sacrificios, sus privaciones y sus renuncias la habían conducido hasta aquella madrugada, mientras acompañaba a su hijo, ya profesor, y bromeaba con él acerca de otra época y otras desventuras y se dejaba inundar por el entusiasmo de la satisfacción merecida.
            Aunque lo cuento hoy, un cuarto de siglo más tarde, también yo entonces, mientras descendía por la calle Castillo hasta el Cañico, tan ufano como ella y tan aliviado de antiguos sufrimientos, albergaba la certidumbre de que alguna vez escribiría acerca  de ese día  afortunado en que mi vida daba un giro absoluto y comenzaba una andadura distinta. Se trataba, desde luego, de un instante crucial, y yo sabía que a partir de entonces nada sería lo mismo, que me alejaba de mi casa y de mi barrio, agarrado a mi madre, tal vez para siempre, como si me fuera también de mi infancia y del pasado, de los juegos en las calles, de los primeros amigos y los primeros amores, del torpe temblor de la adolescencia, del trabajo, de las noches de verano sentados bajo la tenue luz de una pera miserable, mientras los hombres y las mujeres charlaban animados  y ululaban las lechuzas en la oscuridad de las techumbres.
            No era nostalgia con exactitud lo que experimentaba con las primeras luces del amanecer calle abajo, sino más bien un júbilo contenido, una urgencia de  novedades afluyendo a mi ánimo como un torrente de euforia, un encuentro casi atropellado de sensaciones que alteraban mi espíritu y que me siguieron, como lo hizo mi madre, hasta la casa del amigo que me aguardaba para el viaje a Lorca, y que no se extinguieron hasta algunos años más tarde o, quizás, ahora que rememoro la escena y el sentimiento, no cesaron nunca, pues he tenido presente cada día mi origen, mi educación y la orografía escarpada de aquel paisaje primigenio, los rostros de los amigos y el olor de mi madre abrazándome en el último minuto, dichosa y plena, hasta que la vi perderse a mi espalda, en la distancia, desde la ventana del coche que me transportaba al futuro de una existencia incierta y excitante, desde la que ahora doy fin a estas palabras sin olvidarme de los que aún hoy emprenden el camino del exilio, obligados por la penosa situación económica, con la esperanza de hallar una oportunidad para sobrevivir.
            Yo también fui uno de ellos. Tampoco lo he olvidado.



                                              

martes, 4 de octubre de 2011

TURISMO DOMÉSTICO


Ahora que la crisis nos acosa, tal vez volvamos a las viejas maneras de disfrutar de nuestros días de asueto. Al fin y al cabo, lo de las vacaciones es un invento, que en España surgió en los años sesenta con el desarrollismo y  la llegada masiva de los primeros turistas extranjeros en busca de un clima de lujo y de un consumo barato, de la ingenuidad de un pueblo semisalvaje y de los beneficios de una tierra casi virgen. Antes, solo unas pocas familias bien y adineradas pasaban el verano en el norte, tomando el fresco del Cantábrico y ajenas a las inclemencias del sol mediterráneo y de sus muchos perjuicios.
            A principios de julio ya aguardábamos los lugareños la llegada habitual de los familiares, que no habían tenido más remedio, algunos años atrás, que emigrar a Cataluña, a Valencia o a Alicante para ganarse el pan con el sudor de su frente. Los que se quedaron también habían sudado lo suyo, pero no habían adquirido las nuevas formas ciudadanas, ni se les había pegado  el acento de los respectivos terruños, ni gozaban aún de ciertos beneficios que no había en el pueblo.
            Ahora bien, como el pan, el agua, el aire y el jamón de la aldea no iban a encontrarlos en ninguna otra parte. Y a un precio inmejorable. En realidad, estábamos muy contentos de que viniera la familia a casa de la abuela y pudiéramos juntarnos los primos  para bañarnos en el río y contarnos nuestras cosas.
            Aquel era un turismo de familia, un turismo doméstico, donde lo sentimental importaba más que lo meramente económico. El gasto era mínimo, pues en la casa de los padres o, más adelante, cuando estos ya habían faltado, en la de la hermana, nadie pagaba nada por principio. El campo y el pueblo es hospitalario y generoso y la familia constituye un núcleo sagrado por definición.
            Nos reencontrábamos los primos y compartíamos el tiempo y los juegos, nos reconocíamos como parte del clan; comíamos en la mesa de todos y hablábamos en voz alta, con la alegría de las celebraciones. Para nosotros, que habíamos pasado el año en la rutina murria del pueblo, aquellos días resultaban una fiesta en toda regla, y para ellos, que no habían dejado nunca de añorar su lugar de origen y habían trasladado el mal de la nostalgia a sus vástagos, todo a su alrededor parecía en el mismo sitio y era, a la vez, nuevo; traían sus propios relatos de la urbe, pero venían con hambre de familia y de hechos pasados; de manera que las sobremesas y las trasnochadas transcurrían entre los ecos de leyendas conocidas y de historias familiares, mientras el mes de agosto iba languideciendo bajo un sol inclemente de pueblo duro, acostumbrado a todas las penurias.
            De todos, los únicos que de verdad estaban de vacaciones eran ellos, pues que tenían un trabajo fijo en la ciudad que habitaban, mientras que nosotros vivíamos a salto de mata y muy pronto, nos afanaríamos con las labores de la almendra y, enseguida, prepararíamos las maletas (aquellos monumentales equipajes) para marcharnos a Francia a vendimiar.
              A los muchachos y las muchachas de Moratalla nos gustaba escucharlos, pues traían la música cantarina de los lugares donde se pronunciaba mejor la lengua común (aunque años más tarde descubriera que esto no era del todo cierto) y las formas desenvueltas y refinadas de otros ámbitos, que nosotros, sumergidos en la paz pueblerina de nuestras existencia, imaginábamos fascinantes, populosos y de una riqueza evidente.
            En alguna medida, durante esas semanas del estío moratallero, compartíamos con ellos lo mejor del año, la ventura del tiempo libre, los juegos hasta altas horas de la noche; y ellos, en un piadoso simulacro de turismo, gozaban de un viaje a la nostalgia, de un mes de vacaciones pagadas y del orgullo de pasear un triunfo no siempre obvio ante sus parientes y sus amigos. Aquellos días eran, en el fondo, una visita prolongada a la familia del pueblo, una estancia doméstica, una excursión sentimental, y con emoción pareja los vivíamos nosotros, que se nos hacía largo el año, la primavera, infinita, hasta esos últimos días de junio, en que se anunciaba la fecha exacta de la buena nueva. Solíamos salir a esperar el autobús al Barrio Nuevo, junto a la fragua del Candelo con la actitud casi solemne de quien espera a un personaje.
            Era todo alborozo desde el segundo en que tomaba la curva, enfilaba la calle e iba acercándose hasta donde nosotros aguardábamos el instante de identificarlos, al fin, sentados en el interior, verlos bajar del coche y abrazarlos y besarlos como un último gesto de la bienvenida absoluta. Imagino que ellos no vendrían menos alterados y que el largo y fatigoso camino tendría su justa recompensa en el momento crucial de la llegada.
            Nosotros solicitábamos expectantes e inquietos noticias de lugares extraños y exóticos que tan bien conocían, y ellos ya estaban de vacaciones, en el lugar donde habían nacido, con los suyos, como si hubiesen vuelto al primer día y el tiempo no hubiera pasado.
                   

                                                          

martes, 27 de septiembre de 2011

VERBENAS


No hay verano sin verbena, ni verbena sin canción del verano, sin las viejas y entrañables melodías de los setenta, sin paquitoelchocolatero o mujer o reloj no marques las horas. Son parte del protocolo festero y pertenecen a nuestra memoria sentimental, como los amigos que se fueron para siempre o las novias que nos plantaron sin motivo alguno o las fotografías en blanco y negro o aquel veranoazul con el que todavía soñamos.
            También se fueron las fiestas de Santa Ana a finales de julio, y con ellas una entrañable miniatura del Santo Cristo, su mejor epígono, sin duda. Suena la diana floreada y nos despierta con un sobresalto conocido y bullicioso. Salimos a la calle porque sí, porque es fiesta y a mediodía habrá misa y a su término, desfile de huertanas y huertanos por la Calle de Abajo hacia la plaza de la Santa que se conmemora, en el corazón de ese dédalo morisco de callejones y callejuelas tan cerca de la huerta y que hemos dado en llamar Los Bancales, mientras repican las campanas y estallan los cohetes con el alborozo propio de la celebración y del júbilo.
            Asistimos a la cucaña antes de comer y a las carreras de cintas con bicicletas o motos por la tarde y nos tomamos un chambi en La Glorieta. Se engalanan las calles con banderolas, macetas y cerámica del lugar, y los vecinos sacan a la puerta de sus casas la vida misma en un alarde de  tipismo folclórico y popular, en la forma de rincones que compiten entre ellos a lo largo del recorrido. Se escuchan los sones de la banda municipal y paseamos con estrecheces entre el gentío que lo ocupa todo. La  fiesta es, desde luego, muchedumbre y encuentro, ocasión de saludar a quienes perdimos de vista y nos topamos de repente a la vuelta de cualquier esquina, porque todos son bienvenidos en el calor de la amistad y del verano.
            Sudamos por la tarde en la suelta de las vaquillas, que nos traen los olores montaraces de un origen limpio y campesino. Hablamos en voz alta, casi gritamos, nos convertimos por un par de días en un pueblo vociferante y soberbio, como cualquier pueblo, pues en la fiesta sube nuestra vanidad y somos más que nunca, ayudados por la adrenalina, el alcohol y la euforia.
            En algún instante del atardecer se apagan los murmullos y la luz, volvemos a casa, nos aseamos, nos vestimos con lo más lucido de nuestras galas y regresamos al paseo de las calles recoletas y concurridas. Esa noche hay verbena, toca un grupo sin nombre y sin fama las canciones de toda la vida. Tímidos, invitamos a una chica a bailar y nos rechaza, pero más tarde o más temprano nos movemos con alguna otra al ritmo lento y meloso de un bolero, que el vocalista de la banda canta sin gracia y sin voz, como si estuviese leyendo con torpeza una letra extraña.
            Hay cuerva en las peñas, con su vino a granel, su melocotón y su azúcar y algo indefinido que nadie identifica, pero que va amodorrándote poco a poco sobre el hombro de la muchacha a la que ya has pisado un par de veces y a la que terminarás por romperle sus flamantes sandalias recién estrenadas.
            Para que nosotros nos divirtamos y la velada acabe siendo inolvidable, incluida una promesa de cita para la semana que viene con la joven a la que le hemos martirizado los pies durante algunas horas, unos pocos músicos y un cantante han estado currando duro, repitiendo hasta la saciedad un repertorio que conocen de sobra, que todos hemos escuchado cada fiesta de cada año en cada una de las verbenas y que no pasará, me temo, a la Historia de la Música. Pero esto es así. Con el Concierto nº 4 en mi bemol mayor de Wolfran Amadeus Mozart no habríamos tenido verbena ni por asomo, ni hubiésemos bailado toda la noche, ligeramente chispados y profundamente dichosos, ni tendríamos algo que recordar hoy.
            Se llamaban Los Mixtos y ahora los evoco con ternura y agradecimiento, porque, aunque no hubiesen podido aficionarme a la buena música con su ejemplo, lo pasé muy bien en su compañía, en aquellas largas y emocionantes noches de verbena, de adolescencia y tonteo en la Plaza de Santa Ana.


                                                          


miércoles, 21 de septiembre de 2011

DOLOR DE LA TIERRA


Como los escritores del 98 y los intelectuales regeneracionistas de principios del siglo pasado y, antes, autores tan emblemáticos como Quevedo o Larra, entre otros, a mí también me duele mi patria y, por eso mismo, albergo el derecho de señalar algunos de sus males y de sus vicios, del mismo modo que no tenemos empacho en amonestar a los que queremos  y conducirlos, si nos dejan, por el buen camino.
            Todo esto lo digo en referencia a la pésima situación económica por la que está pasando Moratalla, consecuencia evidente, en parte, de una crisis nacional de origen planetario, cuyo término no acabamos de ver claro. En conciencia, me es muy difícil seguir escribiendo en ese tono elegíaco con que suelo volver al pasado de la tierra y de mi infancia y llevar a cabo un ejercicio de la nostalgia, casi siempre dulce y melancólico, o desbarrar, incluso, acerca de asuntos baladíes, con los que pretendo descargar la tensión y refrescar el ambiente, teniendo presente cada día el estado penoso en el que se halla mi pueblo.
            Reconozco que ha llegado el momento de declarar mi indignación y mi dolor por ese constante desangramiento al que he asistido, desde la media distancia, pero con una enorme preocupación. No es plato de buen gusto comprobar que tu lugar de origen aparece casi todos los días en la prensa regional e, incluso, en la internacional, como ejemplo de quiebra y ruina económica con respecto a la gestión administrativa del Ayuntamiento.
            No voy a entrar en debates de índole partidista, aunque conozco algunas buenas razones que justifican todo este desaguisado, porque tengo amigos y familia que me mantienen al día y me dan cumplida información sobre los errores, los desaciertos y los despilfarros de unos y de otros desde hace algunos años, por desgracia.
            Yo reconozco que no es fácil tirar palante en tiempos tan oscuros como los que estamos viviendo, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que no resolveremos nada con trifulcas, acusaciones e insultos. Atengámonos a la ley, a los procedimientos comunes en estos casos, a la investigación de las cuentas, a las auditorías, si es necesario, y dejémonos de zarandajas, porque la imagen que reflejamos en el exterior es indigna.
            Este no es un problema exclusivo de Moratalla, desde luego, y va siendo hora de pensar que en estos últimos años no nos salían las cuentas, porque no se puede gastar más de lo que se tiene, sin inversiones ni ahorro, y pretender que no explote el invento alguna vez. Multipliquemos este error por miles de municipios y un buen puñado de comunidades autónomas, añadámosle la amenaza constante de la recesión económica, llegada del otro lado del charco y de los Pirineos y el estallido final hace unos años y entenderemos la espesa sombra que nos cubre.
            Yo no tengo la solución ni conozco a los culpables, pero no queda más remedio que serenarnos y llegar a alguna clase de pacto y entendimiento. Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes ya desmoronados, escribía, también con dolor de la España que estaba dejando de ser esplendorosa, en el siglo XVII don Francisco de Quevedo y Villegas. No es, por supuesto, el caso de Moratalla, cuyo pasado no ha sido nunca floreciente, pero lo peor de todo lo que nos pasa ahora es que tiene una divulgación exagerada y afecta al ánimo y al bolsillo de tantos amigos, familiares y vecinos, que han dejado de percibir sus nóminas o de cobrar sus facturas o sufrirán la subida inminente de los impuestos, mientras se paralizan las obras públicas y va deteriorándose el paisaje urbano y entramos en una profunda depresión, que no es otra cosa, en ocasiones, que un regodeo enfermizo en el fracaso y un determinismo fatalista, quizás heredado de muchos años de humillación y pobreza.
            Resulta incómodo dar consejos desde lejos, aunque el mal nos afecte a todos, estemos donde estemos. Tal vez haya llegado el momento de olvidar que nunca nos entendimos del todo, que venimos aborreciendo la cultura desde hace siglos, que no somos emprendedores, porque nos duele el alma cada vez que debemos levantarnos para acometer una nueva empresa, que no cuidamos de la cosa pública (res publica, escribían los clásicos) pues lo común parece que no nos perteneciera, y afrontar, acaso, nuestra condición de supervivientes a ultranza. Hemos capeado peores temporales y atravesado territorios más aciagos y hemos subsistido pese a todo.
            No me cabe la menor duda de que también saldremos de esta.
                                             

sábado, 17 de septiembre de 2011

NOSTALGIA DEL INVIERNO


Según transcurría el verano e iba mediando el mes de agosto, los que habíamos preferido siempre el frío y la lluvia y disfrutábamos de la nieve como de un regalo del cielo, empezábamos  a sentir nostalgia de la última estación del año; aunque supongo que uno siempre echa de menos lo que no tiene, porque ya ha pasado  o porque vendrá más tarde.
            Sé que muy pocos compartirán conmigo esta experiencia, pues tradicionalmente ha sido el sur y el llamado buen tiempo los paradigmas edénicos por antonomasia, los territorios míticos, donde cualquiera hubiese decidido perderse en un momento dado, y, si me apuran, casi toda una filosofía de vida. No en vano, la mayor parte de las grandes religiones y de las culturas fundamentales proceden de ese espacio, así como el origen de la vida y del hombre.
            En cambio, yo suelo reivindicar el norte, la magia de sus sombras, su clima húmedo y su temperatura extremada y con él, la estación que mejor lo representa. Quizás por esto, paso la mitad del verano acordándome de diciembre y de sus primeros frentes fríos, de las gloriosas nieves de enero y de febrero, de las mañanas gélidas hasta finales de marzo y de la luz huidiza, las noches inmensas y las tardes fugaces, que la proximidad de la primavera nos va hurtando de un modo descarado.
            Reconozco que albergo cierta superstición con respecto al estío, que me  sobrecogen sus madrugadas aromáticas y sus atardeceres eternos, las noches breves pero intensas y el olor de la tierra calcinada por el sol. No tengo más remedio que decirlo de una manera diáfana y rotunda: hace años que he aceptado morir durante uno de estos días de arena y de fuego. No hay razón alguna para estar seguro, pero así lo vengo presintiendo, y la sola idea basta para estremecerme.
            Es posible que nunca me haya defendido bien de los agobios del calor, de las noches en blanco y los días empapado, de las faenas más fatigosas durante este tiempo, pues al esfuerzo físico se le unía el desgaste de líquidos y la merma psicológica, esa evidente condena bíblica a la que nos vemos sometidos durante buena parte de la jornada. Se me dirá que el aire acondicionado y los baños ocasionales hacen más soportable estos rigores, pero me resulta intolerable, a veces, pasar frío, un frío  paradójico y metálico en el mes de julio, por ejemplo, y la populosa algarabía de las playas infestadas de individuos molestos, desagradables y maleducados.
            Combatir el helor de los atardeceres, conforme va anunciándose la noche en el horizonte y arrecia la tormenta de nieve o el aguacero intempestivo, es otra cosa y obedece a una liturgia más antigua, tan antigua como el hombre y sus primeros terrores, tan entrañable como su instinto de supervivencia. De manera que nos recogemos en torno a la familia y al hogar y encontramos, de este modo, un sentimiento de protección que viene de muy lejos en el viaje de la especie a través de los siglos y nos hallamos a nosotros mismos en el corazón de la tribu.
            Tal vez por esto, hay días que rememoro con cierta ternura y de una forma extraña el encendido de la estufa de leña en mi casa a finales de octubre o, más atrás en el tiempo, la lumbre que mi abuelo prendía en la cocina de Moratalla, solazándose con ese calor grato que nos reanima de pronto, mientras en la calle silba un viento oscuro y tenaz  y gélido. Siento en esos instantes que los meses del verano solo han sido un paréntesis forzoso en el pálpito regular de mi existencia y que más pronto que tarde todo volverá a su cauce. Cerraremos las ventanas al cierzo y nos taparemos tan ricamente, nos mojaremos los zapatos en los charcos imprevistos de las calles mal pavimentadas y regresarán de una manera mágica las imágenes del origen, de aquellos primeros años en que las cosas eran precarias y vivíamos con lo justo y estábamos más cerca de la tierra, porque hacía muy poco que habíamos salido del cortijo, donde las eventualidades eran numerosas y el frío traía su peligro de fiera invernal, pues un nevazo podía costarnos la vida.
            La familia, la mistad y los vecinos constituían, entonces, un núcleo solidario e indispensable para sortear con éxito la fiereza cimarrona de los inviernos. Quizás los hombres y las mujeres estuvieran más cerca los unos de los otros, frente al fuego de la chimenea, relatando en voz baja leyendas repetidas de origen mágico o sucesos cercanos y sorprendentes. En realidad, ahí se hallaba la fuente inagotable de todos los cuentos, la aureola poética de las palabras pronunciadas con un fervor extraordinario.
            Todos los veranos descubro que echo en falta aquel tiempo, que mi nostalgia del invierno es la del hombre que ha extraviado su infancia y, a cambio, le quedan tan solo un puñado de historias para contar.



                                               

martes, 6 de septiembre de 2011

TORMENTA DE VERANO




Asistimos, un tanto impresionados, al espectáculo sobrenatural de la noche, rota de súbito por los relámpagos de una tormenta de verano. Sentados en la terraza, presenciamos recelosos una de esas brillantes ejecuciones de la naturaleza desatada, barrocas y excesivas, pero inapelables en cualquier caso.  Tan pequeños en la oscuridad profunda, iluminada de tarde en tarde por un desgarro del cielo, tan altos frente a la disputa mitológica de seres que no parecen querer nada con nosotros, que resuelven sus asuntos en su propio campo, a fuego y con soberbios zambombazos de resonancias épicas, ni siquiera nos planteamos la razón de tanta turbamulta.
            Tiembla el firmamento, pero no llueve, quizás porque llovería sobre mojado (tan cerca está el mar que podemos extender nuestras manos y sumergirlas en su agua salobre y eterna), y todo habría sido inútil, una mera fanfarronada de gigantes y malandrines enfurecidos en el tapiz negro del principio de la madrugada, disueltos en el humo de la humedad, capaces solo de amedrentar a los turistas de tierra adentro, a los advenedizos que nunca estuvieron a solas con la furia de lo que resulta invencible, porque viene de un tiempo y de un lugar tan viejos como  el origen del universo.
            Es, al cabo, una ceremonia de la luz desatada, de la amenaza poderosa con que el verano conjuga el mar, el sol y los vientos y nos da un toque de atención, una suerte de colleja climatológica para advertirnos, tal vez, de que todo no será así para siempre: treinta grados a la sombra, la brisa húmeda acunándonos en cada siesta y el mar perpetuo llevándonos tan lejos como nos conceda nuestra paciencia, porque somos por un par de meses hijos del agua y de la arena, seres harapientos sin patria echados bajo las palmeras, criaturas convertidas al culto de la piel y animales libérrimos, desatendidos de normas morales y demás zarandajas.
            No, los relámpagos del cielo vuelven a ponernos en nuestro sitio, nos hurtan en ocasiones la luz eléctrica y, en la oscuridad y maldiciendo, buscamos las velas antiguas, las encendemos con precaución y regresamos al rito ancestral del fuego y de la caverna, torpes, lentos y, por qué no decirlo, también asustados; pues que nos privan de nuestros privilegios de hombres sin recursos y nos fastidian la noche.
            En ese trance me suelo acordar de las tormentas de verano en Moratalla, cuando mi abuela no dudaba en acostarse, porque entre las sábanas se hallaba más segura, mi abuelo y mi padre vigilaban las goteras de la cámara y mi madre se proveía de cerillas y velas, por si se iba la luz. A veces, era de noche y mirábamos el televisor junto a la estufa encendida. De repente nos quedábamos a oscuras, y me daba la impresión de haber vuelto a los tiempos de mis antepasados, sin otro entretenimiento que las conversaciones a media voz en la cocina, resignados a la magia de las tecnologías, que tampoco eran infalibles precisamente, apurando los minutos de la noche y a la espera de que regresara la luz y con ella, el fluir del tiempo y de la vida.
            Ni entonces ni ahora las tenemos todas con nosotros, porque hemos sustituido el azar de la naturaleza, tal vez cruel e inexorable, por el azar de intrincadas razones que tampoco conocemos, que nos son tan extrañas como el nacimiento de la vida, porque, quizás, no nos han dejado otro conocimiento sobre la modernidad que nuestra voluntad de oprimir un botón a ciegas y sin la consciencia plena de lo que, en el fondo, estamos realizando.
            Ya ni siquiera nos importa la sinfonía sincopada de los truenos en el oscuro infinito bajo el que se adivina el mar, del mismo modo que en aquellas noches de mi infancia, asomado a la ventana de la cocina, imaginaba la Sierra del Buitre y el pueblo sumergido en la penumbra, pero queremos que vuelva la luz porque nos hemos quedado con el partido de la tele a medias.