domingo, 4 de diciembre de 2011

TRANSISTORES



Por la noche encendíamos aquella radio grande como un cajón, colocada sobre una repisa de madera y enchufada a la red eléctrica mediante un cable. Sentados junto a la estufa, después de cenar, mis abuelos, mis padres y yo atendíamos a las canciones dedicadas que iba radiando una voz femenina y divertida, de un evidente atractivo, que respondía al nombre de María Matilde Almendros. Su programa “España para los españoles” traspasaba las fronteras e iba hasta los territorios de la añoranza, allí donde los emigrantes intentaban cada noche un puente con su tierra de origen. En silencio e inmersos en una atmósfera mortecina (la corriente iba a 125 voltios) de los largos inviernos de Moratalla, la década de los sesenta tuvo en mi casa la banda sonora de Antonio Molina, Juanito Valderrama, Luis Lucena, Rafael Farina  o Lola Flores, entre otros. Los setenta se inauguraron con el nacimiento de mi hermana y la llegada del televisor. Seguíamos alrededor de la estufa de leña bajo la luz entristecida de una pequeña bombilla, pero la televisión trajo la fiesta y la alegría cada noche, como si anticipara el advenimiento de tantos sucesos políticos y sociales como habríamos de vivir en las siguientes dos décadas. Nada sería igual, en adelante, por muchas crisis económicas que pasáramos.
            La vieja radio se fue quedando arrumbada bajo un tapete de aguja de gancho y ya nunca más se puso. Mi abuela Rosa nos regaló un pequeño  transistor a pilas, que mi madre oía, mientras trabajaba con la máquina de coser en la habitación que yo utilizaba para dormir. La novela de las tardes y el consultorio sentimental de Elena Francis constituían ahora el nuevo entretenimiento   de las mujeres, que se dedicaban a sus tareas domésticas, pero que en  mi barrio solían salir a Las Torres con la labor para aprovechar las horas de luz y departir con las vecinas. Los nuevos aparatos pesaban poco y eran portátiles, aunque su calidad de sonido y la programación dejaban mucho que desear.
            Los tocadiscos no llegaron a entrar en el Castillo; eran caros y había que comprar discos, no se cogían emisoras y pertenecían a otro tipo de ambiente, más moderno, como de guateque o discoteca, a la que nos aficionaríamos años después. En cambio, mis amigos Carrasco y mi compañero de estudios Pedro Juan se compraron sendos radiocasetes, que alimentaban con cintas de los Boney M. y los Bee Gees y con los que todos nos solazábamos en las tardes inmensas de la primavera o en nuestras excursiones a la Puerta o a Somogil. Aquellas canciones, cuya letra no entendíamos, formaron parte de una adolescencia lenta y torpe, de la que fuimos saliendo con no pocos problemas. Bien mirado, no era como para tomarlo a risa: sin dinero, sin libertad, sin futuro, apenas nos quedaba el consuelo de nuestra compañía, las numerosas bromas sexuales, la complicidad de gañanes en ciernes y un desorden emocional que nos tenía enloquecidos.
            Escuchar música, buena música resulta en la actualidad, en cambio, tan fácil como tantas otras cosas que ni siquiera soñamos poseer entonces. Mi hijo lleva un emepecuatro colgado al cuello, donde guarda miles de melodías de su música favorita:  rock y  jazz, sobre todo; en mi casa tenemos una torre, que incorpora un tocadiscos, un reproductor de compact, radio y  una doble pletina; todos los coches salen ya del concesionario con su propio equipo de música de alta fidelidad y hasta en el móvil podemos oír la radio cuando nos apetezca. El dinero tampoco tiene la menor importancia, pues un niño de pocos años es capaz de bajarse gratis de Internet cualquier disco de moda. Disfrutar de los últimos éxitos que encabezan las listas de ventas, pese a las exigencias de la SGAE, es tan sencillo y barato que a todos nos ha cambiado en parte la vida, aunque ni siquiera nos hagan falta grandes espacios para su conservación, pues los  almacenamos en diminutos dispositivos electrónicos, donde caben misteriosamente innumerables temas musicales, que podemos transportar en el fondo de un  bolsillo y reproducir en el ordenador del trabajo, si nos viene en gana.
            El tópico de las nuevas tecnologías campa por doquier y augura, sin duda, un futuro sorprendente, donde casi todo va a ser posible, me temo.
            Hemos perdido, a cambio, aquel ambiente nocturno y campesino junto a la estufa, en la que se quemaban los troncos de olivera que mi padre había cortado por la tarde, mientras atendíamos ensimismados a los sones flamencos que flotaban en la penumbra de la cocina procedentes de la vieja y entrañable radio, una antigualla, sin duda, pero no exenta del sabor agridulce de una infancia humilde y remota, que hoy evoco cada vez que la veo, de nuevo, entre los restos de un tiempo ya extinguido, testigo cómplice de una nostalgia inútil como todo lo pasado y en desuso.



                                             
           

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