martes, 28 de mayo de 2013

IR AL MÉDICO


Nunca me gustó ir al médico: tal vez porque de muy pequeño pasé una bronquitis contumaz, y por aquellos días esto solo se curaba con un sinfín de inyecciones de penicilina, dolorosas como ellas solas, que me dejaban, además, medio cojo por unos días. En cambio, respeto la profesión a la par de la mía y considero que son ambas los pilares de una sociedad moderna y civilizada. Eso no quita para que no me traigan, a veces, buenos recuerdos. Tiene uno la sensación cuando  acude a una consulta por un dolor inconcreto o una molestia sospechosa que el oráculo que se sienta al otro lado de la mesa te va a vaticinar el final de todo. Ya está, piensa uno, mirará las pruebas, me auscultará y pronunciará la terrible sentencia: le queda a usted un mes escaso de vida.
            Tal vez exagere, pero llevo a mis espaldas un par de sentencias parecidas y sé lo que me digo. Luego, en ocasiones, hay suerte y no todo es tan dramático; amanece un día y otro, ve uno a sus hijos creciendo a su lado, a tu esposa siempre atenta a tus deseos, y la vida se renueva implacable, ajena a nuestros temores y aprensiones.
            De niño era mi madre quien se ocupaba de todos los pormenores de las medicinas y la que me llevaba al médico cuando hacía falta. Todavía recuerdo el rostro severo y competente de don Lucas, y luego en casa, ella me organizaba las tomas, las dosis y los horarios. Tal vez sea por eso por lo que me cuesta tanto ir solo al galeno. Las raras ocasiones en que no ha podido venir mi compañera, las prolijas y detalladas instrucciones acerca de las diversas medicinas me han resultado tan farragosas como incomprensibles.
            La diabólica combinación de los horarios, las cantidades, los antes o después de las comidas y los modos de administrar las sustancias han terminado por marearme y al final de la disertación del especialista he tenido que preguntarle de nuevo o pedirle por favor que me lo apuntara en un papel. Cómo voy a retener que debo tomar una pastilla cada ocho horas, después de las comidas, ponerme un supositorio por la mañana en ayunas y otro por la noche después de cenar, tomar una cucharada de jarabe al acostarme en días alternos y una cápsula verde cada dos días antes del desayuno, y alguna otra cosa que ya no recuerdo. Claro que esta extensa y minuciosa explicación se complica en los casos en los que no soy yo el único paciente, sino que vienen mis hijos conmigo, cada uno de una edad y de un peso distinto, por lo que las cantidades también difieren, y la confusión aumenta.
            Debo confesar, antes de seguir, que yo no puedo ir solo en estos casos, porque no me entero de todas las instrucciones y me pongo nervioso; de manera que cuando viene mi esposa, que por fortuna es casi siempre, la cosa cambia. Miro al profesional enfrascado en su disertación sobre las causas, los diagnósticos posibles, las contraindicaciones y las diversas normas de la terapia, y miro a mi mujer de reojo, con admiración absoluta, relajado del todo porque no tengo que memorizar ni una sola palabra, porque me puedo distraer como un crío con los diplomas y los cuadros colgados en la pared de la consulta, con las palabras especiales que articula el doctor, mientras ella va procesándolo todo, al modo de una máquina inteligente y, cuando salgamos a la calle, compartirá conmigo sus seguridades y sus dudas, y yo le diré que sí, que estoy de acuerdo con ella, que la medicación ha sido la correcta y los plazos y las cantidades, las adecuadas, y es en ese momento cuando le pregunto si lo ha cogido, si se acuerda de cada detalle, si ha estado atenta a la explicación y lo ha entendido todo. Ella sonríe con una mueca de ironía que puedo identificar y me dice que por supuesto,  y que lo apuntará en un papel cuando lleguemos a casa.  En ese instante, descanso de esa tensión continua de mi incertidumbre casi patológica.
            Si no pudiera contar con ella para ir al médico, debería agenciarme un magnetofón, pedirle permiso al profesional de turno y grabar la consulta en su totalidad. A lo mejor con el tiempo, a la salida de los centros sanitarios, nos entregan un disco para que no olvidemos cada detalle, al menos a unos pocos, los que padecemos la extraña enfermedad de una desmemoria selectiva y caprichosa.
           

                                               

miércoles, 1 de mayo de 2013


EQUIPAJES


Hacer las maletas para irse de viaje es tarea ardua, que las mujeres (perdón por el desafortunado prurito machista)  suelen convertir en un suplicio largo, tedioso, inacabable. Igual da que nos vayamos tres meses de vacaciones que un fin de semana, porque no se trata de cuánto nos llevaremos con nosotros, sino del esmero, la paciencia, el cuidado, las idas y venidas, las vueltas y revueltas, el inagotable tesón con que ellas abordan cada minucia, rellenan cada hueco practicable de la valija o de la bolsa, quitan alguna camisa y añaden un par de pantalones o una falda, apartan el neceser y en su lugar colocan una bolsa con calcetines y, cuando ya nos parece que la cosa está hecha y terminada, entonces, obedeciendo acaso a alguna llamada ancestral de su sexo o de la diosa Lilit, a alguna inspiración inexplicable, tornan a sacarlo todo y rehacen el equipaje sin reparos, melindres o pereza, pues el tiempo no es importante. Nunca hemos salido a las nueve de la mañana, ni siquiera a las diez, y esta vez no va a ser distinto. Tampoco llegaremos a las dos, vayamos donde vayamos, y también a esta circunstancia me he ido habituando con el paso de los años.
            Hubo otra época y otros equipajes, de naturaleza más tosca, pues debían llegar indemnes a tierras lejanas y debían contener más cosas para sobrevivir, comida, calzado, medicinas, chubasqueros, ropa variada, aquellas inolvidables almendras fritas y habas duras tostadas con sal, que mi madre preparaba a modo de aperitivo y con los que, acompañados de unos vasos de vino, pasábamos las trasnochadas del otoño reciente en el sur francés, agarrados a la nostalgia de nuestro origen de emigrantes como náufragos asidos al único madero del océano a la vista.
Mi madre empezaba días antes con el protocolo y la lista de lo que no debía faltar en un viaje así, mientras mi padre desempolvaba las viejas maletas y buscaba grandes y fuertes cajas de cartón, que reforzaba con sogas de esparto. Yo asistía a un frenesí repentino, a una actividad inusual en la casa, que incluía compras y papeleos de última hora, nervios y alguna discusión inevitable y que no presagiaba, desde luego, un destino feliz (ahora lo sé, que puedo comparar entre viajes de muy diversa naturaleza) pero que yo vivía con inquietud y una punta de zozobra, en parte, porque no tenía elección y, en parte, porque me enfrentaba a la incertidumbre de mis fuerzas como jornalero adolescente, de mis aptitudes físicas en el campo de batalla de las vides gabachas, junto con otros nobles mercenarios de la tijera y del cubo.
Pero de lo que yo quiero hablar hoy es de hacer equipajes, de llenar maletas y bolsas para desplazarnos durante unos días o unas semanas a algún otro lugar. Reconozco que en mi casa toda esa labor la lleva a cabo mi esposa, incluso añadiría que con gusto, pese a que casi siempre terminamos enojados, porque nunca he soportado esperar, porque no puedo creer que hagan falta tantas cosas, porque me da la impresión de que todo se puede hacer con mayor celeridad y de que llegaremos una vez más tarde, como hemos hecho desde siempre. Luego, uno lo comenta por ahí con los amigos o los compañeros, y todos coinciden en la misma cantinela, todos protestan por idénticos motivos.
Les cuento el caso, porque viene a cuento, de aquellos dos compañeros de la mili, a los que observaba sorprendido cada noche de domingo, de vuelta del fin de semana de rebaje, mientras colocaban, es un decir,  sus pertenencias de un modo singular en sus respectivas taquillas. Uno abría la bolsa y el armario, vaciaba su contenido en el suelo e iba dándole puntapiés al montón de camisas, pantalones y prendas íntimas hasta que lo metía todo dentro, como se introduce el esférico en una portería de fútbol; el otro, sacaba concienzudamente cada prenda, la iba desplegando y plegando, de nuevo con mimo, la disponía sobre su litera y, por fin, sin prisa alguna, la situaba en su lugar dentro de la taquilla, tranquilo y en silencio, como un duende de la oscuridad, pues que, a esas alturas de la noche ya habían tocado a silencio, habían apagado las luces y él seguía afanado en su equipaje, perfeccionista, casi obsesivo, enfermo del orden, inasequible a cualquier otro estímulo. En la litera de al lado dormía yo y cada domingo fui testigo de esta ceremonia casi inconcebible del  perfecto hacedor y deshacedor de maletas y del otro espectáculo, el de la perversión, el caos, la violencia y la anarquía. Todavía hoy no estoy seguro del todo de cuál de ellos me entusiasmaba o me ponía más  de los nervios; de lo que no me cabe la menor duda es que mi mujer no hubiese soportado a ninguno.