miércoles, 31 de agosto de 2011

TEJADOS Y AZOTEAS



Resultaba imprescindible para iniciar una nueva vida y fundar una familia en condiciones, como solía decirse entonces, con la natural prosapia de esa manida retórica franquista que tanto daño ha causado a la buena prosa castellana, un techo para cubrirse de las inclemencias del tiempo y ponerse a salvo de las ventiscas de nieve y de agua o en las jornadas ardientes del verano. Sin un tejado seguro uno no era nadie; pues una casa quedaba reducida en aquella época a una buena techumbre, algo con lo que protegerse del mal exterior, de las terribles  contingencias de la calle, de la animadversión del cielo y de los hombres.
            Las casas de aquellos días, no importaba si del pueblo o del campo, coronaban su construcción con el clásico recubrimiento de  tejas, sólidas e impermeables tejas de la tierra, que con tanto arte y destreza se siguen fabricando en Valentín, con la materia terrenal con la que se ha hecho siempre lo más sólido del mundo, desde las pirámides de Egipto a las flamantes catedrales europeas.
            Con la modernidad llegó la teja vana, que aislaba mucho menos del frío y del calor, pero que tal vez cundía más a la hora de colocarla o quedaba más actual o, al menos, diferente a las construcciones tradicionales de toda la vida. Al cabo, los seres humanos no inventamos nada del todo definitivo, sino que vamos y venimos de una idea a otra, dando bandazos y quedándonos en cada momento con lo que creemos haber descubierto de un modo fortuito.
            Aspectos de rentabilidad económica forzaron en un momento determinado el uso de infames uralitas de todos los colores y texturas, que convertían la estancia en un verdadero horno crematorio o en un frigorífico, según la estación del año, y el espectáculo del pueblo y del campo en un vulgar mosaico. Después de esta lacra de la construcción ya no hubo tregua para el mal gusto, el crimen de lesa arquitectura o la conservación de las antiguas casas de Moratalla, porque no hubo manera de poner coto a los desmanes que entre todos se fueron cometiendo hasta lograr un desaguisado absoluto por el que deberíamos ser condenados a pagar una multa considerable, no solo el que uno es capaz de contemplar si toma la carretera del campo en dirección a Nerpio, sino también y sobre todo, si decide pasear junto a unos amigos por la calle con más solera de Moratalla, la que parte del Ayuntamiento y desemboca en la Plaza de la Iglesia.
            Cuando me vine a Murcia, entre otras muchas cosas, descubrí que apenas reparaba en el cielo y que no había tejados. Había perdido la perspectiva de la Sierra del Cerezo desde Las Torres y del Buitre desde la puerta del castillo, la fabulosa panorámica de la huerta desde la balconada de la Plaza de la Iglesia y otros muchos paisajes que me elevaban de la tierra. Los edificios se remataban con azoteas o terrazas, donde subíamos a tender la ropa y desde donde se columbraba un espeso bosque de antenas, cables y un cielo plomizo, sin misterio. No había sierras ni otro horizonte que el de los sucesivos bloques de pisos, más o menos altos, rectangulares y homogéneos, unánimes como los cisnes de Rubén Darío, aunque bastante más feos y menos armónicos.
            Echaba uno en falta el color ocre, el verdín y la frescura de aquellas tejas de la infancia que conducían el agua  con gracia morisca hasta los pequeños torrentes en dirección a la calle, como canaleras que nos trajeran el agua del cielo directamente, o soportaban con paciencia de siglos la nieve repetida de todos los inviernos; y yo, desde la pequeña ventana de la cocina, donde mi madre fregaba los platos, barría el suelo o preparaba la comida, observaba embelesado el tejado de la casa de enfrente, a un par de metros apenas, cubierto  con la nevada de la noche o desbordado por los ríos innumerables de un chaparrón repentino. Era feliz, mientras escrutaba a lo lejos la blancura del monte o le preguntaba a mi madre si abrirían la escuela aquel día  pero, si era fin de semana, todas las horas me pertenecían  y las tejas de la casa vecina iban a ser la excusa perfecta para llenar la imaginación del muchacho solitario y retraído que gobernaba como un emperador omnímodo su propio universo íntimo.
            En Murcia, en cambio, había ruido y luces por la noche, calles de mayor envergadura, edificios más altos, librerías bien provistas y grandes centros comerciales. Había ascensores, gente con prisa por las aceras, infinidad de ventanas, pero no vi tejas por ningún lado, aquellas tejas pardas y frescas de la tierra, que yo miraba durante mis primeros años con arrobo los días de nieve desde mi casa como si vislumbrara un espacio insólito donde cualquier aventura sería posible y que no he podido olvidar nunca.



                                  
SOFISTICADAS CHULETAS


Confieso que nunca hice chuletas por dos razones: porque hubiese sido incapaz de sacarlas en un examen y porque, al fin y al cabo, me di cuenta muy pronto de que se trataba de meros resúmenes que, una vez confeccionados, ya habían cumplido sobradamente con su función primigenia de fijar en la mente los conceptos y la estructura de los temas. Eran útiles, por tanto, mientras se realizaban, pero después entrañaban un riesgo excesivo que no merecía la pena correr.
            La versión actualizada e interactiva de aquello es el powerpoint. Yo los llamo, reconozco que no sin cierta sorna, calcomanías sofisticadas, porque, en el fondo no dejan de ser unas cuantas imágenes exhibidas en una pantalla, que pretenden suplantar el poder evocador, conceptual y seductor de la palabra, cuando no son, simple y llanamente, más que un índice descarado de los puntos que el orador o el ponente va a tratar a lo largo de su disertación.
            Ya no encuentra uno una conferencia, una clase magistral, la lectura de una tesis o una humilde comunicación en un congreso que no vaya acompañada de un portátil y de un cañón proyector tras los que suele ir parapetado el especialista en la materia. Parece como si de esta manera la ceremonia del saber adquiriera un aire moderno, tecnológico e inapelable, pues lo que procede de estas nuevas máquinas no queda nunca en entredicho y quien las maneja se transforma en una suerte de mago de la nueva superstición telemática, aunque, más tarde, comprobemos todos los allí reunidos que las imágenes proyectadas, los esquemas propuestos y las ideas desarrolladas resultan tan baladíes como sorprendentes y que el conferenciante se ha dedicado en la práctica a leer   todos y cada uno de los puntos, epígrafes y apartados que los asistentes leíamos y comprendíamos sin ningún problema en la pantalla.
            Uno ha asistido ya a tantos cursos de muy variadas materias, se ha aburrido tanto en la vida y ha soportado a tanto pelmazo leyendo de manera defectuosa sus folios ante un auditorio resignado y deseoso de que la tortura terminara lo antes posible que debería estar curado de espanto, pero me sigue inquietando la seguridad, la frialdad, el aparente rigor y, por qué no decirlo, la desvergüenza con la que  algunos doctos nos asaltan en las aulas de cultura, los auditorios y los salones de actos  con sus sofisticadas chuletas de última generación, cuyo contenido casi siguen al pie de la letra o utilizan de excusa y pretexto para llenar su tiempo de una supuesta sabiduría compartida.
            He oído protestar a algunos alumnos porque en sus libros de lectura no había estampas, imágenes o fotografías. Daba la impresión de que les costaba trabajo concebir la lectura de un texto donde solo hubiera palabras. Reconozco que leer es un ejercicio intelectual de primer orden, porque consiste en traducir unos signos abstractos en evocaciones concretas y de un modo rápido, mecánico y casi inapreciable. Cuando uno lee bien, en ocasiones va realizando a la vez una segunda lectura algunos renglones adelante, como previendo lo que vendrá más tarde. Leer es, en suma, un acto de pensamiento y de reflexión de una profundidad y de una riqueza que ni siquiera la realidad consigue superar a veces. Tal vez leamos por esto mismo, porque buscamos en los libros lo que ni siquiera la vida y el mundo son capaces de ofrecernos.
            Nunca comulgué con ese tópico archirrepetido que insiste en la idea de que una imagen vale más que mil palabras. Es posible que algún cuadro de Velázquez o de Goya tenga un precio tan alto, pero nuestro devenir cotidiano es bastante más barato, pobre, monótono y uniforme. Un paisaje o el rostro de una mujer hermosa poseen un valor único, pero con palabras es posible crear miles de rostros y de paisajes, todos diferentes y estimables. He aquí el misterio de la literatura que otras artes no alcanzan en la misma medida, porque tienen una trascendencia significativa limitada y pese a su belleza, no constituyen un lenguaje con entidad propia, sino que se agotan en sí mismas. Una catedral gótica, el David de Miguel Ángel  o una sonata de Mozart nos procuran un espléndido goce, nos transportan por unos minutos a otros espacios y a otros tiempos, pero la magia dura mientras los contemplamos o los escuchamos. La montaña mágica de Thomas Mann, por poner sólo un ejemplo, se erige como un universo casi insondable, que podríamos estar leyendo durante años y cuyos múltiples sentidos no abarcaríamos. En cada época, incluso, en cada siglo adquirirían, además, nuevas interpretaciones, como ha sucedido con el Quijote y con tantas otras obras.
            Mi defensa de la lengua es obvia y yo no soy una autoridad para llevarla a cabo, porque esto ya lo han hechos intelectuales y filósofos de más alto nivel. A mí lo que me molesta es que para cualquier charla de medio pelo, sean necesarios tantos cachivaches y tantas zarandajas, como si de repente hubiésemos regresado a la infancia y necesitáramos el entretenimiento pueril de aquellas viejas ilustraciones de nuestros primeros cuentos.
            Si la conferencia es buena, el conferenciante ameno, inteligente y con dominio del idioma, sobran películas. Para esto último no hay nada como la butaca de un buen cine o el cálido salón de nuestra casa.