jueves, 16 de agosto de 2012


DON GERMÁN



Cuando yo lo conocí ya era un venerable, aunque todavía enérgico, maestro de escuela de los de toda la vida,  de los que no solo enseñaban mucho sino que además sabían hacerlo muy bien, aunque no esgrimieran modernas teorías psicopedagógicas ni técnicas de estudio novedosas ni tuvieran acceso a las nuevas tecnologías. Ahora bien, don Germán era un maestro diferente, con un carisma particular ganado a pulso en sus muchos años de profesión y en su trato con los hombres y las mujeres de Moratalla, casi una institución en un nivel semejante a don Pedro Zapatero, al que ya me he referido en algún otro artículo, pues ambos, además, compartían no solo una amistad entrañable y una aureola evidente de sabios humanistas, sino también un pasado de sacrificio político, de trabajo y negación para el primero y de silencio y abnegación para el segundo. Representaban, pues, desde esta perspectiva, las dos opciones de resistencia en la España de la posguerra: la represalia y la negación.
Durante los tres últimos cursos de aquella legendaria E.G.B. tuve la suerte de que me impartiera la asignatura de francés, tan importante, por otro lado, para un muchacho emigrante que se iba a la vendimia francesa cada año con su familia. Don Germán nos introdujo, en efecto, en los misterios del nuevo idioma, en su difícil pronunciación, mediante las audiciones de canciones, la lectura en voz alta, la traducción de textos y la gramática en general y una infinidad de ejercicios que poco a poco iban iluminando el túnel penumbroso del conocimiento de la nueva lengua.
Don Germán era un maestro con autoridad, que jamás le levantó la mano a un alumno suyo, a pesar de que su carácter era adusto y sobrio, como correspondía a la época que vivíamos y a los años y las vicisitudes por las que había pasado, pero que no necesitaba decir las cosas dos veces. Su voz se oía clara, rotunda y firme, a pesar de su breve estatura, y todos nos sentíamos aludidos cuando reconvenía a la clase o pedía silencio para dar una de sus explicaciones.  Y, sobre todo, era un profesional concienzudo, laborioso, infatigable y dedicado por entero a su magisterio, que igual atendía a los arcanos de la gramática española que iniciaba de un modo valeroso el aprendizaje de una lengua extranjera en un medio rural donde aquella asignatura constituía todo un lujo; hoy que se promueve desde los poderes públicos la implantación de las enseñanzas bilingües en todos los colegios e institutos, no siempre se hace con la calidad y con la ilusión con que don Germán lo hizo hace cuarenta años en un pueblo olvidado de la provincia de Murcia a sabiendas de que estaba diseminando  un beneficio de futuro que a muchos nos sería altamente práctico.
Recuerdo que al cabo de ese primer curso de francés, con doce años, fui a la vendimia con mis padres por primera vez y pude pedir en la tienda del pueblo una docena de huevos, de complicada pronunciación para los españoles que chapurreaban  la lengua gabacha. Mi padre atendió con asombro la escena, recogió los huevos y los pagó, y en el viaje de vuelta fue contándonos, todavía admirado, las ocasiones en que habían tenido que representar el canto y los gestos de una gallina para poder adquirir aquel mismo producto. De modo que ese año y los siguientes me convertí en el intérprete de mis compañeros de faena, escribí y leí cartas de los patrones franceses, pregunté el horario de los trenes en las estaciones y departí con mediana destreza con jóvenes y viejos en su propia lengua.
Pero don Germán representó mucho más que todo esto; para mí fue la formalidad, la honradez, el ejemplo de un hombre serio y afable, al que sus alumnos hemos tenido siempre como modelo de maestro y de persona. Él fue quien le dijo a mi padre, a finales de esa etapa a la que me he referido, que valía la pena animarme para que siguiera estudiando y que debía matricularme en Caravaca, en el primer año de BUP, donde hallé profesores que me descubrieron nuevos espacios del conocimiento, profesionales de talento, sin duda, y luego en Murcia, en la Facultad, seguí encontrándome con hombres y mujeres de gran valía, pero ni uno de ellos se parecía ni de lejos al maestro de maestros, a don Germán, que tal vez no había salido nunca del pueblo y que todo lo había aprendido en los libros, pero que nos había enseñado a todos, a mí en particular, algunas lecciones imprescindibles que ya no olvidaríamos.
Tengo el privilegio de merecer el respeto y el cariño de su esposa, doña Julia, que me honra con su admiración por mis libros y por mis escasos éxitos literarios y profesionales. A ella, a la que mi mujer y yo nos gusta mucho ver en mis presentaciones de libros y en mis conferencias en Moratalla, quiero dedicar con un abrazo este justo homenaje al hombre que la acompañó durante toda su vida.