miércoles, 13 de abril de 2011

NADA ES PARA SIEMPRE



El televisor que mi padre compró a los pocos días de nacer mi hermana, cuando yo contaba apenas nueve años, presidió la cocina de mi casa durante casi dos décadas hasta que me fui a la mili, acabada ya la carrera y con las oposiciones aprobadas, a los veinticinco. Era en blanco y negro y lo había construido artesanalmente el Talavera, como se estilaba entonces. Fue el inicio de la era de los electrodomésticos y quienes los adquirían albergaban la convicción, más tarde se demostraría falsa, de que sería para toda la vida, como hasta aquel momento habían sido tantas cosas, el matrimonio entre ellas, y otras de menor consistencia. Luego llegó el frigorífico y refrescó los interminables días del verano e hizo más segura la conservación de ciertos alimentos, que hasta aquella época se habían mantenido en pequeños armarios con celosías a los que llamaban fresqueras. De pronto las casas de Moratalla y las de mi barrio se llenaron de cachivaches y artefactos que hasta aquel instante nadie había necesitado del todo. Batidoras, tostadoras, yogurteras, secadores, lavavajillas, cafeteras, cuchillos eléctricos, planchas y hornos, pero también transistores, radiocasetes, tocadiscos y otros utensilios de lujo que las mujeres exhibían en sus casas con el orgullo de quien ya posee todo lo necesario para vivir.
Mi madre, en cambio, estuvo lavando a mano la ropa sucia que le traía todos los viernes de Murcia durante muchos años. Luego tuvo una lavadora rudimentaria, pero hasta aquí llegaron todos los avances tecnológicos de la casa donde nací, que, por supuesto, duraron lo indecible.
Cuando mi mujer yo compramos nuestra casa y nos dispusimos a amueblarla, tuvimos el gusto de elegir electrodomésticos de primera clase, no sólo por la calidad de los componentes sino también por su limpieza ecológica. En nuestra inocencia, creímos ciegamente que por espacio de muchos años no tendríamos que preocuparnos por el flamante frigorífico, por la espléndida lavadora ni por la estupenda secadora. Apenas han transcurrido tres lustros de aquello y ya hemos cambiado el frigorífico, de clase A, en dos ocasiones, con las pertinentes reparaciones de por medio; es muy probable que vayamos por la tercera lavadora y en cuanto a la secadora, mi mujer ya no quiere ni siquiera hablar de ella, pues su disgusto al respecto es  monumental.
Sabemos que nada es para siempre y menos que nada, los objetos que fabricaron manos humanas, tan falibles, y que pasaron por el control de máquinas, líneas de fabricación industrial, dudosas supervisiones de calidad. Uno sospecha que el mercado es un enorme monstruo que engulle lo que fabrica y no duda en pedir más de un modo continuo y acelerado. En realidad, difícilmente llegaría a buen puerto este frágil sistema económico si cada uno de nosotros dedicara todo su empeño y su inteligencia en hacer bien su trabajo con la seguridad de que el producto resultante debe perdurar un tiempo razonable. Es evidente que se venderían menos relojes, no se cambiaría casi de coche y no acudiríamos cada temporada a los grandes almacenes en busca de ropa nueva.
En aquella época un hombre del campo usaba un solo traje a lo largo de toda su existencia, el que había vestido el día de su boda y con el que lo enterrarían junto con los mismos zapatos. Tampoco una mujer malgastaba en vano los caudales del hogar, y menos aún en mercancías triviales o de lujo. Cada cierto tiempo se confeccionaba una falda, a ser posible oscura, y una camisa discreta o una blusa clara para el verano. Los retales estaban a buen precio en los puestos del mercado y los zapatos, sin tacones, no andaban demasiado lejos tampoco. Los muchachos carecíamos de esa disparatada y dispendiosa oferta infantil con la que hoy nos martirizan a los padres. Entonces, un niño podía ir de cualquier forma, siempre que fuese limpio. La sombra oscura y alargada del corte inglés no constituía aún amenaza alguna.
Mi abuelo me enseñaba su reloj con leontina de alpaca que llevaba cruzado en el abdomen y metido en uno de los bolsillos del chaleco y me contaba una historia acerca de su origen que ya he dejado escrita en alguna de estas crónicas. Cuando yo muera, será para ti, me recordaba por centésima vez, mientras esgrimía el artilugio con la seguridad de que nunca dejaría de marcar las horas, si alguien tenía la precaución y el gusto de seguir dándole cuerda. Y eso es lo que hago yo muy a menudo, en la soledad de mi escritorio, mientras rememoro aquellos días y voy anotando en mi cuaderno pequeños pormenores de una edad tan entrañable y decisiva como la infancia con los que escribo estos fragmentos de mi propia vida.  


                                              

sábado, 9 de abril de 2011




UN PLACER DE DIOSES



En su viaje inevitable y necesario hacia la civilización el ser humano ha ido despojándose progresivamente de sus viejas costumbres naturales, incompatibles muchas veces con los avances sanitarios, la convivencia y las buenas maneras.
            Sin embargo, a los hombres del campo nos ha gustado siempre realizar nuestras cosas al aire libre, mientras contemplábamos un horizonte de pinos o al borde de un barranco sembrado de romeros y de aliagas, en las alturas de un espacio idílico y salvaje a un tiempo. Entrar en un urinario público, en una ciudad anónima, por donde tanta gente ha pasado antes, con olores a letrina, azulejos blancos y el piso húmedo de agua y de lejía no constituye una operación agradable ni se parece en nada a la experiencia inigualable de apoyarse en el tronco de una encina o de un chopo y orinar con los ojos entrecerrados frente a un cielo claro, sintiendo la brisa de la mañana en el rostro todavía adormecido y escuchando los sonidos armónicos de la sierra, el tránsito del agua en el lecho del río y algún cencerro lejano como el reclamo de un dios mitológico.
            Nuestras intimidades no se hacen igual en todos los sitios, porque nos condiciona el entorno de un modo irremediable, como nos acompaña una música suave en nuestras horas de trabajo o en los instantes de la lectura de un libro.
Hay quien es tan pudoroso y tiene tantos escrúpulos, o dengues, que es incapaz de bajarse los pantalones en cualquier aseo y sentarse en la taza de un váter extraño o perderse entre la maleza del monte y en cuclillas realizar sus deposiciones sin preocuparse por visitantes extraños, interrupciones indeseadas o imaginarios contagios. Y hay quien tiene facilidad para desahogarse en cualquier sitio, vaya donde vaya, sin ayuda de laxantes, lavativas u otros auxilios, sin preparativos innecesarios, sin preámbulos ni otros protocolos que el apremio de una necesidad fisiológica imperiosa.
            Reconozco que no soy demasiado melindroso, porque nací y me crié en el Castillo y pasé bastantes horas en el campo y en la huerta. Hoy parecerá increíble, pero he ido a lugares de Francia a la vendimia, donde ni siquiera había cuarto de baño, salvo la extensa viña que tan ocupados nos tenía cada  jornada.
            En mis viajes, no demasiado frecuentes,  disfruto, no obstante, como cualquiera,  de los pulquérrimos cuartos de baño que algunos hoteles exhiben en sus habitaciones como se muestra el tesoro oculto de un palacio, pero en esos minutos tan personales echo de menos el horizonte quebrado de la sierra, el olor de la tierra húmeda y de la vegetación, la libertad  de un paisaje tosco y hermoso, que he hallado casi siempre en Moratalla.
            Será porque, en el fondo, en esos momentos de imprescindible recogimiento regresamos al origen animal del que alguna vez, en una época remota, nos fuimos  desprendiendo como se emerge de una ciénaga turbia y llena de ovas. Pero el instinto nos conduce de nuevo a aquel espontáneo albedrío, en el que gozamos de placeres elementales, campando a nuestras anchas por la vasta naturaleza, con la desenvoltura de quien recorre las estancias vacías de su propia casa, primarios y felices de descubrir e inaugurar el mundo, libres de pecado, absueltos y fundidos con el tiempo y el espacio que nos pertenece, como nos pertenece todo lo que  nos rodea.
            Cumplir con nuestros menesteres diarios de criaturas darvinianas, cuyos antepasados pudieron tal vez codearse con especímenes semejantes a los simios, apegados a la tierra y a su terrible servidumbre hasta el día elegido en que  nos fuimos irguiendo poco a poco, milenio a milenio, le fuimos dando sentido y utilidad a nuestras manos de dedos retráctiles, a nuestro milagroso pulgar y al enigma casi divino de una inteligencia que no había parado de arder nunca y que nos llevaría muy lejos y muy rápido, aunque el destino no fuera siempre satisfactorio ni deseable, sigue siendo hoy, millones de años más tarde, una función corporal obligada y, sobre todo en algunos casos, cuando nos sentimos devueltos al numen mineral que nos cobijó en el inicio, muy cerca de las plantas y de los árboles que nos protegieron, nos dieron calor y frutos para sobrevivir, un verdadero placer de dioses.
           


                                   Pascual García (garciapascual@hotmail.com)
PENDENCIAS DE MUJERES




Nací en un barrio humilde, como dicen los que no saben lo que es eso, aunque yo siempre he preferido usar la palabra pobre, porque refleja de un modo más fiel el estado social y económico de aquellas calles altas y empinadas que acababan junto a una fortaleza de origen medieval y muy cerca del cielo. Era un espacio de trabajadores del campo, temporeros, braceros y hombres sin un empleo y sueldo fijos, cuyas mujeres no sólo se ocupaban de llevar la casa y cuidar a los hijos, sino que además ayudaban a la familia con sus jornales durante las temporadas en las escasas fábricas de conservas que ha habido en Moratalla. Los muchachos asistíamos a la escuela durante el curso, aunque muchos dejaban de ir a una edad temprana para acompañar a sus padres en el trabajo o para buscarse uno propio en la serradoras que empezaban a proliferar por aquellos días.  
            Era un barrio de calles empedradas, cuyas casas apenas disponían de las comodidades y los avances tecnológicos, que estaban apareciendo en otras partes. Además, casi todas necesitaban de un corral para el ganado, la burra o unas pocas gallinas que nos aprovisionaban de huevos. El deterioro de las fachadas   era patente y era preciso arreglar los tejados cada otoño, porque en la  época de lluvias solía haber goteras en las cámaras y en los pisos superiores.
            La vida sucedía en la calle buena parte del día y, en verano, también por la noche, en las largas trasnochadas bajo la bombilla mortecina que pretendía iluminar el patio diminuto que había frente a mi casa. Los hombres hablaban fuerte y, en ocasiones, de manera brusca, pero eran las mujeres las que más a menudo se enfrascaban en discusiones monumentales que casi siempre terminaban en grescas de alta intensidad, peleas en toda regla, con los brazos en jarras, el moño alto y la determinación de ofenderse recíprocamente, como auténticas verduleras, en el calentón de la algazara, mientras salían a relucir los trapos sucios de la una y de la otra, y los gritos subían calle Castellar arriba o bajaban por la cuesta de La Torres o circulaban por la Calle Curato hasta el Patio del Belenes.
            No les faltaba temperamento a las mujeres del Castillo y no se dejaban amilanar por palabras gruesas, insultos varios o amenazas físicas, mientras los maridos callaban e intentaban no intervenir en aquellas reyertas espontáneas y repentinas en las que sus esposas soltaban la bilis acumulada durante semanas y meses, el rencor viejo y podrido de la vecindad forzosa, el resentimiento espeso por la que dejaba sin barrer la calle, echaba el agua sucia en la puerta, retiraba el saludo a conveniencia o cuchicheaba con otras vecinas de un modo sospechoso.
            Luego, volvía la paz al barrio, aunque durante meses dejaban de hablarse las interfectas y mostraban la una por la otra la más absoluta indiferencia cuando se encontraban en la calle o en la tienda de la María del Ginés.
            Únicamente mi madre fue la excepción de aquella regla. Nunca levantó la voz contra nadie ni blasfemó ni hizo aspaviento alguno. No era mujer de condición grosera, sino todo lo contrario, elegante y discreta, y le gustaba estar siempre en su sitio. Sin embargo, en mi primer día de párvulos, fui acusado a la salida de la escuela de haber sustraído el lápiz de un compañero que, además, vivía muy cerca de mi casa. Mi madre no se arredró. Abrió mi cartera y vació todo su contenido delante de la otra madre para que comprobara el objeto del hurto, pero allí sólo aparecieron mis cosas: un cuaderno, una cartilla de lectura, una goma, un sacapuntas y un lápiz. Todo de mi posesión. La otra calló, torció el morro y se fue sin disculparse. A pesar de la cercanía de los domicilios, mi madre, fiel a sus principios y de un carácter dulce e inquebrantable a un tiempo, nunca más volvió a dirigirle la palabra.

                                              
MOCOS DE ANTAÑO, MOCOS DE HOGAÑO


Cundía el frío en aquellos años lejanos y tan presentes, no obstante, en mi memoria por las calles empinadas y estrechas donde me crie junto a otros muchachos y muchachas con los que jugaba a diario. Nuestras madres nos proveían de grandes pañuelos de tela, que llevábamos en el bolsillo y con los que nos limpiábamos las narices y la cara cada vez que asomaban descarados y pertinaces los mocos de resfriados persistentes que arrastrábamos durante semanas, pero yo recuerdo que había muchos niños que los llevaban siempre pegados a la mejilla, como un dije o una extraña estampación de la piel. Suena asqueroso, lo sé, pero eran otros años y las normas de higiene no se cumplían del todo a rajatabla.
            Hoy, incluso a los bebés, que no pueden expulsarlos con facilidad, se les extraen con una especie de pequeña bomba de aire y se evita con ello que desciendan por el tracto respiratorio y se infecten.
            Las cosas eran muy diferentes por entonces y a nadie parecía afectarle verdaderamente el espectáculo de las narices y del rostro envilecidos por los humores propios de nuestros órganos nasales.
            Sorbían los infantes con vigor las largas y verdes velas que surcaban los caminos ya trazados en su faz y, sin embargo, un aura de inocencia los nimbaba como criaturas evangélicas o como esas imágenes terribles del tercer mundo, en las que suelen abundar los más pequeños, los más agraviados por una sociedad acostumbrada a mirar para otro sitio.
            Hace décadas que usamos pañuelos de papel para sonarnos los mocos de hogaño y nos preocupamos en especial de que ningún resto quede visible a los ojos de los demás. Ganamos en pulcritud, pero además no se nos irritan las narices  y nuestra imagen resulta más aseada en público, sin duda.
            Me da la impresión de que ahora ya no tienen mocos los críos y de que la gente se limpia la nariz por un hábito adquirido más que por una necesidad perentoria. Será que los resfriados han remitido y se ha puesto coto a las enfermedades respiratorias, aunque la atmósfera se halle, si cabe, más sucia y contaminada paradójicamente, o quizás es que los muchachos y las muchachas no habitan ya con tanta frecuencia el territorio adverso de la calle y la intemperie del invierno como nos ocurría a nosotros en aquellos días remotos de la infancia.
            No veo a nadie escupiendo por calles y avenidas ni, como ya es usual en los campos de fútbol, impulsando con fuerza el aire y la flema por uno de los conductos de la nariz, mientras se tapan el otro, que era también práctica habitual entre los hombres del campo, cuando en plena tarea no disponían de pañuelo.
            La verdad es que ya no nos falta el papel, a pesar de que los bosques empiezan a escasear de forma alarmante. En casa tenemos grandes rollos de cocina para secarnos las manos; en los retretes, papel higiénico de todas las calidades y espesores, e incluso yo juraría que algunos huelen a flores o muestran diseños caprichosos y variados. También las servilletas se fabrican con celulosa de madera. Aquellos viejos pañuelos húmedos, empapados de los venerables mocos de antaño, pasaron a la historia por fortuna, como pasaron algunas enfermedades endémicas y los hábitos más insalubres de una edad malsana para los cuerpos y para las ideas.
            Es posible que esos mocos, inoportunos, escandalosos y barrocos hayan dado lugar a estos mocos discretos de hogaño, elegantes y atildados, casi inexistentes en ese afán por ir dejando a nuestra espalda  lo que nos avergüenza o nos empequeñece, lo que ya no es propio del progreso y de esta nueva luz que nos alumbra.
            No es por insistir en lo más desagradable ni por exhumar las miserias de un tiempo ido, sino porque también lo menos bello forma parte del recuerdo y nos acompaña como una seña de identidad allá donde vamos; sobre todo, si resulta tan humano, tan entrañable y tan natural como la imagen de un niño con mocos en la cara. 

                                              


TERAPIAS



Vivimos en plena efervescencia curativa, como si de repente hubiésemos descubierto horrorizados que padecemos un millar de extrañas enfermedades, buena parte de ellas de nuevo cuño, a las que es preciso combatir del modo más eficaz, pero con los más insólitos procedimientos. Eso sí, sin que resulte necesario consultar al facultativo o especialista de turno, porque la medicina tradicional ya no posee el predicamento que tuvo antaño, como si de un modo súbito hubiésemos dejado de creer en el dios de la ciencia que nos subió a los altares el positivismo y los descubrimientos de principios del siglo pasado.
            Hoy solemos resolverlo casi todo con una variedad de terapias verdaderamente  exagerada y hasta bochornosa. La hidroterapia, la risoterapia, la talasoterapia, la aromaterapia, la cromoterapia, la iristerapia, la abrazoterapia, la digitoterapia o
 las innumerables e intrincadas psicoterapias combaten nuestro estrés, que por no tener entidad física ni manifestación material, cualquiera puede sufrirlo sin saber a ciencia cierta en qué consiste, mientras se muere poco a poco de un tumor galopante o de una cardiopatía feroz. Tampoco es tan raro ponerse de los nervios en estos días, en los que mantener el trabajo, impedir el divorcio y educar a los hijos no constituyen tareas sencillas que digamos. Si a todo esto le añadimos el ruido infernal que nos rodea, la prisa que nos asalta de continuo y el mal humor del que hacemos gala casi todos alguna vez por un quítame allá esas pajas, es normal que andemos de un lado para otro buscando nuevos remedios para estos nuevos males.
            Antes las cosas estaban más claras, aunque su causa y su explicación rozaran, en ocasiones, el ámbito mágico.  Uno moría o enfermaba no por algún agente patógeno, sino por un mal aire, los efluvios malignos de la luna o porque le había llegado la hora y no había vuelta de hoja. En la actualidad hemos sustituido las antiguas supersticiones de raíz legendaria y los dioses verdaderos, que así constan en las Escrituras, por otras supercherías  y otros diosecillos menores, cuyos orígenes ignora la mayor parte de la gente y, lo que es peor, algunos se los inventan por puros intereses lucrativos.
Nos quejábamos de los curas y de toda la jerarquía eclesiástica, pero prestamos oídos a cualquier patán que nos aborda con su cantinela de inspiración mística y su variopinta y reciente mitología. Nos echan las cartas, nos leen las líneas de las manos, nos aturden con el horóscopo y la astrología, nos venden antiquísimas religiones orientales como el capricho lúcido de una estrella de Holliwood   y nos convencen para que atendamos a todos los chanchullos, a todas las estafas, a todos los montajes, sin advertir que el ser humano es, por naturaleza, un animal fabulador, un creador de historias, un consumidor de relatos y de ficciones.
No es que nos guste que nos mientan, es que nos encanta habitar otros predios, otros horizontes. La aventura nos corre por las venas de un modo tan natural como nos corre la sangre. No es preciso añadir que el miedo a la muerte hace el resto. Por otro lado, estar solos en el universo es inconcebible, aunque bien mirado, igual de inconcebible es la eternidad y el infinito y todos los misterios de la religión oficial. Creemos, en resumen, en lo que nos da la gana y cuando nos conviene, como ha venido sucediendo desde el principio de todo.
Tal vez rezar ya no esté de moda ni pedir a Dios por los nuestros y por nosotros mismos ni perdonar los pecados, creer en la virginidad de María y en la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo, en el juicio final y en la resurrección de los muertos en cuerpo y en alma.
Yo comprendo que no están los tiempos para tanta fe, que bastante tenemos con buscarnos la vida y confiar en la suerte y en un destino medianamente halagüeño, pero, a cambio, es ridículo albergar tanta devoción, tanta fidelidad y tanta entrega a esos nuevos credos de la modernidad que parecen disciplinas circenses, novísimas idolatrías de diseño y que, desde luego y por fortuna, no cubre la Seguridad Social.   
De seguir así algún chamán de pacotilla se atreverá a poner en cuestión también la propia muerte y nos propondrá alguna medicina alternativa como remedio. Negocio redondo. De fijo que se forra, claro.