martes, 26 de julio de 2011

POR LA PINTA



Cuando el mundo era más reciente y más pequeño, y la vida radicaba en los pueblos, los hombres y las mujeres que no tenían trato directo entre ellos por distancia generacional, se reconocían por el rostro, por algún detalle de su fisonomía, por el tono de su voz y por otros aspectos que procedían de un origen común y percibido de una manera objetiva. Los mayores lo llamaban sacar por la pinta a alguien, y la pinta eran esos rasgos familiares que saltaban a la vista y que recordaban la genealogía de los más jóvenes en una época en que todo el mundo conocía en Moratalla todas las genealogías y cunas y era capaz de nombrarlas y establecer las relaciones entre unos y otros. Admito que para esto era preciso un talento especial que yo no tuve nunca, acaso porque mis intereses siempre fueron menos terrenales y me intrigaron más los seres imaginarios que los de carne y hueso. Mi madre, sin embargo, dominaba la disciplina de esa particular intrahistoria, en la que estábamos todos incluidos: los años, los sucesos, los nombres, apellidos y los motes hasta el punto de poner orden de vez en cuando en la confusión de la memoria de mi padre, que siempre tuvo una mayor inclinación por el relato ficticio que por la historia real.
            Casi nadie se libraba por aquellos años de que cualquier persona mayor tuviese el poder de controlar tu estirpe, sin omitir múltiples referencias a abuelos, bisabuelos y parientes lejanos. Uno era, en aquel tiempo, el producto de todo el árbol genealógico. Tenía la nariz de su bisabuelo Pascual, la boca de una tía materna, los ojos de un pariente del campo, el cabello oscuro y recio del abuelo. Era, en suma, una suerte de rompecabezas humano compuesto por las pequeñas piezas de su linaje, un mapa donde los mayores podían rastrear vetustas parentelas que, sin duda, conformaban el carácter, la personalidad y el temperamento del nuevo individuo.
            No se trataba tan solo de una cuestión física, sino que todos estábamos influidos por una corriente predeterminada, que procedía de algún lugar lejano de nuestra sangre y que dominaba, en parte, casi todos nuestros actos. Éramos buenos, impertinentes, explotadores, viciosos o gandules, inteligentes o estúpidos, porque un ascendente nuestro lo había sido alguna vez y, pese a que nadie conocía el formidable mundo de los genes, se estimaba que determinados caracteres debían heredarse, como se heredaba el color del pelo y el de los ojos.
            De manera que resultaba muy importante la elección de la dinastía cuando uno se echaba novia, sobre todo si tenía intenciones de casarse, como si aún estuviésemos en los terribles tiempos de la Inquisición, cuando la pureza de sangre era fundamental en todos los órdenes de la vida, hasta el punto de que en la sierra eran bastante frecuentes los matrimonios entre primos, que aseguraban no sólo la continuidad del clan al frente de la tierra y de los animales, sino también la supuesta limpieza de la raza e impedían el acceso a individuos indeseables y perniciosos.
            La pinta de los muchachos y de las muchachas de aquellos días era el sello personal e intransferible de una casta única, llegada de lejos, de los ancestros que poblaron el territorio de nuestros mayores. En sus rasgos se adivinaba la sombra de otros hombres y de otras mujeres que constituyeron el modelo fisonómico y el carácter singular de un pueblo. De ahí que fuera sencillo identificar a un forastero por su cara o por sus formas, alguien que no había nacido en Moratalla o cuyos genes no estaban ligados al lugar.
            La pinta eran no sólo atributos o peculiaridades objetivas, sino también una suerte de aire, algo inconcreto, el mohín de una sonrisa, el trazo de una ceja o el metal de la voz, esa impresión primera que causaba su estampa, la presencia o su manera de estar delante de los otros.
            La memoria colectiva de todo un pueblo estaba llena de semblantes, figuras, trazas, portes, composturas y pelajes, asociados a nombres, apellidos y apodos, que en un momento dado podían esgrimirse para esclarecer la identidad de un prójimo cualquiera. Entonces las cosas se hacían de otra forma, de una forma más cercana, como si todos perteneciéramos a una gran familia y nadie pudiera zafarse de ese estigma, que procedía, como nos habían repetido machaconamente, del sagrado solar de nuestros primeros padres. Éramos tan ingenuos y genuinos, que estábamos dispuestos a creerlo todo, incluso si nos parecíamos más a Caín o a Abel, porque lo del mono no lo aceptamos hasta mucho más tarde, y eso que en algunos es evidente a primera vista. Por la pinta, desde luego.

                                                 

domingo, 24 de julio de 2011

LA SEMILLA DEL DIABLO


La última entrega literaria de Rubén Castillo, autor de una docena larga de libros de cuentos, de novelas, de ensayos y de artículos periodísticos y profesor del I.E.S. Vega del Thader de Molina de Segura es esta ambiciosa novela, en la que construye una ficción inquietante partiendo del hecho histórico y atroz del nazismo, tan novelesco siempre, y de un secreto prolongado en el tiempo, que los lectores deberán descubrir leyendo la obra en su totalidad, pues hasta la última página no nos es posible advertir la resolución de un enigma, que combina la mejor técnica detectivesca, la investigación y la documentación sobre importantes hechos del pasado, y la reflexión acerca de un cáncer político, del que nunca nos hemos librado del todo, pues perdura en ciertos movimientos ideológicos, en determinadas iniciativas sociales y, sobre todo, en lo más profundo del corazón humano: “¿Es lógico admitir que alguien como Adolf Hitler, tan meticuloso, tan maniático, tan obsesionado con la posteridad, se marchara de este mundo sin dejar para sus seguidores algún tipo de legado o mensaje?”  
         Esta es la apuesta narrativa que Rubén Castillo nos ofrece, la peripecia de unos personajes, descritos y concebidos con la maestría que lo caracteriza, en torno a unas palabras cuyo significado contiene la clave de una verdad siniestra e inconcebible: Catow; Bö. Una eminente profesora, un investigador con experiencia y un soldado con la misión de protegerlos son enviados a Europa por un millonario estadounidense, que ha adquirido en una subasta el globo terráqueo del dictador alemán, en cuyo interior ha hallado esas palabras de sentido críptico, que pretende desvelar a toda costa: “De eso se trata, señorita Gordon: de ir abriendo puertas, una detrás de otra, las que hagan falta, hasta que descubramos lo que Hitler quiso esconder.”
         A pesar de las casi cuatrocientas páginas de que consta esta obra, ningún lector perderá el interés a lo largo de su lectura, porque la agilidad verbal, la expectación continua y la tensión a la que nos va sometiendo el narrador, sin omitir detalles acerca de las causas históricas, las aberraciones de los campos de exterminio y una evidente condena de la locura y los desmanes diabólicos de un régimen inhumano conviven en cada capítulo, encabezado por el lugar y la fecha exactos donde va transcurriendo la acción, como si el novelista cumpliera con una reconstrucción de orden periodístico, en la que la realidad, los datos y la luz combatieran incesantemente con la invención, la imaginación de un autor sobrado y la penumbra barroca del mal y de un estilo literario soberbio, que aleja a este relato de manera ostensible de otras novelas de factura más convencional.
         Es obvio que al término de la misma nos aguarda una evidencia fascinante y que el millonario, propietario del globo que da título a este libro, no se equivocaba al encargarles esta difícil misión a un grupo heterogéneo de individuos, que vivirá toda una serie de aventuras, aun a riesgo de perder su propia vida, y con la certidumbre de estar aproximándose a una revelación demasiado importante y muy peligrosa, sin duda.
         La intriga, llevada con un excelente pulso narrativo, con un estilo terso y rico a un tiempo, el compromiso moral y un argumento verosímil convierten a este libro no solo en una caja de sorpresas, sino también en un extraordinario relato sobre la condición humana que, sin desdeñar la cantera histórica y las armas de la documentación, levanta un monumento fabulador del que no podremos prescindir hasta el último párrafo, donde se concitan todos los infaustos presagios que hemos ido acumulando capítulo a capítulo y cuyo desenlace estábamos lejos de adivinar.    

                                              
TÍTULO: EL GLOBO DE HITLER  
AUTOR: RUBÉN CASTILLO GALLEGO
EDITORIAL: ISLA DEL NÁUFRAGO EDICIONES

martes, 12 de julio de 2011

VOLVER A MORATALLA EN ALPARGATES


Me ha gustado siempre volver a Moratalla en alpargates cada once de julio al primero de los encierros de la fiesta de la vaca. Desde adolescente me los compraba mi madre, que había trabajado de joven en la elaboración artesana de este calzado pobre y elemental, con el que uno se siente más cerca de la tierra. Y todavía conservo el último par, negro y sin estrenar, colgado de la pared de mi despacho junto a la llave antigua y pesada de la puerta de la casa donde nací, como un talismán y un recordatorio de mi origen humilde y campesino.
            Yo sé, y así lo entiendo, que a muchos lo que realmente les enorgullece es regresar con un flamante cochazo o una rutilante moto; comprar algún terreno en la huerta y edificar una casa con piscina y con algunos árboles alrededor. El éxito y el triunfo son tan subjetivos como la propia vida y no suelen dar para mucho, si uno no sabe aprovechar su esencia. Es lícito que quien se ha marchado del lugar donde nació aspire a tornar con la imagen luminosa de un hombre que le va muy bien en la vida. Pertenecemos al club de los ganadores, de los elegidos, de los que no se han equivocado nunca sólo si mostramos una estampa lustrosa, donde no falte el lujo, la abundancia, la aparente felicidad y la calma de los que parecen tenerlo todo.
            En una entrevista reciente me preguntaron qué significaba el éxito para mí, para un hombre maduro, que lleva un par de décadas en la enseñanza, ha publicado una docena de libros y vive lejos del pueblo del que procede. No recuerdo con exactitud mi respuesta, pero hube de referirme a mi familia, a mis dos hijos y a mi mujer, que me acompañan y me ayudan a sobrevivir, a la suerte de tener sobradamente cubiertas las necesidades primarias y de poder permitirme algún pequeño dispendio. Añadí, quizás, que nunca me interesó el éxito lo más mínimo, si no me permitía cumplir con mi idea del arte y de la existencia. No triunfa el artista que está pendiente de lo que el público requiere de él en cada momento, ni el hombre que pagaría cualquier precio por consumar sus sueños. Al menos, eso es lo que yo creo. Triunfa el que se aproxima lo más cerca posible del empeño que un día se trazó como propósito, con la conciencia limpia del que ha llevado a cabo su tarea con honradez y verdad.
            Regreso a Moratalla en cada ocasión para reencontrarme con los míos, los amigos y la familia, para reconocer aquella parte de mí mismo que se quedó para siempre bajo este cielo tan azul, porque la vida nos lleva de un lado para otro y resulta irremediable ese viaje de los días y de las noches, ese trajín en el que se nos van los años y la juventud sin apenas darnos cuenta.  Desde lejos contemplo con una mayor nitidez el tiempo que viví en estas calles angostas, empinadas y entrañables, que son el paisaje de mi memoria y de todos mis libros; veo las plazas y los patios festoneados de macetas con alhábegas, clavellinas y geranios y me veo a mí mismo corriendo con muy pocos años por estos callejones con solera; de pronto tropiezo en una piedra y caigo inerme, me levanto y me sacudo el polvo; llevo sangre en las manos o en las rodillas y acudo presuroso a mi casa para que mi madre me cure con agua limpia, jabón casero y un estropajo de esparto. Sólo mi madre tiene el poder de restañar mis heridas y sellar la magulladura con un retal rojo de mercromina.  
            Vuelvo a Moratalla, entonces, por mi botín más preciado: la memoria, los olores del monte cercano y de la huerta, de las calles, todavía en estado de pureza, del humo de las chimeneas y del aroma de las cocinas, donde las mujeres se afanan en la elaboración de una exquisita ensalada de alubias, de un fragante potaje de pencas, de un sabroso cocido. Observo la luz, que es distinta y es la misma de mis años jóvenes y me viene a la mente ese río de la nostalgia, caudaloso, imparable; oigo el fragor de la gente en el mercado, los saludos continuos en la calle, las conversaciones broncas de los hombres en la Farola, donde vienen reuniéndose desde antiguo para buscar trabajo, saludar a los amigos o beberse unos chatos en los escasos bares que aún quedan.
            Si lo pienso bien durante unos minutos, apenas tengo razones para hacer doscientos kilómetros en este viaje de ida y vuelta, que incluye, como no podía ser menos, la melancólica rememoración de otras horas, porque casi toda mi vida está fuera, en otra ciudad, junto a los míos, y es allí donde reside mi trabajo, otros amigos, la familia y un escritorio donde continúo escribiendo los libros que aún me quedan, que todavía no he escrito, aunque para llenarme de todo lo que más tarde esparciré sobre los folios en blanco, sobre la pantalla en negro del ordenador, debo venir antes a esta tierra, pasar por Moratalla, como lo he hecho siempre, desde que me fui hace más de veinte años, como lo hago cada once de julio, en alpargates, con los mismos alpargates que me regalaba mi madre por mi cumpleaños para que corriera la vaca.