miércoles, 26 de junio de 2013

LA GRACIA DE SUS MANOS


Menos protegidos por la ciencia médica y demasiado absorbidos por una fe que parecía tener remedios para todo, pues la oración resultaba una panacea y la voluntad de Dios, la curación verdadera, no resulta extraño que las mujeres y los hombres de mi infancia recurrieran para sus dolencias a individuos que poseían una gracia especial, que habían sido dotados desde el nacimiento (algunos nacían con un extraño y prodigioso manto) de unos poderes únicos que solían poner al servicio de los otros de manera gratuita o por la mera voluntad de la persona a la que ayudaban. Tal vez no resolvieran del todo el dolor de los pacientes, pero promovían su fe en la cura y llevaban a la casa esa postrera esperanza en lo que se encuentra más allá de razón humana y, quizás, por ello mismo, pueda más y posea más fuerza.
            Mis primeros años discurrieron entre mujeres, ancianas casi siempre, que rezaban el mal de ojo, la carne cortada y otros muchos padecimientos de misteriosos orígenes para los que no se acudía al médico en ningún caso, porque siempre había cerca una vecina, una mujer de la familia, alguna abuela, que conocía la fórmula de aquellos ensalmos, transmitidos muy a menudo por línea femenina, y que sabía aliviar el sufrimiento de quien estaba postrado en una cama.
            Recuerdo que con frecuencia solía quejarme yo de la barriga, quizás por un simple empacho, que mi madre trataba con un régimen estricto de comidas, pero a veces, si se dilataban las molestias, llamaba a una anciana, con la que le unía cierta amistad, para que me diera friegas en el vientre con aceite de oliva durante unos minutos y, de este modo, restablecer la normalidad intestinal y solventar el atranque que me afligía. Después, durante unas cuantas mañanas debía tomar un par de cucharadas de aceite de oliva en ayunas, de cuyas bondades no dudo en absoluto, pero que me provocaban unos eructos desagradables durante casi todo el día.
            Los auxilios caseros, las hierbas tradicionales de la sierra, la sabiduría natural de aquellas mujeres que habían afrontado muy lejos de la civilización todo tipo de imprevistos y accidentes, partos, cólicos nefríticos, roturas de huesos y otras heridas de consideración, ayudados por una religión primaria, pero muy próxima a la supervivencia, donde se mezclaba la ortodoxia católica con otros cultos atávicos de muy dudosa utilidad, constituían los utensilios indispensables para arrostrar una vida de precariedades, al albur de un destino que ellos no eran capaces de dominar, porque existían aparte de los hombres y las mujeres y desafiaban con ello cualquier especie de contingencia en un ámbito hostil, a pesar de su presunta atmósfera bucólica. A un niño pequeño o a un anciano podía picarles un alacrán o una víbora y tenían muchas posibilidades de morir, porque el hospital más cercano se hallaba a días de camino.
            La gracia de aquellas manos que tocaban los miembros enfermos, que mezclaban las sustancias para elaborar los emplastos y las compresas adecuadas al trastorno en cada caso pertenecía casi siempre a manos de mujer, manos delicadas y sabias que buscaban la semilla del malestar y traían al enfermo el sosiego y el alivio.
            Hoy, en estos días en que me acosan las consecuencias enojosas de una pequeña intervención quirúrgica, cuando mi esposa me despoja de las vendas, ya en casa, y se dispone a curarme las cicatrices nuevas, incómodas aún, doloridas, percibo con asombro que sus manos aciertan a tocar mis llagas suavemente y con un mimo insólito limpian, desinfectan y tornan a cerrar con una venda inmaculada.
            La gracia de sus manos me conforta y casi me olvido del dolor, y entonces me acuerdo de aquellas manos femeninas que en tantas ocasiones aplacaron las aflicciones de mi infancia. En esos casos me digo que es posible que todos los avances de la ciencia no hayan servido, al fin, de nada.


                             
ANIMALES DE CASA


En aquella época no había mascotas, al menos en Moratalla, y menos aún en mi barrio. Un pueblo fundamentalmente agrícola y ganadero no puede permitirse otra relación con los animales que la meramente laboral y económica. Del mismo modo que un huertano, rara vez planta rosas en su parcela, tampoco un cabrero o un pastor cuida de otros animales que no sean los que le procuran el sustento o le ayudan en su faena.
En mi casa habíamos tenido toda una saga de gatos, cuya primera matriarca recuerdo con muy pocos años restregando con elegancia su pelo negro y brillante entre las piernas de mi padre para que compartiera con ella parte de su comida. Los gatos entraban y salían de las casas con libertad absoluta por aquellos curiosos agujeros que solían abrirse junto a la puerta de entrada a los que, como resulta obvio, llamábamos gateras. Un felino en casa garantizaba la limpieza de roedores y apenas resultaba onerosa su manutención o su cuidado, pues su vida transcurría en un medio amable y cómodo pero quedaban exentos, desde luego, de los actuales excesos, casi risibles, en forma de peluquerías, hoteles, revisiones dentales, operaciones quirúrgicas y otros disparates varios. Comían todos los días, se guarecían del frío junto a la chimenea y recibían las caricias de los miembros de la familia. Cuando llegaba su hora, se morían.
            Los perros requerían un trato distinto. Los cazadores o los pastores los utilizaban para sus labores con aprovechamiento y en los cortijos o en las casas alejadas era conveniente tener un ejemplar en la puerta para que avisara al dueño de la venida de algún desconocido. En el barrio del Castillo abundaban los burreros o rateros, porque, pese a su pequeño tamaño, eran valientes para azuzar a las bestias y proteger los corrales de la invasión de las ratas. Eran un tanto fanfarrones, como requería desde luego su trabajo, pero en el fondo se limitaban a ladrar sin otras consecuencias para los niños que pretendían acariciarlos o congraciarse con ellos.
            No eran habituales las tortugas, los camaleones, los hámster, las iguanas u otros pequeños saurios de procedencia exógena y exótica en aquel barrio de hombres y mujeres obligados al trabajo del campo y supervivientes de una economía tan débil como azarosa. Sólo perros y gatos poblando las calles del  Castillo, mestizos, sin raza, hociqueando entre los desperdicios, maullando en las noches de verano como criaturas desoladas. Alguna vez un jilguero cantando en su jaula en la ventana, unos palomos sobrevolando los tejados y las chimeneas y nada más.
            Ni piensos especiales para comer, ni visitas al veterinario ni vestiditos ridículos, pues su dieta era la misma que la del dueño de la casa y crecían sanos y fuertes por la frecuentación de la calle y ellos mismos se buscaban su cobijo, en ocasiones su condumio y, lo que es más importante, la confianza de la familia que los acogía. No eran mascotas, eran animales de casa que entretenían al hombre, lo ayudaban en sus tareas en ocasiones y le hacían la existencia más feliz con su presencia y con  su reconocimiento. Tampoco eran ni los mejores ni los peores amigos de nadie. La amistad es una relación tan compleja que sólo entre personas tiene sentido, pese a lo que puedan objetar algunos. Quien prefiere la compañía de un animal a la de otro ser humano, es que tiene graves problemas, sin duda.
            Además de los gatos, tuvimos un jilguero y una perra a la que mi padre puso por nombre Pastora, porque creímos en la legitimidad de su raza. Luego, salió cruzada, inútil para el pastoreo, aunque juguetona y agradecida como ella sola. Al jilguero se lo comió el gato en un descuido de mi padre y la perra tuvimos que darla a unos amigos del campo cuando llegó la temporada de la vendimia en Francia. Fue triste pero resultaba ineludible.
            Luego, un día, cuando ya la daba por perdida, viviendo con sus nuevos amos en un cortijo lejano del campo de Moratalla, apareció en el portal de mi domicilio atropelladamente, enredándose entre mis piernas y casi enloquecida de alegría, porque me había reconocido  y se encontraba de nuevo en casa. Nunca supe cómo logró escapar del cortijo y orientarse  hasta el hogar donde la habíamos criado, pero allí estaba otra vez y allí se quedaría con nosotros hasta la siguiente vendimia.  En alguno de aquellos años, debió de hallar su acomodo definitivo y ya no regresó más.
            Ahora bien, a pesar de la separación irremediable de cada otoño, nunca pensamos en abandonarla a su suerte en mitad del monte o en una carretera. Ya digo, entonces los animales de compañía  no eran mascotas y nuestra relación con ellos resultaba tan franca como leal. No les comprábamos vestiditos ni les empastábamos las muelas en el dentista, pero no nos deshacíamos de ellos de una forma innoble, tal vez porque por aquellos años ya sabíamos, como reza el eslogan, que ellos tampoco lo harían con nosotros. 
             

                                               
BREVE HISTORIA DE MI LUCHA CALLEJERA

Acabábamos de cruzar un tiempo tenebroso y salíamos a la luz nueva y esperanzada de otra edad, en la que todo parecía tan joven como nosotros mismos, los muchachos y las muchachas de mi generación. De una modo vago habíamos oído hablar de huelgas y manifestaciones, siempre con un rictus de reprobación y un tono de lamento. Los mayores no entendían de derechos y les pillaba muy lejos y muy doloroso el corto lapso de una verdadera democracia, que nosotros solo conocíamos por los libros que habíamos leído casi en la clandestinidad, porque en la escuela no recuerdo que ningún maestro tuviera el coraje suficiente para contarnos esa parte fundamental de nuestra historia. La verdad es que no recuerdo que nos la hayan contado en ningún sitio y, como el sexo o la iniciación en las emociones epidérmicas, tuvimos que arreglárnoslas a nuestro modo, cada uno por su lado y, luego, alguna vez, todos juntos, en largas e improvisadas  conversaciones de café y en tono confidencial, mientras estudiábamos y seguíamos madurando.
            Es cierto que en la primera adolescencia coqueteé de manera abierta con posiciones ideológicas, que podrían calificarse de radicales, y que a mí me gusta llamar solidarias, arraigadas en la justicia social y humanistas, pero, salvo asistir a aquellos primeros y entusiastas mítines políticos, hablar con mis amigos y leer determinados libros, mi actividad política no era apenas significativa. No tenía edad todavía para la lucha política ni tampoco se nos permitía;  hasta que llegamos a Caravaca y con la muerte de Franco se desbloqueó la larga y penosa apatía  ideológica, esa extensa siesta de los cuarenta años de la que íbamos despertando día a día e íbamos tomando conciencia de que todo era de otra forma y de que había vida más allá del Frente de Juventudes y de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y, sobre todo, de que nos habían escamoteado la verdadera historia del último medio siglo español. En unos meses la televisión nos puso al tanto de todos los movimientos sociales, las siglas políticas, los derechos ciudadanos, las elecciones y las continuas y novedosas algaradas sociales en la forma de huelgas o de manifestaciones en favor de las libertades y en contra de los últimos coletazos de la represión franquista.
            Mientras que en Caravaca percibíamos cierto malestar entre los estudiantes de los últimos cursos, ignorábamos que en Murcia, en la Universidad, las fuerzas de orden público cargaban día sí y día también contra los grupos estudiantiles que se echaban a la calle a ejercer sus facultades ciudadanas y su reciente condición de hombres y mujeres libres. Nosotros éramos demasiado jóvenes aún, insisto, nos ardía la sangre y sospechábamos que había un futuro aguardándonos fuera de las cuatro paredes del aula, un futuro que nadie nos iba a conservar y que solo nosotros tendríamos que ganarnos a pulso.
            Uno de aquellos días del helado invierno caravaqueño notamos la inminencia de un acontecimiento fuera de lo común. Los alumnos de COU andaban por el patio revueltos y nerviosos y hasta nosotros nos llegaba la especie de un suceso inaudito que tendría lugar durante el recreo.
            Todo aconteció de manera natural y al término de las clases fueron formándose grupos en la salida del centro hasta que aquella masa informe y, en apariencia, desordenada, cristalizó en una comitiva que se dirigía a  Gran Vía y cuya cabeza portaba una pancarta en la que se reivindicaba, ahora no recuerdo con exactitud, todo tipo de conquistas sociales, educativas y políticas. Ya en pleno centro de la ciudad nos dimos cuenta de que la policía iba cercándonos de una manera sigilosa y eficaz, aunque nosotros seguíamos gritando consignas, cantando himnos subversivos y avanzando hasta el Ayuntamiento, que era, al parecer, nuestro último destino.
            De repente hubo una espantada, consecuencia sin duda de algún gesto amenazante de la fuerza pública y yo, que iba muy cerca del principio de la marcha, me vi con un cartel de tela pintarrajeado en las manos y  más solo que la una. Enseguida distinguí a uno de aquellos famosos grises de la época levantando su porra y amagando un golpe que no llegó a alcanzarme porque le dejé el cartel en las manos y eché a correr en dirección opuesta sin volver el rostro atrás. Aquella fue mi única lucha callejera contra la dictadura.
            Luego he escuchado docena de batallitas reivindicativas, de peripecias heroicas delante de los caballos y de forcejeos con la policía que acabaron en  un cuarto oscuro de una comisaría cualquiera. Hubo mucha gente que luchó de verdad, con valor y con coraje, contra la sombra maléfica de la dictadura y otros que dieron su vida, pero también hubo mucho aprovechado que se forjó su propia leyenda con unas pocas horas de retención, con un simulacro de lucha antifranquista de la que obtuvo demasiados beneficios.
            Lo mío, como han podido comprobar, resultó demasiado breve y no tuvo la menor importancia y así me gustaría dejarlo consignado en esta columna.

                                              


domingo, 2 de junio de 2013

CARNE O PESCADO


Nunca me gustó la carne de una manera indiscriminada, a pesar de que siempre he comido pollo y he disfrutado con las sabrosas costillas de cordero y, alguna vez, con una deliciosa pata de cabrito en un buen restaurante o en mi casa. Tolero la ternera, siempre que no aparezca la huella de la sangre, tan molesta, tan prehistórica, y eso resulta muy complicado para cocinar un solomillo, dado su grosor, a no ser que, como me ha pasado alguna vez, me lo corten en pedazos y lo pasen bien por la plancha. Odio el conejo literalmente, no me sabe a mucho el pavo, pero, en cambio, he probado la carne de avestruz, la de jabalí, la de serpiente, la de cocodrilo y otras alimañas exóticas, que tampoco me han dejado demasiada huella. Ahí queda eso como un dato anecdótico y nada más. Mi padre y mi hijo, en cambio, comparten esa pasión por los animales cocinados, desde un palomo a un buey, desde una liebre a un jabalí. Igual da.
            En cambio, el cerdo es otra cosa, una suerte de sublimación alimentaria, la confluencia mística del sabor por antonomasia, la eficacia y la versatilidad del alimento, que igual vale para un cocido que para un asado, pues en todas partes se comporta como una estrella, y tanta es su calidad que se guarda en la forma de embutido para que dure el milagro de su paladar durante mucho tiempo. Reconozco que con el cerdo pierdo los papeles y me comporto como tal. En mi memoria sentimental andan revueltos los maravillosos, pero ya imposibles, cocidos de mi madre y las manitas en salsa de mi suegra, los pasteles de sesos de un viejo establecimiento de Murcia, ya desaparecido, donde solíamos recalar mi mujer y yo y la crujiente oreja que nos ponían con una cerveza fresca en un bar cochambroso de Bétera, en Valencia, muy cerca de donde pasé un año haciendo la mili.
            El resto es pescado, legumbres, patatas y verduras, y mi madre se encargó de transformar de una forma casi mágica estos ingredientes en una alquimia gastronómica inolvidable, al menos las legumbres, las patatas y las verduras; fresco todo y de temporada, desde luego. Luego vendría mi compañera y añadiría la inclinación  por los pescados, desde las sardinas al espeto con que nos deleitamos en una playa de Málaga o el chanquete, tan escaso y tan rico, las doradas salvajes que comemos cada verano en Alicante o el marisco del que tanto gozamos en nuestro viaje de novios a Tailandia. Ella misma cocina al horno, de vez en cuando, una lubina al punto con patatas y cebolla y, en ocasiones, compra unas rodajas de salmón o unos filetes de lenguado y los hace en la sartén, tiernos y esponjosos.
Hace tiempo que ambos renunciamos, por desgracia y prescripción médica, a las legumbres, pero frecuentamos un restaurante vegetariano de Murcia que nos sorprende muy a menudo con elaboraciones culinarias  originales y de fino paladar.
Tradicionalmente los hombres nos hemos decantado por la carne y las mujeres por el pescado, mientras que los pobres se han quedado siempre a medio camino y a medio comer. De forma que la virilidad, la hombría y el carácter de macho radicaban en un pedazo de carne con la que regresábamos a la época de nuestros ancestros prehistóricos, cuando no había otra cosa que llevarse a la boca que el producto sangriento e inmediato de la caza diaria, y ese gesto y esa inclinación nos aproximaban más a nuestra recóndita condición de animales predadores, con derecho de pernada sobre el resto de las hembras y de respeto de los machos más jóvenes.
Durante mis cortas estancias en Francia como vendimiador adolescente aprendí, en algunas de las casas donde comíamos con los patrones, previo pago del precio de la comanda, que comer carne o pescado, o comer simplemente, constituía un concepto vital distinto de lo que entendíamos en España. Salvo en algunos días de fiesta, en Moratalla se comía a diario un guiso con excelente pan de horno y el acompañamiento sabroso de unas olivas negras o verdes, partías o enteras; después la madre ponía la fuente del embutido sobre la mesa y el cesto con la fruta. En Francia todos los platos estaban elaborados con un mimo particular y la carne o el pescado solían ir acompañados de alguna de los centenares de salsas, que el país vecino tiene a bien haber inventado. Pero antes había siempre una sopa o una crema, diferentes cada vez, exquisitas, tan apropiadas todas a mi gusto  que disfruté mucho y lo recuerdo de muy buena gana. Los platos iban sucediéndose, y lo mismo te encontrabas con una suculenta anguila, con una sabrosa ternera en salsa con verduras, con una apetitosa ensalada de arroz o con una rica tarta de ciruelas, bien regado todo con un delicado vino de la tierra. Y al final, era imprescindible la tabla con los quesos.
Si me dieran a elegir entre la carne y el pescado, elegiría una de aquellas comidas, o tantas otras que he ido degustando a lo largo de mi vida del modo más selecto que me ha permitido mi maltrecha economía. Y aunque me pirran descaradamente  las mujeres, me regocijé a menudo con un rodaballo, un lomo de merluza, unos boquerones fritos o un delicioso bacalao al pil-pil sin remordimiento alguno. Prefiero el pescado, si me apuran, a la carne. Ya está dicho.
Antes de comer dejo los prejuicios aparte, y me dispongo a solazarme con los cinco sentidos, incluido el de la inteligencia.