BREVE HISTORIA DE MI LUCHA CALLEJERA
Acabábamos de cruzar un tiempo tenebroso y salíamos
a la luz nueva y esperanzada de otra edad, en la que todo parecía tan joven
como nosotros mismos, los muchachos y las muchachas de mi generación. De una modo
vago habíamos oído hablar de huelgas y manifestaciones, siempre con un rictus
de reprobación y un tono de lamento. Los mayores no entendían de derechos y les
pillaba muy lejos y muy doloroso el corto lapso de una verdadera democracia,
que nosotros solo conocíamos por los libros que habíamos leído casi en la
clandestinidad, porque en la escuela no recuerdo que ningún maestro tuviera el
coraje suficiente para contarnos esa parte fundamental de nuestra historia. La
verdad es que no recuerdo que nos la hayan contado en ningún sitio y, como el
sexo o la iniciación en las emociones epidérmicas, tuvimos que arreglárnoslas a
nuestro modo, cada uno por su lado y, luego, alguna vez, todos juntos, en
largas e improvisadas conversaciones de
café y en tono confidencial, mientras estudiábamos y seguíamos madurando.
Es
cierto que en la primera adolescencia coqueteé de manera abierta con posiciones
ideológicas, que podrían calificarse de radicales, y que a mí me gusta llamar
solidarias, arraigadas en la justicia social y humanistas, pero, salvo asistir
a aquellos primeros y entusiastas mítines políticos, hablar con mis amigos y
leer determinados libros, mi actividad política no era apenas significativa. No
tenía edad todavía para la lucha política ni tampoco se nos permitía; hasta que llegamos a Caravaca y con la muerte
de Franco se desbloqueó la larga y penosa apatía ideológica, esa extensa siesta de los
cuarenta años de la que íbamos despertando día a día e íbamos tomando
conciencia de que todo era de otra forma y de que había vida más allá del
Frente de Juventudes y de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y, sobre
todo, de que nos habían escamoteado la verdadera historia del último medio
siglo español. En unos meses la televisión nos puso al tanto de todos los
movimientos sociales, las siglas políticas, los derechos ciudadanos, las
elecciones y las continuas y novedosas algaradas sociales en la forma de
huelgas o de manifestaciones en favor de las libertades y en contra de los
últimos coletazos de la represión franquista.
Mientras
que en Caravaca percibíamos cierto malestar entre los estudiantes de los
últimos cursos, ignorábamos que en Murcia, en la Universidad, las fuerzas de
orden público cargaban día sí y día también contra los grupos estudiantiles que
se echaban a la calle a ejercer sus facultades ciudadanas y su reciente
condición de hombres y mujeres libres. Nosotros éramos demasiado jóvenes aún,
insisto, nos ardía la sangre y sospechábamos que había un futuro aguardándonos
fuera de las cuatro paredes del aula, un futuro que nadie nos iba a conservar y
que solo nosotros tendríamos que ganarnos
a pulso.
Uno
de aquellos días del helado invierno caravaqueño notamos la inminencia de un
acontecimiento fuera de lo común. Los alumnos de COU andaban por el patio
revueltos y nerviosos y hasta nosotros nos llegaba la especie de un suceso
inaudito que tendría lugar durante el recreo.
Todo
aconteció de manera natural y al término de las clases fueron formándose grupos
en la salida del centro hasta que aquella masa informe y, en apariencia,
desordenada, cristalizó en una comitiva que se dirigía a Gran Vía y cuya cabeza portaba una pancarta
en la que se reivindicaba, ahora no recuerdo con exactitud, todo tipo de
conquistas sociales, educativas y políticas. Ya en pleno centro de la ciudad
nos dimos cuenta de que la policía iba cercándonos de una manera sigilosa y
eficaz, aunque nosotros seguíamos gritando consignas, cantando himnos
subversivos y avanzando hasta el Ayuntamiento, que era, al parecer, nuestro
último destino.
De
repente hubo una espantada, consecuencia sin duda de algún gesto amenazante de
la fuerza pública y yo, que iba muy cerca del principio de la marcha, me vi con
un cartel de tela pintarrajeado en las manos y
más solo que la una. Enseguida distinguí a uno de aquellos famosos grises de la época levantando su porra y
amagando un golpe que no llegó a alcanzarme porque le dejé el cartel en las
manos y eché a correr en dirección opuesta sin volver el rostro atrás. Aquella
fue mi única lucha callejera contra la dictadura.
Luego
he escuchado docena de batallitas reivindicativas, de peripecias heroicas
delante de los caballos y de forcejeos con la policía que acabaron en un cuarto oscuro de una comisaría cualquiera.
Hubo mucha gente que luchó de verdad, con valor y con coraje, contra la sombra
maléfica de la dictadura y otros que dieron su vida, pero también hubo mucho
aprovechado que se forjó su propia leyenda con unas pocas horas de retención,
con un simulacro de lucha antifranquista de la que obtuvo demasiados beneficios.
Lo
mío, como han podido comprobar, resultó demasiado breve y no tuvo la menor
importancia y así me gustaría dejarlo consignado en esta columna.
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