sábado, 27 de abril de 2013


MOCHUELAR


El primer síntoma de que me estoy haciendo viejo es que empiezo a repetir algunas historias, verdaderas o ficticias, que vengo contándoles a mis hijos y a mi mujer desde hace años; el segundo, y definitivo, es que me duermo muy a menudo antes de que termine la película de la tele, a última hora de la noche. Es verdad que madrugo cada mañana, pero también tomo la siesta cada tarde que me es posible, y no ando falto de sueño precisamente.
            Hace unos años, sobre todo en mi juventud, ni una semana completa sin dormir me habría impedido seguir la trama hasta el final de cualquier película, sobre todo si ésta era de mi interés. Aún mantengo en la memoria aquellas maratones cinematográficas en el cine Salzillo de Murcia en mi época de estudiante, que programaba el cineclub de la Universidad. Una noche completa estuvimos mi mujer y yo, que entonces solo éramos amigos, sentados en incómodas butacas de madera mientras proyectaban uno tras otro, sin intervalo casi, cuatro films de distinto pelaje, pero de una calidad excepcional, desde “Empieza la función” de Bob Fosse hasta “El quinto jinete del Apocalipsis” de Luccino Visconti, y dos pelis más cuyos títulos he olvidado, y que llenaron de emociones y sueños aquella larga noche de fotogramas extraordinarios. Más de doce horas atentos a las diversas peripecias de la pantalla, sumidos en el silencio penumbroso de la sala, que ni siquiera parecía respirar, fijos los rostros y atentas las miradas a las evoluciones, los diálogos, los gestos y los paisajes de aquellas cuatro obras de arte que, hoy reconozco, tal vez resultasen excesivas para una sola sesión nocturna, pues ni siquiera las que pertenecían a la comedia como género, permitían al espectador un lapso de relajo o descanso. Luego, cuando regresamos a nuestros respectivos pueblos a pasar el fin de semana, recuerdo que anduve como ido, los ojos enrojecidos, la cabeza embotada y el estrago normal del sueño que no recuperamos hasta bien entrado el domingo.
            Si a uno le gusta el cine como a mí, si le apasiona que le cuenten historias inventadas sobre el ser humano y sus muchas contradicciones, sobre la vida y sus heroicidades, sobre el amor y sus oscuros recovecos, si se extasía con paisajes exóticos y países lejanos, con mujeres hermosas e inquietantes y hombres templados, con la muerte de criaturas malvadas cuya identidad es pura quimera y la felicidad de quienes la merecen, una buena película lo es todo y, si a mitad del argumento, comete la barbarie y la blasfemia de irse adormeciendo hasta perder el sentido por completo, es que es un redomado majadero y un ignorante o, bien, se está haciendo viejo y no aguanta despierto un par de horas, sentado en el sofá de casa y rodeado de los suyos.
            Mi madre solía dormitar cada noche frente al televisor, pero nadie debía despertarla, pues, siendo como era de carácter dulce y entrañable, se enfadaba, como si la hubiesen pillado en una falta, en un error cualquiera, y replicaba al insolente (el insolente solía ser yo o, a veces, mi padre) que la dejara en paz, que a ella le lucía aquel dejarse ir por los meandros del sueño, que se había levantado muy temprano y estaba muy cansada y que se acostaría cuando le viniera en gana.
            Casi todas las mujeres de mi familia de la rama materna mochuelaban (palabra precisa y expresiva que procede del sustantivo animal, mochuelo, cuyo sinónimo más cercano sería dar cabezadas), es decir, cerraban los ojos en un estado de semivigilia por la noche, antes de acostarse, o por la tarde, quizás porque tenían la tensión baja o porque no les interesaba lo más mínimo lo que pasaba a su alrededor; y solían dormirse viendo o escuchando la novela, cosiendo alrededor de la estufa, pues daba la sensación que  cualquier lugar valía para recuperar las energías perdidas y cargar las baterías del sueño, para resarcirse de las largas jornadas en el trabajo y en la casa, en el tajo y en la cocina; de manera que tenían una buena excusa casi siempre para despreciar la película de la noche y evadirse de dramas y catástrofes, sonrisas y lágrimas, aunque reconozco que me dolía ver a mi madre, a mi abuela Rosa o a mi tía Ramos perder el hilo de la historia que con tanta fruición contemplaba yo desde mi lugar en la cocina, en absoluta soledad, en tanto ellas pasaban de la simple duermevela al ronquido más rotundo y contumaz.
            Pero ahora me toca a mí, han pasado los años y con ellos la vida, y esa tensión constante de la juventud que llamamos pasión se ha ido aflojando de un modo inevitable. Todo comenzó los viernes por la noche, cuando alquilaba una película y muy pronto percibía el dulce adormecimiento de mi esposa, que tan mal me sentaba al principio, porque era como un desprecio a la ceremonia doméstica del mejor día de la semana y a mi cuidado por elegir un buen título para disfrutarlo en su compañía.
Lo peor es que muy pronto descubrí que yo no mochuelaba, en efecto, sino que directamente renunciaba a aquel acto de consciencia que consistía en mantener los ojos abiertos y el seso avivado para gozar con ese placer de la inteligencia que es la ficción en movimiento sobre una pantalla.
Ya digo, he descubierto que me estoy haciendo viejo porque me repito en mis historias y porque me duermo con frecuencia delante del televisor. No me importa hacerme viejo porque no puedo hacer nada para impedirlo y ya lo he asumido, pero detesto aburrir a los míos y dormirme como un acto senil que antecede a la indeferencia y a la muerte.



                                   

domingo, 21 de abril de 2013



LEJOS DE TODO


Ya he dejado escrito en alguna ocasión que por aquellos tiempos íbamos andando muy a menudo de un lado a otro, no solo a la huerta o al río, sino también, así nos contaban nuestros padres, a los pueblos de alrededor, a la feria o al mercado de Caravaca, a las fiestas de Calasparra  o a los toros a Cieza. El que tenía un burro o una burra, poseía un tesoro. Ir al monte a por leña o a segar tallo o bajar a la huerta a coger hortalizas terminaba siendo un suplicio sin uno de estos animales a mano. En mi casa, desde que yo recuerdo, siempre hubo una burra, paciente y mansa, esforzada y dispuesta al trabajo todos los días del año. De crío mi abuelo me enseñó a ponerle el aparejo y bajaba a la huerta de mi tío Jesús o subía al secano de mi padre montado en su lomo, a paso lento pero seguro, como suele ser el carácter de estos animales.
Al atardecer, los muchachos del Castillo asistíamos al espectáculo del regreso de hombres y mujeres por el camino del Cementerio arriba, subidos los unos en mulas y en
burros, que no cesaban de rebuznar, como si protestaran de su condición de animales de carga, y los otros andando, junto a las caballerías, con paso cansino, mientras la última luz de la tarde nos  los acercaba desde la distancia en la forma de una imagen evangélica o de un cuadro de Millet. Lo más duro era, sin duda, el repecho de la cuesta del Relojero hasta lo alto de Las Torres.
Moratalla, entonces, era un pueblo sin coches ni motos, salvo el autobús para Murcia o para Caravaca y los taxis que permanecían estacionados  debajo de la Cuesta del Caño. Luego fueron viniendo al pueblo los primeros seiscientos y los ochocientos cincuenta, pequeños y manejables, que pasaban por la Calle Mayor con cierto señorío y debían dar la vuelta en el Goterón o, más allá, en la Plaza de la Iglesia para volver sobre su ruta, porque Moratalla ha sido siempre un pueblo de ida y vuelta, un pueblo con final y no de paso, un pueblo para venir y para volver siempre.
Pero la verdadera revolución motorizada la protagonizaron en mi adolescencia las motocicletas,  aquella inefables y archirepetidas puchmotocrós, que a lo largo de unos años poblaron las calles empiringuchadas, estrechas y tortuosas de Moratalla, que sustituyeron con su ímpetu tecnológico y moderno a las burras y a las mulas, y con las que los hombres se acostumbraron a traer sus cargas hortelanas o a portar el tallo a las calderas. Aquellas motos rabiosas, de escasa cilindrada, pero valientes como el terreno para el que habían sido construidas simbolizaron el paso inevitable de los antiguos y atrasados medios de transporte a la llegada de los nuevos tiempos, Así, los viejos marchantes, que cruzaban la sierra y los campos comprando y vendiendo cabras y ovejas a pie durante semanas, tuvieron que ponerse al día y renovar su negocio, adquirir motocarros o pequeños camiones, furgonetas o furgones medianos con los que franqueaban los peores caminos y alcanzaban los territorios más remotos para llevar a cabo  de una forma más rentable el noble oficio de poner en contacto una multitud de cortijos desperdigados y casi aislados del campo con los mercados más florecientes de la comarca, entre los que se encontraban el de Caravaca y el de Moratalla.
Hace mucho que sabemos que una de las claves del progreso de un pueblo consiste en poseer buenos medios de transporte y eficaces vías de comunicación. Quizás haya sido ésta una de las razones de que Moratalla no adquiriese la prosperidad y la preeminencia merecidas. Hemos cambiado mucho, es cierto, y la mayor parte de las familias, si no todas, dispone de un automóvil o de varios, pero sigue siendo complicado utilizar los transportes públicos para acercarse a los pueblos de la comarca o a la capital a realizar una gestión cualquiera o ir al médico. El ferrocarril queda muy lejos, los aeropuertos pertenecen a otro mundo y estamos a kilómetros de la costa.
A mí me gusta caminar; de hecho, cada vez que puedo voy al trabajo a pie y aprovecho la suerte de tenerlo relativamente cerca, siento nostalgia de los días en que íbamos todos, familia y amigos, andando al río para pasar unas horas o unos días y he escuchado a mi padre cientos de veces contar sus peripecias de marchante a pie por los territorios legendarios de Benámor, Béjar y San Juan conduciendo una punta de ganado durante días enteros.
Reconozcamos, sin embargo, que Moratalla sigue estando muy lejos de muchos sitios, que es un lugar recóndito, secreto y varado aún en una época que, por fortuna, ya no regresará nunca. Es posible que nuestro carácter y nuestra ventura anden condicionados por esta circunstancia. No estamos cerca de ninguna parte, pero el cielo lo tenemos a mano.
                                                       

sábado, 20 de abril de 2013


NI GRACIAS NI POR FAVOR


No recuerdo que en mi infancia nos prodigáramos con estas habituales fórmulas de cortesía, no por una evidente falta de educación, sino porque no eran expresiones que pertenecieran a nuestro vocabulario, sino más bien palabras que escuchábamos en el cine o en la televisión en boca de actores y de actrices que representaban papeles imaginarios, y eran, lo presentíamos también, rasgos lingüísticos de una clase social más alta que la nuestra y de un ámbito territorial más urbano.
            La ciudad era otra cosa. Sus habitantes se esmeraban en pronunciar todas y cada una de las letras y en hacerlo con una entonación graciosa y elegante. En Moratalla y, pasados los años comprendería que en muchos pueblos, las cosas eran diferentes y el aislamiento, la idiosincrasia dialectal, la autosuficiencia  y, por qué no decirlo también, esa soberbia de origen pedante que combina la ignorancia a sabiendas con el orgullo nacionalista, se hablaba no solo haciendo caso omiso de los plurales o las terminaciones de ciertos participios (las casaarreglao  por las casas o arreglado)  sino con un acento específico, distinto al del pueblo contiguo, pero igualmente válido, porque los acentos y las hablas, si son naturales, no deben molestar a nadie, y olvidados por completo de cualquier  amabilidad lingüística que pudiera parecernos cursi, foránea o afectada.
            He defendido en numerosas ocasiones que cada región, cada comarca e incluso cada pueblo muestre una cierta originalidad expresiva, ni peor ni mejor que  las de otros lugares, y, asimismo, basándome en mi competencia en la materia, he añadido alguna vez que en Murcia se construye la lengua desde el punto vista morfosintáctico mejor que en algunos lugares de Castilla y que nuestro acento pertenece al área más extensa y prestigiosa de la lengua española, la que se denomina área  meridional e incluye el sur del país y todo el continente americano, lugares donde más premios Nóbel de Literatura se han dado, desde Vicente Aleixandre, que nació en Málaga, Juan Ramón Jiménez, en Huelva o Gabriel García Márquez, en Colombia, por poner algún ejemplo ilustre. Ninguno de ellos pronunció el seco, estricto y adusto idioma castellano de Burgos y de Palencia, que se ha venido imponiendo durante décadas como el modelo ideal, impulsado por el franquismo y una espesa ideología sobre la corrección y las virtudes españolas.
            La tele acabó con todo esto y España entera se fue formando poco a poco en unos modos comunicativos que nos dictaban desde los más populares programas del medio siglo pasado y que todavía hoy nos siguen enseñando la forma y el fondo de la lengua que hablamos todos. Repetimos frases hechas, latiguillos, modismos, lugares comunes y lo hacemos en el único dialecto que nadie cuestiona, el de los medios de comunicación.
            Cuando mi madre ponía la mesa y nos servía los platos, nunca le dijimos gracias ni le pedimos por favor un trozo de pan o un vaso de agua. No había en esto mala intención, sino familiaridad y costumbre. Y, cuando en el tajo un compañero nos echaba una mano para cargar unas cajas de albaricoques en un camión o terminar una cepa de uva y adelantar, de esta forma, en la hilera que nos había tocado y que, al parecer, tenía demasiados racimos, porque todas no eran iguales, jamás decíamos gracias, o cuando pedíamos una caña y una torta de bacalao en El Moreno o un café en el Pepe del Joaquín tampoco añadíamos por favor.
            Y, sin embargo, era de uso corriente la disciplina en todos los ámbitos, el respeto a la autoridad y a los diversos poderes, la deferencia en el trato con los mayores o con los hombres y mujeres importantes y la sumisión de los que se hallaban abajo con respecto a los de posición superior. De manera que abundaba el usted en la escuela, en el trabajo, en la calle e, incluso, en la familia; por eso nuestros padres llamaron a los suyos  con este tratamiento, mientras que nosotros los tuteamos sin problemas, aunque nunca perdimos la noción de su importancia y de nuestra disposición para estar a su servicio y acatar sus reproches y sus consejos.
            Hoy en mi casa, mi mujer y yo predicamos con el ejemplo y no escatimamos las gracias y los porfavores, las muestras de respeto y de cariño entre nosotros, que no impiden, desde luego, las discusiones inevitables y los disgustos habituales, propios de todas las parejas, pero cada vez que le pedimos al otro en la mesa o en el salón  cualquier cosa, nunca olvidamos  hacerlo con la cortesía adecuada, y cuando nos hacemos un favor o recibimos del otro un servicio o un objeto, añadimos el gracias pertinente. Mis hijos también han adquirido este saludable hábito, que no cuesta nada y que nos proporciona allá donde vamos una excelente imagen de individuos civilizados, a los que resulta más fácil y más agradable tratar.