MOCHUELAR
El primer
síntoma de que me estoy haciendo viejo es que empiezo a repetir algunas
historias, verdaderas o ficticias, que vengo contándoles a mis hijos y a mi
mujer desde hace años; el segundo, y definitivo, es que me duermo muy a menudo
antes de que termine la película de la tele, a última hora de la noche. Es
verdad que madrugo cada mañana, pero también tomo la siesta cada tarde que me
es posible, y no ando falto de sueño precisamente.
Hace unos años, sobre todo en mi
juventud, ni una semana completa sin dormir me habría impedido seguir la trama
hasta el final de cualquier película, sobre todo si ésta era de mi interés. Aún
mantengo en la memoria aquellas maratones cinematográficas en el cine Salzillo
de Murcia en mi época de estudiante, que programaba el cineclub de la Universidad. Una noche completa estuvimos mi mujer y yo, que entonces solo éramos
amigos, sentados en incómodas butacas de madera mientras proyectaban uno tras
otro, sin intervalo casi, cuatro films de distinto pelaje, pero de una calidad
excepcional, desde “Empieza la función” de Bob Fosse hasta “El quinto jinete
del Apocalipsis” de Luccino Visconti, y dos pelis más cuyos títulos he olvidado,
y que llenaron de emociones y sueños aquella larga noche de fotogramas extraordinarios.
Más de doce horas atentos a las diversas peripecias de la pantalla, sumidos en
el silencio penumbroso de la sala, que ni siquiera parecía respirar, fijos los
rostros y atentas las miradas a las evoluciones, los diálogos, los gestos y los
paisajes de aquellas cuatro obras de arte que, hoy reconozco, tal vez
resultasen excesivas para una sola sesión nocturna, pues ni siquiera las que
pertenecían a la comedia como género, permitían al espectador un lapso de
relajo o descanso. Luego, cuando regresamos a nuestros respectivos pueblos a
pasar el fin de semana, recuerdo que anduve como ido, los ojos enrojecidos, la
cabeza embotada y el estrago normal del sueño que no recuperamos hasta bien
entrado el domingo.
Si a uno le gusta el cine como a mí,
si le apasiona que le cuenten historias inventadas sobre el ser humano y sus
muchas contradicciones, sobre la vida y sus heroicidades, sobre el amor y sus
oscuros recovecos, si se extasía con paisajes exóticos y países lejanos, con
mujeres hermosas e inquietantes y hombres templados, con la muerte de criaturas
malvadas cuya identidad es pura quimera y la felicidad de quienes la merecen,
una buena película lo es todo y, si a mitad del argumento, comete la barbarie y
la blasfemia de irse adormeciendo hasta perder el sentido por completo, es que
es un redomado majadero y un ignorante o, bien, se está haciendo viejo y no
aguanta despierto un par de horas, sentado en el sofá de casa y rodeado de los
suyos.
Mi madre solía dormitar cada noche
frente al televisor, pero nadie debía despertarla, pues, siendo como era de
carácter dulce y entrañable, se enfadaba, como si la hubiesen pillado en una
falta, en un error cualquiera, y replicaba al insolente (el insolente solía ser
yo o, a veces, mi padre) que la dejara en paz, que a ella le lucía aquel
dejarse ir por los meandros del sueño, que se había levantado muy temprano y
estaba muy cansada y que se acostaría cuando le viniera en gana.
Casi todas las mujeres de mi familia
de la rama materna mochuelaban
(palabra precisa y expresiva que procede del sustantivo animal, mochuelo, cuyo sinónimo más cercano sería dar cabezadas), es decir, cerraban los
ojos en un estado de semivigilia por la noche, antes de acostarse, o por la
tarde, quizás porque tenían la tensión baja o porque no les interesaba lo más
mínimo lo que pasaba a su alrededor; y solían dormirse viendo o escuchando la
novela, cosiendo alrededor de la estufa, pues daba la sensación que cualquier lugar valía para recuperar las
energías perdidas y cargar las baterías del sueño, para resarcirse de las
largas jornadas en el trabajo y en la casa, en el tajo y en la cocina; de
manera que tenían una buena excusa casi siempre para despreciar la película de
la noche y evadirse de dramas y catástrofes, sonrisas y lágrimas, aunque
reconozco que me dolía ver a mi madre, a mi abuela Rosa o a mi tía Ramos perder
el hilo de la historia que con tanta fruición contemplaba yo desde mi lugar en
la cocina, en absoluta soledad, en tanto ellas pasaban de la simple duermevela
al ronquido más rotundo y contumaz.
Pero ahora me toca a mí, han pasado
los años y con ellos la vida, y esa tensión constante de la juventud que
llamamos pasión se ha ido aflojando de un modo inevitable. Todo comenzó los
viernes por la noche, cuando alquilaba una película y muy pronto percibía el
dulce adormecimiento de mi esposa, que tan mal me sentaba al principio, porque
era como un desprecio a la ceremonia doméstica del mejor día de la semana y a
mi cuidado por elegir un buen título para disfrutarlo en su compañía.
Lo peor es que muy pronto descubrí que yo no mochuelaba, en
efecto, sino que directamente renunciaba a aquel acto de consciencia que
consistía en mantener los ojos abiertos y el seso avivado para gozar con ese
placer de la inteligencia que es la ficción en movimiento sobre una pantalla.
Ya digo, he descubierto que me estoy haciendo viejo porque me
repito en mis historias y porque me duermo con frecuencia delante del televisor.
No me importa hacerme viejo porque no puedo hacer nada para impedirlo y ya lo
he asumido, pero detesto aburrir a los míos y dormirme como un acto senil que
antecede a la indeferencia y a la muerte.