LEJOS DE TODO
Ya he dejado
escrito en alguna ocasión que por aquellos tiempos íbamos andando muy a menudo
de un lado a otro, no solo a la huerta o al río, sino también, así nos contaban
nuestros padres, a los pueblos de alrededor, a la feria o al mercado de
Caravaca, a las fiestas de Calasparra o
a los toros a Cieza. El que tenía un burro o una burra, poseía un tesoro. Ir al
monte a por leña o a segar tallo o bajar a la huerta a coger hortalizas
terminaba siendo un suplicio sin uno de estos animales a mano. En mi casa,
desde que yo recuerdo, siempre hubo una burra, paciente y mansa, esforzada y
dispuesta al trabajo todos los días del año. De crío mi abuelo me enseñó a
ponerle el aparejo y bajaba a la huerta de mi tío Jesús o subía al secano de mi
padre montado en su lomo, a paso lento pero seguro, como suele ser el carácter
de estos animales.
Al atardecer,
los muchachos del Castillo asistíamos al espectáculo del regreso de hombres y
mujeres por el camino del Cementerio arriba, subidos los unos en mulas y en
burros, que no
cesaban de rebuznar, como si protestaran de su condición de animales de carga,
y los otros andando, junto a las caballerías, con paso cansino, mientras la
última luz de la tarde nos los acercaba
desde la distancia en la forma de una imagen evangélica o de un cuadro de
Millet. Lo más duro era, sin duda, el repecho de la cuesta del Relojero hasta
lo alto de Las Torres.
Moratalla,
entonces, era un pueblo sin coches ni motos, salvo el autobús para Murcia o
para Caravaca y los taxis que permanecían estacionados debajo de la
Cuesta del Caño. Luego fueron viniendo al pueblo los primeros
seiscientos y los ochocientos cincuenta, pequeños y
manejables, que pasaban por la Calle Mayor con
cierto señorío y debían dar la vuelta en el Goterón o, más allá, en la Plaza de la Iglesia para volver sobre su ruta,
porque Moratalla ha sido siempre un pueblo de ida y vuelta, un pueblo con final
y no de paso, un pueblo para venir y para volver siempre.
Pero
la verdadera revolución motorizada la protagonizaron en mi adolescencia las
motocicletas, aquella inefables y
archirepetidas puchmotocrós, que a lo
largo de unos años poblaron las calles empiringuchadas, estrechas y tortuosas
de Moratalla, que sustituyeron con su ímpetu tecnológico y moderno a las burras
y a las mulas, y con las que los hombres se acostumbraron a traer sus cargas
hortelanas o a portar el tallo a las calderas. Aquellas motos rabiosas, de
escasa cilindrada, pero valientes como el terreno para el que habían sido
construidas simbolizaron el paso inevitable de los antiguos y atrasados medios
de transporte a la llegada de los nuevos tiempos, Así, los viejos marchantes,
que cruzaban la sierra y los campos comprando y vendiendo cabras y ovejas a pie
durante semanas, tuvieron que ponerse al día y renovar su negocio, adquirir
motocarros o pequeños camiones, furgonetas o furgones medianos con los que
franqueaban los peores caminos y alcanzaban los territorios más remotos para
llevar a cabo de una forma más rentable
el noble oficio de poner en contacto una multitud de cortijos desperdigados y
casi aislados del campo con los mercados más florecientes de la comarca, entre
los que se encontraban el de Caravaca y el de Moratalla.
Hace
mucho que sabemos que una de las claves del progreso de un pueblo consiste en poseer
buenos medios de transporte y eficaces vías de comunicación. Quizás haya sido
ésta una de las razones de que Moratalla no adquiriese la prosperidad y la
preeminencia merecidas. Hemos cambiado mucho, es cierto, y la mayor parte de
las familias, si no todas, dispone de un automóvil o de varios, pero sigue
siendo complicado utilizar los transportes públicos para acercarse a los
pueblos de la comarca o a la capital a realizar una gestión cualquiera o ir al
médico. El ferrocarril queda muy lejos, los aeropuertos pertenecen a otro mundo
y estamos a kilómetros de la costa.
A
mí me gusta caminar; de hecho, cada vez que puedo voy al trabajo a pie y
aprovecho la suerte de tenerlo relativamente cerca, siento nostalgia de los
días en que íbamos todos, familia y amigos, andando al río para pasar unas
horas o unos días y he escuchado a mi padre cientos de veces contar sus
peripecias de marchante a pie por los territorios legendarios de Benámor, Béjar
y San Juan conduciendo una punta de ganado durante días enteros.
Reconozcamos,
sin embargo, que Moratalla sigue estando muy lejos de muchos sitios, que es un
lugar recóndito, secreto y varado aún en una época que, por fortuna, ya no
regresará nunca. Es posible que nuestro carácter y nuestra ventura anden
condicionados por esta circunstancia. No estamos cerca de ninguna parte, pero
el cielo lo tenemos a mano.
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