domingo, 21 de abril de 2013



LEJOS DE TODO


Ya he dejado escrito en alguna ocasión que por aquellos tiempos íbamos andando muy a menudo de un lado a otro, no solo a la huerta o al río, sino también, así nos contaban nuestros padres, a los pueblos de alrededor, a la feria o al mercado de Caravaca, a las fiestas de Calasparra  o a los toros a Cieza. El que tenía un burro o una burra, poseía un tesoro. Ir al monte a por leña o a segar tallo o bajar a la huerta a coger hortalizas terminaba siendo un suplicio sin uno de estos animales a mano. En mi casa, desde que yo recuerdo, siempre hubo una burra, paciente y mansa, esforzada y dispuesta al trabajo todos los días del año. De crío mi abuelo me enseñó a ponerle el aparejo y bajaba a la huerta de mi tío Jesús o subía al secano de mi padre montado en su lomo, a paso lento pero seguro, como suele ser el carácter de estos animales.
Al atardecer, los muchachos del Castillo asistíamos al espectáculo del regreso de hombres y mujeres por el camino del Cementerio arriba, subidos los unos en mulas y en
burros, que no cesaban de rebuznar, como si protestaran de su condición de animales de carga, y los otros andando, junto a las caballerías, con paso cansino, mientras la última luz de la tarde nos  los acercaba desde la distancia en la forma de una imagen evangélica o de un cuadro de Millet. Lo más duro era, sin duda, el repecho de la cuesta del Relojero hasta lo alto de Las Torres.
Moratalla, entonces, era un pueblo sin coches ni motos, salvo el autobús para Murcia o para Caravaca y los taxis que permanecían estacionados  debajo de la Cuesta del Caño. Luego fueron viniendo al pueblo los primeros seiscientos y los ochocientos cincuenta, pequeños y manejables, que pasaban por la Calle Mayor con cierto señorío y debían dar la vuelta en el Goterón o, más allá, en la Plaza de la Iglesia para volver sobre su ruta, porque Moratalla ha sido siempre un pueblo de ida y vuelta, un pueblo con final y no de paso, un pueblo para venir y para volver siempre.
Pero la verdadera revolución motorizada la protagonizaron en mi adolescencia las motocicletas,  aquella inefables y archirepetidas puchmotocrós, que a lo largo de unos años poblaron las calles empiringuchadas, estrechas y tortuosas de Moratalla, que sustituyeron con su ímpetu tecnológico y moderno a las burras y a las mulas, y con las que los hombres se acostumbraron a traer sus cargas hortelanas o a portar el tallo a las calderas. Aquellas motos rabiosas, de escasa cilindrada, pero valientes como el terreno para el que habían sido construidas simbolizaron el paso inevitable de los antiguos y atrasados medios de transporte a la llegada de los nuevos tiempos, Así, los viejos marchantes, que cruzaban la sierra y los campos comprando y vendiendo cabras y ovejas a pie durante semanas, tuvieron que ponerse al día y renovar su negocio, adquirir motocarros o pequeños camiones, furgonetas o furgones medianos con los que franqueaban los peores caminos y alcanzaban los territorios más remotos para llevar a cabo  de una forma más rentable el noble oficio de poner en contacto una multitud de cortijos desperdigados y casi aislados del campo con los mercados más florecientes de la comarca, entre los que se encontraban el de Caravaca y el de Moratalla.
Hace mucho que sabemos que una de las claves del progreso de un pueblo consiste en poseer buenos medios de transporte y eficaces vías de comunicación. Quizás haya sido ésta una de las razones de que Moratalla no adquiriese la prosperidad y la preeminencia merecidas. Hemos cambiado mucho, es cierto, y la mayor parte de las familias, si no todas, dispone de un automóvil o de varios, pero sigue siendo complicado utilizar los transportes públicos para acercarse a los pueblos de la comarca o a la capital a realizar una gestión cualquiera o ir al médico. El ferrocarril queda muy lejos, los aeropuertos pertenecen a otro mundo y estamos a kilómetros de la costa.
A mí me gusta caminar; de hecho, cada vez que puedo voy al trabajo a pie y aprovecho la suerte de tenerlo relativamente cerca, siento nostalgia de los días en que íbamos todos, familia y amigos, andando al río para pasar unas horas o unos días y he escuchado a mi padre cientos de veces contar sus peripecias de marchante a pie por los territorios legendarios de Benámor, Béjar y San Juan conduciendo una punta de ganado durante días enteros.
Reconozcamos, sin embargo, que Moratalla sigue estando muy lejos de muchos sitios, que es un lugar recóndito, secreto y varado aún en una época que, por fortuna, ya no regresará nunca. Es posible que nuestro carácter y nuestra ventura anden condicionados por esta circunstancia. No estamos cerca de ninguna parte, pero el cielo lo tenemos a mano.
                                                       

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