martes, 27 de septiembre de 2011

VERBENAS


No hay verano sin verbena, ni verbena sin canción del verano, sin las viejas y entrañables melodías de los setenta, sin paquitoelchocolatero o mujer o reloj no marques las horas. Son parte del protocolo festero y pertenecen a nuestra memoria sentimental, como los amigos que se fueron para siempre o las novias que nos plantaron sin motivo alguno o las fotografías en blanco y negro o aquel veranoazul con el que todavía soñamos.
            También se fueron las fiestas de Santa Ana a finales de julio, y con ellas una entrañable miniatura del Santo Cristo, su mejor epígono, sin duda. Suena la diana floreada y nos despierta con un sobresalto conocido y bullicioso. Salimos a la calle porque sí, porque es fiesta y a mediodía habrá misa y a su término, desfile de huertanas y huertanos por la Calle de Abajo hacia la plaza de la Santa que se conmemora, en el corazón de ese dédalo morisco de callejones y callejuelas tan cerca de la huerta y que hemos dado en llamar Los Bancales, mientras repican las campanas y estallan los cohetes con el alborozo propio de la celebración y del júbilo.
            Asistimos a la cucaña antes de comer y a las carreras de cintas con bicicletas o motos por la tarde y nos tomamos un chambi en La Glorieta. Se engalanan las calles con banderolas, macetas y cerámica del lugar, y los vecinos sacan a la puerta de sus casas la vida misma en un alarde de  tipismo folclórico y popular, en la forma de rincones que compiten entre ellos a lo largo del recorrido. Se escuchan los sones de la banda municipal y paseamos con estrecheces entre el gentío que lo ocupa todo. La  fiesta es, desde luego, muchedumbre y encuentro, ocasión de saludar a quienes perdimos de vista y nos topamos de repente a la vuelta de cualquier esquina, porque todos son bienvenidos en el calor de la amistad y del verano.
            Sudamos por la tarde en la suelta de las vaquillas, que nos traen los olores montaraces de un origen limpio y campesino. Hablamos en voz alta, casi gritamos, nos convertimos por un par de días en un pueblo vociferante y soberbio, como cualquier pueblo, pues en la fiesta sube nuestra vanidad y somos más que nunca, ayudados por la adrenalina, el alcohol y la euforia.
            En algún instante del atardecer se apagan los murmullos y la luz, volvemos a casa, nos aseamos, nos vestimos con lo más lucido de nuestras galas y regresamos al paseo de las calles recoletas y concurridas. Esa noche hay verbena, toca un grupo sin nombre y sin fama las canciones de toda la vida. Tímidos, invitamos a una chica a bailar y nos rechaza, pero más tarde o más temprano nos movemos con alguna otra al ritmo lento y meloso de un bolero, que el vocalista de la banda canta sin gracia y sin voz, como si estuviese leyendo con torpeza una letra extraña.
            Hay cuerva en las peñas, con su vino a granel, su melocotón y su azúcar y algo indefinido que nadie identifica, pero que va amodorrándote poco a poco sobre el hombro de la muchacha a la que ya has pisado un par de veces y a la que terminarás por romperle sus flamantes sandalias recién estrenadas.
            Para que nosotros nos divirtamos y la velada acabe siendo inolvidable, incluida una promesa de cita para la semana que viene con la joven a la que le hemos martirizado los pies durante algunas horas, unos pocos músicos y un cantante han estado currando duro, repitiendo hasta la saciedad un repertorio que conocen de sobra, que todos hemos escuchado cada fiesta de cada año en cada una de las verbenas y que no pasará, me temo, a la Historia de la Música. Pero esto es así. Con el Concierto nº 4 en mi bemol mayor de Wolfran Amadeus Mozart no habríamos tenido verbena ni por asomo, ni hubiésemos bailado toda la noche, ligeramente chispados y profundamente dichosos, ni tendríamos algo que recordar hoy.
            Se llamaban Los Mixtos y ahora los evoco con ternura y agradecimiento, porque, aunque no hubiesen podido aficionarme a la buena música con su ejemplo, lo pasé muy bien en su compañía, en aquellas largas y emocionantes noches de verbena, de adolescencia y tonteo en la Plaza de Santa Ana.


                                                          


miércoles, 21 de septiembre de 2011

DOLOR DE LA TIERRA


Como los escritores del 98 y los intelectuales regeneracionistas de principios del siglo pasado y, antes, autores tan emblemáticos como Quevedo o Larra, entre otros, a mí también me duele mi patria y, por eso mismo, albergo el derecho de señalar algunos de sus males y de sus vicios, del mismo modo que no tenemos empacho en amonestar a los que queremos  y conducirlos, si nos dejan, por el buen camino.
            Todo esto lo digo en referencia a la pésima situación económica por la que está pasando Moratalla, consecuencia evidente, en parte, de una crisis nacional de origen planetario, cuyo término no acabamos de ver claro. En conciencia, me es muy difícil seguir escribiendo en ese tono elegíaco con que suelo volver al pasado de la tierra y de mi infancia y llevar a cabo un ejercicio de la nostalgia, casi siempre dulce y melancólico, o desbarrar, incluso, acerca de asuntos baladíes, con los que pretendo descargar la tensión y refrescar el ambiente, teniendo presente cada día el estado penoso en el que se halla mi pueblo.
            Reconozco que ha llegado el momento de declarar mi indignación y mi dolor por ese constante desangramiento al que he asistido, desde la media distancia, pero con una enorme preocupación. No es plato de buen gusto comprobar que tu lugar de origen aparece casi todos los días en la prensa regional e, incluso, en la internacional, como ejemplo de quiebra y ruina económica con respecto a la gestión administrativa del Ayuntamiento.
            No voy a entrar en debates de índole partidista, aunque conozco algunas buenas razones que justifican todo este desaguisado, porque tengo amigos y familia que me mantienen al día y me dan cumplida información sobre los errores, los desaciertos y los despilfarros de unos y de otros desde hace algunos años, por desgracia.
            Yo reconozco que no es fácil tirar palante en tiempos tan oscuros como los que estamos viviendo, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que no resolveremos nada con trifulcas, acusaciones e insultos. Atengámonos a la ley, a los procedimientos comunes en estos casos, a la investigación de las cuentas, a las auditorías, si es necesario, y dejémonos de zarandajas, porque la imagen que reflejamos en el exterior es indigna.
            Este no es un problema exclusivo de Moratalla, desde luego, y va siendo hora de pensar que en estos últimos años no nos salían las cuentas, porque no se puede gastar más de lo que se tiene, sin inversiones ni ahorro, y pretender que no explote el invento alguna vez. Multipliquemos este error por miles de municipios y un buen puñado de comunidades autónomas, añadámosle la amenaza constante de la recesión económica, llegada del otro lado del charco y de los Pirineos y el estallido final hace unos años y entenderemos la espesa sombra que nos cubre.
            Yo no tengo la solución ni conozco a los culpables, pero no queda más remedio que serenarnos y llegar a alguna clase de pacto y entendimiento. Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes ya desmoronados, escribía, también con dolor de la España que estaba dejando de ser esplendorosa, en el siglo XVII don Francisco de Quevedo y Villegas. No es, por supuesto, el caso de Moratalla, cuyo pasado no ha sido nunca floreciente, pero lo peor de todo lo que nos pasa ahora es que tiene una divulgación exagerada y afecta al ánimo y al bolsillo de tantos amigos, familiares y vecinos, que han dejado de percibir sus nóminas o de cobrar sus facturas o sufrirán la subida inminente de los impuestos, mientras se paralizan las obras públicas y va deteriorándose el paisaje urbano y entramos en una profunda depresión, que no es otra cosa, en ocasiones, que un regodeo enfermizo en el fracaso y un determinismo fatalista, quizás heredado de muchos años de humillación y pobreza.
            Resulta incómodo dar consejos desde lejos, aunque el mal nos afecte a todos, estemos donde estemos. Tal vez haya llegado el momento de olvidar que nunca nos entendimos del todo, que venimos aborreciendo la cultura desde hace siglos, que no somos emprendedores, porque nos duele el alma cada vez que debemos levantarnos para acometer una nueva empresa, que no cuidamos de la cosa pública (res publica, escribían los clásicos) pues lo común parece que no nos perteneciera, y afrontar, acaso, nuestra condición de supervivientes a ultranza. Hemos capeado peores temporales y atravesado territorios más aciagos y hemos subsistido pese a todo.
            No me cabe la menor duda de que también saldremos de esta.
                                             

sábado, 17 de septiembre de 2011

NOSTALGIA DEL INVIERNO


Según transcurría el verano e iba mediando el mes de agosto, los que habíamos preferido siempre el frío y la lluvia y disfrutábamos de la nieve como de un regalo del cielo, empezábamos  a sentir nostalgia de la última estación del año; aunque supongo que uno siempre echa de menos lo que no tiene, porque ya ha pasado  o porque vendrá más tarde.
            Sé que muy pocos compartirán conmigo esta experiencia, pues tradicionalmente ha sido el sur y el llamado buen tiempo los paradigmas edénicos por antonomasia, los territorios míticos, donde cualquiera hubiese decidido perderse en un momento dado, y, si me apuran, casi toda una filosofía de vida. No en vano, la mayor parte de las grandes religiones y de las culturas fundamentales proceden de ese espacio, así como el origen de la vida y del hombre.
            En cambio, yo suelo reivindicar el norte, la magia de sus sombras, su clima húmedo y su temperatura extremada y con él, la estación que mejor lo representa. Quizás por esto, paso la mitad del verano acordándome de diciembre y de sus primeros frentes fríos, de las gloriosas nieves de enero y de febrero, de las mañanas gélidas hasta finales de marzo y de la luz huidiza, las noches inmensas y las tardes fugaces, que la proximidad de la primavera nos va hurtando de un modo descarado.
            Reconozco que albergo cierta superstición con respecto al estío, que me  sobrecogen sus madrugadas aromáticas y sus atardeceres eternos, las noches breves pero intensas y el olor de la tierra calcinada por el sol. No tengo más remedio que decirlo de una manera diáfana y rotunda: hace años que he aceptado morir durante uno de estos días de arena y de fuego. No hay razón alguna para estar seguro, pero así lo vengo presintiendo, y la sola idea basta para estremecerme.
            Es posible que nunca me haya defendido bien de los agobios del calor, de las noches en blanco y los días empapado, de las faenas más fatigosas durante este tiempo, pues al esfuerzo físico se le unía el desgaste de líquidos y la merma psicológica, esa evidente condena bíblica a la que nos vemos sometidos durante buena parte de la jornada. Se me dirá que el aire acondicionado y los baños ocasionales hacen más soportable estos rigores, pero me resulta intolerable, a veces, pasar frío, un frío  paradójico y metálico en el mes de julio, por ejemplo, y la populosa algarabía de las playas infestadas de individuos molestos, desagradables y maleducados.
            Combatir el helor de los atardeceres, conforme va anunciándose la noche en el horizonte y arrecia la tormenta de nieve o el aguacero intempestivo, es otra cosa y obedece a una liturgia más antigua, tan antigua como el hombre y sus primeros terrores, tan entrañable como su instinto de supervivencia. De manera que nos recogemos en torno a la familia y al hogar y encontramos, de este modo, un sentimiento de protección que viene de muy lejos en el viaje de la especie a través de los siglos y nos hallamos a nosotros mismos en el corazón de la tribu.
            Tal vez por esto, hay días que rememoro con cierta ternura y de una forma extraña el encendido de la estufa de leña en mi casa a finales de octubre o, más atrás en el tiempo, la lumbre que mi abuelo prendía en la cocina de Moratalla, solazándose con ese calor grato que nos reanima de pronto, mientras en la calle silba un viento oscuro y tenaz  y gélido. Siento en esos instantes que los meses del verano solo han sido un paréntesis forzoso en el pálpito regular de mi existencia y que más pronto que tarde todo volverá a su cauce. Cerraremos las ventanas al cierzo y nos taparemos tan ricamente, nos mojaremos los zapatos en los charcos imprevistos de las calles mal pavimentadas y regresarán de una manera mágica las imágenes del origen, de aquellos primeros años en que las cosas eran precarias y vivíamos con lo justo y estábamos más cerca de la tierra, porque hacía muy poco que habíamos salido del cortijo, donde las eventualidades eran numerosas y el frío traía su peligro de fiera invernal, pues un nevazo podía costarnos la vida.
            La familia, la mistad y los vecinos constituían, entonces, un núcleo solidario e indispensable para sortear con éxito la fiereza cimarrona de los inviernos. Quizás los hombres y las mujeres estuvieran más cerca los unos de los otros, frente al fuego de la chimenea, relatando en voz baja leyendas repetidas de origen mágico o sucesos cercanos y sorprendentes. En realidad, ahí se hallaba la fuente inagotable de todos los cuentos, la aureola poética de las palabras pronunciadas con un fervor extraordinario.
            Todos los veranos descubro que echo en falta aquel tiempo, que mi nostalgia del invierno es la del hombre que ha extraviado su infancia y, a cambio, le quedan tan solo un puñado de historias para contar.



                                               

martes, 6 de septiembre de 2011

TORMENTA DE VERANO




Asistimos, un tanto impresionados, al espectáculo sobrenatural de la noche, rota de súbito por los relámpagos de una tormenta de verano. Sentados en la terraza, presenciamos recelosos una de esas brillantes ejecuciones de la naturaleza desatada, barrocas y excesivas, pero inapelables en cualquier caso.  Tan pequeños en la oscuridad profunda, iluminada de tarde en tarde por un desgarro del cielo, tan altos frente a la disputa mitológica de seres que no parecen querer nada con nosotros, que resuelven sus asuntos en su propio campo, a fuego y con soberbios zambombazos de resonancias épicas, ni siquiera nos planteamos la razón de tanta turbamulta.
            Tiembla el firmamento, pero no llueve, quizás porque llovería sobre mojado (tan cerca está el mar que podemos extender nuestras manos y sumergirlas en su agua salobre y eterna), y todo habría sido inútil, una mera fanfarronada de gigantes y malandrines enfurecidos en el tapiz negro del principio de la madrugada, disueltos en el humo de la humedad, capaces solo de amedrentar a los turistas de tierra adentro, a los advenedizos que nunca estuvieron a solas con la furia de lo que resulta invencible, porque viene de un tiempo y de un lugar tan viejos como  el origen del universo.
            Es, al cabo, una ceremonia de la luz desatada, de la amenaza poderosa con que el verano conjuga el mar, el sol y los vientos y nos da un toque de atención, una suerte de colleja climatológica para advertirnos, tal vez, de que todo no será así para siempre: treinta grados a la sombra, la brisa húmeda acunándonos en cada siesta y el mar perpetuo llevándonos tan lejos como nos conceda nuestra paciencia, porque somos por un par de meses hijos del agua y de la arena, seres harapientos sin patria echados bajo las palmeras, criaturas convertidas al culto de la piel y animales libérrimos, desatendidos de normas morales y demás zarandajas.
            No, los relámpagos del cielo vuelven a ponernos en nuestro sitio, nos hurtan en ocasiones la luz eléctrica y, en la oscuridad y maldiciendo, buscamos las velas antiguas, las encendemos con precaución y regresamos al rito ancestral del fuego y de la caverna, torpes, lentos y, por qué no decirlo, también asustados; pues que nos privan de nuestros privilegios de hombres sin recursos y nos fastidian la noche.
            En ese trance me suelo acordar de las tormentas de verano en Moratalla, cuando mi abuela no dudaba en acostarse, porque entre las sábanas se hallaba más segura, mi abuelo y mi padre vigilaban las goteras de la cámara y mi madre se proveía de cerillas y velas, por si se iba la luz. A veces, era de noche y mirábamos el televisor junto a la estufa encendida. De repente nos quedábamos a oscuras, y me daba la impresión de haber vuelto a los tiempos de mis antepasados, sin otro entretenimiento que las conversaciones a media voz en la cocina, resignados a la magia de las tecnologías, que tampoco eran infalibles precisamente, apurando los minutos de la noche y a la espera de que regresara la luz y con ella, el fluir del tiempo y de la vida.
            Ni entonces ni ahora las tenemos todas con nosotros, porque hemos sustituido el azar de la naturaleza, tal vez cruel e inexorable, por el azar de intrincadas razones que tampoco conocemos, que nos son tan extrañas como el nacimiento de la vida, porque, quizás, no nos han dejado otro conocimiento sobre la modernidad que nuestra voluntad de oprimir un botón a ciegas y sin la consciencia plena de lo que, en el fondo, estamos realizando.
            Ya ni siquiera nos importa la sinfonía sincopada de los truenos en el oscuro infinito bajo el que se adivina el mar, del mismo modo que en aquellas noches de mi infancia, asomado a la ventana de la cocina, imaginaba la Sierra del Buitre y el pueblo sumergido en la penumbra, pero queremos que vuelva la luz porque nos hemos quedado con el partido de la tele a medias.