HOSPITALIDAD
No
creo en el paraíso de la infancia ni en esa estúpida obsesión de que cualquier
tiempo pasado fue mejor. Antes al contrario, la infancia llega a ser, en muchos
casos, un verdadero infierno, y los mejores años de mi vida están todavía por
venir; o, al menos, así quiero pensarlo yo. Luego, la memoria tiene sus propias
mañas y se vale de las palabras para enaltecer, edulcorar y mitificar una época
tan común como cualquier otra. También es verdad que no todos tuvieron la misma
cuna ni compartieron el sabor agridulce de una niñez con más sombras que
luminarias. Cada cual apechuga con la suya, a pesar de que ninguno es
responsable de unos años que no elegimos vivir.
Entonces las cosas en el barrio eran
diferentes. Los muchachos entrábamos y salíamos de las pocas casas donde había
televisión con una libertad inusual, y los hombres y las mujeres no necesitaban
tarjeta de visita ni cita previa para presentarse en el domicilio del vecino a
cualquier hora del día con cualquier excusa o con ninguna.
La vieja y honorable hospitalidad campesina permitía y auspiciaba
incluso estas libertades que hoy nos producirían horror. Aunque mi madre nos
educó para no molestar en las casas ajenas y, menos aún, en los espacios de la
comida, no resultaba extraño que entrara a mediodía un vecino cualquiera,
mientras la familia daba cuenta de una olla pantagruélica o de un arroz con conejo; por supuesto, que
al intruso se le instaba para que cogiese una cuchara y nos acompañase en la
mesa, sin darle opción a que rechazase nuestro ofrecimiento, y despreciase, por
ende, las humildes vituallas que teníamos sobre la mesa.
El vecino o la vecina no aceptaban casi
nunca la invitación, pero tampoco se iban del todo; de manera que durante unos
minutos, que podrían parecernos infinitos, se creaba una situación incómoda, en
la que nosotros no terminábamos de relajarnos y el visitante no acababa de
irse.
Tampoco resultaba tan extraño que se
acomodara a un lado de la cocina, mientras nosotros proseguíamos con la comida
y se entablara una conversación particular, apenas forzada, entre el
visitante y la familia, metida de lleno
en la saludable operación de dar cuenta de los alimentos que la madre había
cocinado. O bien, se le servía un vaso de vino y se le preparaba un bocado para
que no desentonara del todo con el ajetreo general.
Había menos privacidad en aquellas
calles que las mujeres barrían de un modo comunal y que los hombres habían
encementado con el sudor de su frente y los materiales del Ayuntamiento, las
que usábamos como terreno de mil juegos, campo de batalla y trinchera
cotidiana; las calles por las que pasaban ovejas, cabras y burras cada día de
camino a la huerta o al monte, las que ocupaban en verano y por la noche
hombres y mujeres para matar con mimo y mucha labia las largas horas hasta el
instante de irse a la cama, las que, por
fin, inundaban las sombras y terminaban poblándose de los fantasmas fabulosos
de nuestra imaginación de muchachos pobres.
Sería injusto e hipócrita olvidar las
muchas rencillas, las peleas callejeras de mujeres desatadas y de hombres
broncos, de muchachos malcriados y hasta un punto crueles, de ancianos
miserables y blasfemos, porque aquel espacio, del que vengo escribiendo hace
años, no era un territorio idílico ni mucho menos. No era más que nuestro
barrio, una suerte de pequeño imperio donde mandábamos nosotros y donde, en parte,
nos sentíamos seguros e inexpugnables.
Pero no puedo olvidar aquellas noches
de septiembre, después de un día tórrido e interminable en el secano recogiendo
las almendras, cuando se reunían en el portal de mi casa, de un modo inesperado
y altruista, la María , la Juana , el Miguel, la Paca , la Josefa para ayudarnos a descascarotar las almendras que habíamos traído con la burra ese
día sin otra recompensa que la amistad, la conversación y un puñado de
almendras que mi madre solía regalarles al fin de la temporada.