domingo, 10 de febrero de 2013


LAS BUENAS MANERAS EN LA MESA



La sopa se sorbía de un modo casi estrepitoso, porque de lo contrario corrías el riesgo de abrasarte. Se masticaba con la boca abierta y se hacía ruido, con una familiaridad y una campechanía tan natural como el resto de las funciones fisiológicas. La familia entera solía comer las migas o el arroz en torno a la sartén, que sacaban humeante del fuego de la chimenea y colocaban sobre un tiznero, alrededor del cual iban situándose todos, a una distancia prudente; luego, con un cierto orden y unas educadas formas primitivas alargábamos la cuchara, la llenábamos y nos la llevábamos a la boca, mientras intentábamos no derramar nada. Los guisos solían verterse en una fuente que la madre situaba en el centro de la mesa, y procedíamos del mismo modo. Aquello era una verdadera ceremonia, en la que se compartían los alimentos, las conversaciones, el calor de la familia y la alegría de satisfacer  el hambre un día más.  Se usaban las cucharas para tomar el caldo  y las navajas para cortar el pan y la carne, pero los tenedores y los cuchillos eran inútiles. Se mojaba con pan, con un pedazo que pinchábamos en la punta de la navaja y con el que los más habilidosos iban cargando el tomate frito, o las alubias y las patatas de una fenomenal  ensalada de alubias, la ajoharina  o la verdura. Aquella industria  resultaba original, divertida y respondía, por supuesto, a unas normas de respetabilidad en la mesa   que venían de muy lejos, de los antiguos clanes campesinos de la sierra.
         Los tomates se partían con la navaja y con la punta se mojaba un poco de sal y se extendía en la pulpa roja de la hortaliza, del mismo modo que sujetábamos un trozo de tocino o de jamón sobre un cacho de pan  e íbamos cortando pequeñas porciones que mezclábamos con el pan y el tomate. Los melones y las sandías los cortábamos en tajadas que nos comíamos con las manos, a bocados como en las viejas historietas infantiles, mientras que la leche de las mañanas se echaba en grandes tazones que llenábamos de sopas de pan; un poco de malta sustituía de un modo más saludable al café.
         Todos los días ponía la madre un puchero al fuego, porque ése era el único concepto gastronómico razonable, económico y placentero al paladar que conocíamos todos, salvo en determinados días en que se cocinaba el arroz como un manjar excepcional, al que, por otro lado, nunca he sido demasiado adicto. Un solo plato constituía toda la comida, en la que no solían faltar las verduras, las legumbres, los cereales, las hortalizas y, en ocasiones, la carne, es decir lo que equivale a un bien equilibrado y completo régimen alimentario. Después se sacaba la fuente con los embutidos, verdaderas regalías de carne de cerdo, que ponían término a la colación, aunque la fruta, variada y del tiempo, estaba siempre presente en el cesto de esparto sobre la mesa familiar. Se pelaban las manzanas y las peras con la navaja, se mondaban las naranjas con las manos, se comían las tajadas de melón o de sandía sin otros cubiertos que los propios dientes, se pelaban los plátanos y se abrían las granadas para acceder a esos pequeños tesoros que nos llevábamos a la boca como un regalo; a las brevas sanjuaneras y a los higos del verano apenas los despojábamos de la verde envoltura y ya estábamos disfrutando de su miel y de su carne. Los higos chumbos, frescos y mañaneros, eran un fruto exótico de la planta más pobre de la tierra.  
         Ni postre ni café comparecían en estos rituales cotidianos del hambre bien saciada; tampoco el vino era habitual, salvo para el padre, mientras que el agua, del grifo o de la fuente que, al fin, compartían la misma procedencia, fue el refresco natural que acompañó de una forma invariable estas entrañables citas culinarias, en las que apenas se ponderaba el arte de la cocinera ni se agradecían sus desvelos y sus fatigas para tenerlo todo dispuesto, a punto, a la hora convenida, porque así era la costumbre, porque a veces, por desgracia,  la excelencia no se premia.
         En la mesa no guardábamos protocolos de una finura exquisita, tan solo las maneras estrictas de una buena educación campesina, pero no resultaban infrecuentes los eructos como un complemento necesario del principio de una adecuada digestión.
         Al fin, los hombres sacaban las petacas oscuras y los libritos de papel y ofrecían su tabaco con un ademán generoso, mientras que las mujeres iban desalojando la mesa de platos, fuentes y cucharas. Liados los últimos cigarros de la escueta sobremesa, salían a la calle, miraban al cielo, aparejaban las bestias unos para encaminarse a la era, y los otros se dirigían al corral del ganado para soltar las reses en los prados adyacentes.
         No se engañen, no había nada de bucólico en aquellos días, aunque lo parezca. Eso es cosa solo de escritores y desocupados.


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