LAS
BUENAS MANERAS EN LA MESA
La
sopa se sorbía de un modo casi estrepitoso, porque de lo contrario corrías el
riesgo de abrasarte. Se masticaba con la boca abierta y se hacía ruido, con una
familiaridad y una campechanía tan natural como el resto de las funciones
fisiológicas. La familia entera solía comer las migas o el arroz en torno a la
sartén, que sacaban humeante del fuego de la chimenea y colocaban sobre un
tiznero, alrededor del cual iban situándose todos, a una distancia prudente;
luego, con un cierto orden y unas educadas formas primitivas alargábamos la
cuchara, la llenábamos y nos la llevábamos a la boca, mientras intentábamos no
derramar nada. Los guisos solían verterse en una fuente que la madre situaba en
el centro de la mesa, y procedíamos del mismo modo. Aquello era una verdadera
ceremonia, en la que se compartían los alimentos, las conversaciones, el calor
de la familia y la alegría de satisfacer
el hambre un día más. Se usaban
las cucharas para tomar el caldo y las
navajas para cortar el pan y la carne, pero los tenedores y los cuchillos eran
inútiles. Se mojaba con pan, con un pedazo que pinchábamos en la punta de la
navaja y con el que los más habilidosos iban cargando el tomate frito, o las
alubias y las patatas de una fenomenal ensalada
de alubias, la ajoharina o la verdura.
Aquella industria resultaba original,
divertida y respondía, por supuesto, a unas normas de respetabilidad en la mesa
que venían de muy lejos, de los antiguos
clanes campesinos de la sierra.
Los tomates se partían con la navaja y
con la punta se mojaba un poco de sal y se extendía en la pulpa roja de la
hortaliza, del mismo modo que sujetábamos un trozo de tocino o de jamón sobre
un cacho de pan e íbamos cortando pequeñas
porciones que mezclábamos con el pan y el tomate. Los melones y las sandías los
cortábamos en tajadas que nos comíamos con las manos, a bocados como en las
viejas historietas infantiles, mientras que la leche de las mañanas se echaba
en grandes tazones que llenábamos de sopas de pan; un poco de malta sustituía
de un modo más saludable al café.
Todos los días ponía la madre un
puchero al fuego, porque ése era el único concepto gastronómico razonable,
económico y placentero al paladar que conocíamos todos, salvo en determinados
días en que se cocinaba el arroz como un manjar excepcional, al que, por otro
lado, nunca he sido demasiado adicto. Un solo plato constituía toda la comida,
en la que no solían faltar las verduras, las legumbres, los cereales, las
hortalizas y, en ocasiones, la carne, es decir lo que equivale a un bien
equilibrado y completo régimen alimentario. Después se sacaba la fuente con los
embutidos, verdaderas regalías de carne de cerdo, que ponían término a la
colación, aunque la fruta, variada y del tiempo, estaba siempre presente en el
cesto de esparto sobre la mesa familiar. Se pelaban las manzanas y las peras
con la navaja, se mondaban las naranjas con las manos, se comían las tajadas de
melón o de sandía sin otros cubiertos que los propios dientes, se pelaban los
plátanos y se abrían las granadas para acceder a esos pequeños tesoros que nos
llevábamos a la boca como un regalo; a las brevas sanjuaneras y a los higos del
verano apenas los despojábamos de la verde envoltura y ya estábamos disfrutando
de su miel y de su carne. Los higos chumbos, frescos y mañaneros, eran un fruto
exótico de la planta más pobre de la tierra.
Ni postre ni café comparecían en estos
rituales cotidianos del hambre bien saciada; tampoco el vino era habitual,
salvo para el padre, mientras que el agua, del grifo o de la fuente que, al
fin, compartían la misma procedencia, fue el refresco natural que acompañó de
una forma invariable estas entrañables citas culinarias, en las que apenas se
ponderaba el arte de la cocinera ni se agradecían sus desvelos y sus fatigas
para tenerlo todo dispuesto, a punto, a la hora convenida, porque así era la
costumbre, porque a veces, por desgracia, la excelencia no se premia.
En la mesa no guardábamos protocolos de
una finura exquisita, tan solo las maneras estrictas de una buena educación
campesina, pero no resultaban infrecuentes los eructos como un complemento
necesario del principio de una adecuada digestión.
Al fin, los hombres sacaban las petacas
oscuras y los libritos de papel y ofrecían su tabaco con un ademán generoso,
mientras que las mujeres iban desalojando la mesa de platos, fuentes y
cucharas. Liados los últimos cigarros de la escueta sobremesa, salían a la
calle, miraban al cielo, aparejaban las bestias unos para encaminarse a la era,
y los otros se dirigían al corral del ganado para soltar las reses en los
prados adyacentes.
No se engañen, no había nada de
bucólico en aquellos días, aunque lo parezca. Eso es cosa solo de escritores y
desocupados.
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