martes, 28 de junio de 2011

MEMORIA DE LAS ESTACIONES


En Moratalla cada una de las estaciones del año tiene una personalidad propia y bien definida. Cuando me vine a Murcia a principios de los ochenta comprobé que entre muchas otras cosas había perdido esa magia del clima cambiando de un modo progresivo, de un mes a otro, junto a los matices de la luz y de la humedad, en un viaje lento, complejo y misterioso, en el que cada circunstancia natural añade  su ingrediente para que los días y las noches sean diversos y estimulantes, únicos y sugestivos. Mientras que en la ciudad no podría distinguir entre una tarde de abril y una tarde de octubre, porque en Murcia es todo una larga primavera con algunos meses terribles de verano, en Moratalla se vislumbraba la huida del verano hacia los territorios de septiembre jornada a jornada y el advenimiento del calor en los prolegómenos de mayo y de junio, cuyas noches, sin embargo, mostraban, a veces, una sutil amenaza de frío solapado, que las mujeres combatían con las sempiternas rebecas.
            Todo era entonces y en aquel espacio de una viveza mayor, más sólido y definido, como el perfil de las sierras y la existencia áspera de las gentes. Es verdad que en verano hacía calor, pero las noches respetaban nuestro descanso y, alguna vez, era preciso taparse con una sábana, mientras que en invierno apretaba el frío, brutal y franco como la propia tierra, pero todos lo esperábamos con el corral bien abastecido de leña y los abrigos de lana, que nos había tejido nuestra madre con paciencia.
            La memoria posee ese ritmo particular con el que se iban sucediendo las semanas y los meses, llegaba junio, se alargaban los días, y en la recogida de los albaricoques sudábamos de un modo inmisericorde. Buscábamos consuelo a los rigores de la canícula en los pozos de La Puerta y de Somogil y gozábamos del agua más pura y más fresca en los meses de julio y de agosto, mientras gastábamos los días largos de las vacaciones y se nos echaba la noche encima de un modo imprevisto a principios de octubre. Cuando volvíamos de la escuela en noviembre ya era de noche y la merienda nos sabía a cena anticipada, reunidos en el Patio del Campanario, bajo el alero de un balcón antiguo y con solera, si estaba lloviendo, o sentados en el escalón de la entrada de cualquier casa.
            Se iban los días y nos quedábamos atónitos, porque arreciaba el viento helado de Las Torres y se colaba por la calle Curato y nos vapuleaba como a peleles hasta que iban encendiéndose las farolas exhaustas de un barrio en sombras, que conocíamos como la palma de nuestra mano y que era, en realidad, el único universo posible.
            Muy pronto entrábamos en casa y me sentaba junto a mi abuelo frente a la chimenea, extendía las manos ateridas y sentía el dolor de las llamas despertando la sangre. En la ventana apenas columbrábamos las primeras estrellas y, en ocasiones, el resplandor de una luna grande y redonda y enigmática.   
            Cada estación venía para salvarnos de lo más duro que habíamos padecido en los meses anteriores, porque el invierno refrescaba nuestros miembros caldeados y el verano calentaba nuestros pies como témpanos, y la primavera era un regalo del cielo, y el otoño nos reconfortaba el corazón enardecido. Vivir en una temperatura constante, por muy paradisíaca que ésta  sea, debe de resultar tan monótono como alimentarnos siempre con el mismo guiso.
            En Moratalla todos los días parecían diferentes y albergaban un atisbo de esperanza, el vago rumor de una nostalgia, que pertenecía a la memoria sentimental de cada uno de nosotros. El frío me evocaba la nieve de un modo indefectible, las mañanas metido entre las mantas y arropado por mi madre; la primavera, la antesala jubilosa de un curso que llegaba a su fin, y con él, los días felices e innumerables del estío, el agua refrescante en plena naturaleza y los largos atardeceres, la charla de los vecinos hasta altas horas de la noche en la calle, sentados en sillas de anea a la puerta de mi casa  y, más tarde, la lenta agonía de septiembre en dirección a un otoño crepuscular, adormilado y de una belleza insuperable.
            Una mañana cualquiera entrábamos en diciembre y se nos alborotaba el corazón de súbito, porque el frío inhóspito de los callejones que bajaban del cerro era una tarjeta de presentación de la Navidad próxima. Yo, que siempre he disfrutado del invierno, del recogimiento que convoca el misterio del fuego en la penumbra de la cocina, de las historias que me contaba mi abuelo en aquellos anocheceres mágicos, asistía como testigo a la transformación que iban sufriendo los objetos y las personas bajo los diversos tonos de luz que nos traían los días en su viaje imparable hacia ninguna parte, esa gracia fascinante que llamamos vida.


                                 
EL PEDANTE TECNOLÓGICO


Culto ha sido siempre el hombre, o la mujer, que tiene la capacidad de comunicarse con una amplia gama de personas, desde el semianalfabeto (ya no hay analfabetos absolutos) hasta el catedrático, pasando por las distintas escalas de ilustración, discernimiento y competencia. Al menos, así me lo enseñaron a mí en los primeros años de la escuela; de ahí que ni el pedante ni el inepto encuentren con facilidad un lugar cómodo entre los otros; el primero, por exceso y el segundo, por carencia; en cualquier caso, igual da, porque entrar en contacto con el otro es ponerse a su altura, hablarle desde su nivel, sin prepotencia ni encogimiento, con palabras que ambos entienden.
            Desde siempre ha sido inevitable que de los tontos se rieran los más espabilados, sobre todo, en unos años en que pueblos como Moratalla tenían un índice de incultura consecuente con una escolaridad precaria y un conocimiento del mundo escaso. La escuela y la televisión acabaron con ese tiempo oscuro, pero los avances de la tecnología vienen pisándonos los talones a un ritmo acelerado desde hace décadas y algunos andamos con la lengua fuera  de tanta maquinita electrónica y tanta monserga de última hora. Hoy es un retrasado y un mentecato el que no se maneja con habilidad delante de un ordenador, además de conocer los secretos de la electrónica doméstica, que es amplia y compleja, los vericuetos intrincados de la mecánica, que constituye un área indispensable de la vida social, las profundidades de los sistemas de calefacción y aire acondicionado, tan necesarios en nuestra existencia cotidiana y, desde luego, los rudimentos del bricolaje casero.
            Hay quien dedica a estas disciplinas ineludibles buena parte de las horas del día, consultando revistas, accediendo a las páginas especializadas de Internet o viendo los programas que la televisión emite al respecto. En todas las conversaciones meten baza, discuten, polemizan con ardor casi guerrero y defienden sus posiciones hasta las últimas consecuencias. Los he visto debatir sobre la corriente trifásica, la energía eólica o el motor de inyección, sin quedarse atrás en el enigma de los televisores de plasma, los últimos dispositivos informáticos, de cuyo intríngulis yo ya lo desconozco casi todo o la conexión BlueTooth.
            Este es el pedante tecnológico, al que tanto trabajo le cuesta enhebrar una frase luminosa, como si se cumpliera en él el aserto de un viejo profesor mío, que aseguraba la ignorancia a quien no fuese capaz de transmitir con claridad y precisión cualquier idea por muy obtusa que fuera. Si no sabes explicar algo es que no lo entiendes tampoco tú, solía dictaminar con soltura y sabiduría.
            Empiezo a sentirme incómodo, a pesar de no haber cumplido aún el medio siglo, entre tantos aparatos, chismes y artilugios, cuya utilidad nadie parece ponernos en claro antes de que el mercado y la gente los asuma como elementos esenciales en nuestro acontecer diario. Salvo el pedante tecnológico que domina con desparpajo cada uno de estos misterios de la modernidad, que se halla al día en todo lo concerniente a novedades, alternativas, funciones y demás tramoya y que, para colmo, no satisfecho con esto, se empeña en hacernos partícipes de su talento sin escatimar detalles  que ni nos van ni nos vienen, que nos importunan y nos aburren, y nos maltratan con su dialéctica oxidada de eminentes loros repetidores de lugares comunes e inventos de una actualidad permanente y efímera.
            El pedante tecnológico no descansa en el trabajo con los compañeros ni en la casa con la familia, ni en el bar con los amigos. Es una adepto de la religión de los gigas, un creyente integrista de los circuitos electrónicos y de las pantallas extraplanas, sin reparar en la solemne estupidez  que este último concepto encierra en él mismo, ni en otros centenares de sandeces, despropósitos y bobadas de última generación. En sus labios las ideas envejecen de un día para otro y lo que la semana pasada fue el último grito en sonido o en imagen, hoy es ya una antigualla, un resto arqueológico tan inútil como irrisorio.
            El caso es que no he visto a ninguno de ellos usar de todo ese derroche de destreza técnica, de la que tanto alardean, para escribir un buen libro, filmar una gran película o grabar un disco fabuloso, porque el pedante tecnológico se ahoga en su propia verborrea, engreído y ridículo como un sofista moderno e incapaz de crear algo que lo justifique.  Su ágora, su editorial y su satisfacción radican en el puñado de incondicionales que, resignados y exhaustos, lo soportan con la esperanza de que no sea muy extensa la paliza discursiva y de que, una vez saciada su cuota de vanidad, se olvide de ellos por una larga temporada.        


                                                         

martes, 14 de junio de 2011

DE VISITA

Ya no se usa tanto, pero cuando yo era niño, acostumbraba a ir con mis padres de visita, de un modo esporádico, pero como un buen hábito que propiciaba el acercamiento de la familia y el trato cordial entre sus miembros. Mi madre me preparaba la merienda y algún domingo íbamos al domicilio de una tía paterna o de una prima suya y pasábamos la tarde entre conversaciones lánguidas acerca de la salud, la rutina diaria y el trabajo, mientras yo permanecía sentado, en silencio y expectante, como se suponía que debíamos comportarnos los muchachos bien educados de nuestra época. Si me ofrecían algo, daba las gracias y no lo aceptaba, porque no estaba bien molestar en casa ajena y porque, además, yo venía comido de la mía y mi madre traía el bocadillo de la tarde. Cuando me preguntaban por la escuela, les daba algún detalle y, si no me interpelaban, permanecía en silencio, que es como mejor estábamos los muchachos en aquel tiempo.
Si había más confianza y estaban mis primas, la visita se transformaba en una verdadera fiesta, porque aprovechábamos el momento para jugar a nuestras anchas en una habitación distinta, y nos contábamos historias o compartíamos secretos, mientras nuestros padres conversaban animadamente en alguna parte de la casa. Aquellos ratos eran los más gratificantes y el territorio común de encuentro solía ser la morada de los abuelos. Era, sin duda, el ámbito de la libertad y del alborozo, el pequeño mundo que la nostalgia ha depositado para siempre en nuestro particular arcón de la memoria. Los domingos eran largos y nunca nos agotábamos, tal vez porque el entusiasmo y la dicha en estado puro no admiten la fatiga.
Luego había otras modalidades de visita, más protocolarias y formales, previstas casi en el manual de la cortesía social. Los velatorios, las enfermedades graves, los pequeños accidentes o los partos constituían un motivo obligatorio para que los más allegados acudieran al domicilio de los afectados y les dieran el pésame, les desearan un pronto restablecimiento o se congratularan por el feliz acontecimiento.
También los novios, una vez que se había fijado la fecha de su enlace solían hacer una ronda para repartir las invitaciones y de un modo personal convocarlos a todos a la ceremonia y al convite. Después, una vez que eran marido y mujer, tornaban a saludar a todos los miembros de la familia como un gesto natural de pertenencia al nuevo clan. No había en estos encuentros agasajos ni refrigerios, porque todo era por aquellos años de una austeridad espartana y porque nuestros mayores, salvo en Navidad, no tenían el hábito de convidar a nadie sin venir a cuento, aunque su sentido de la hospitalidad resultaba proverbial y eran generosos en cada uno de sus gestos con los parientes y los amigos.
Los recién casados contaban algún extremo sin importancia sobre la vida, el clima, los últimos sucesos en el pueblo o alguna anécdota curiosa y, poco a poco, conforme iba cayendo la tarde, declinaban asimismo el tono y el interés de la charla hasta que las sombras de fuera clausuraban la cita. Entonces se levantaban los invitados, besaban a los anfitriones y quedaban para otra ocasión.
En cambio, no eran tan frecuentes las visitas a los vecinos; mi madre, al menos, era en este punto muy estricta y, pese a su carácter bondadoso y amable, no solía entrar en casa ajena a menudo, porque el respeto a la intimidad de los otros constituía un valor fundamental, sobre todo a la hora de las comidas, y a sus hijos les tenía advertido que en ese trance no dudaran en despedirse y volver a casa de inmediato.
Hoy seguimos yendo a ver a nuestra familia y a nuestros amigos de vez en cuando, pero hemos ido despojándonos de la obligación de atender como es debido el contacto con los nuestros, tal vez porque ahora no nos necesitamos tanto, como en aquellos días en que nuestros mayores habitaban la sierra y los campos, casi en solitario, y buscaban el apoyo de los suyos, la cercanía de los que podrían echarles una mano en un momento dado.
  A mi bisabuelo paterno, Juan Marcelino, lo mataron en una cacería por un malentendido, que nunca se resolvió del todo. Dejó seis hijos pequeños, que la familia se repartió para terminar de criarlos, educarlos y, en algún caso, proveer a su casamiento y a su futuro.  Algo semejante sucedió con mi abuelo Pascual; de manera que durante toda mi infancia escuché incontables relatos acerca de primos, sobrinos, tíos y bisabuelos remotos a los que se veneraba como a los viejos lares y penates romanos. Pero a todos ellos solo alcanzamos a visitarlos alguna vez en el cementerio a primeros de noviembre cada año como una atención callada y discreta. Un rito respetuoso, acaso, pero ya inútil, desde luego.


                                               
           




martes, 7 de junio de 2011

EL PAN DE LA VIDA




Hay alimentos que son mucho más que la sustancia de la que están constituidos o su valor material. Hay alimentos que son una metáfora, un símbolo a veces sagrado, en ocasiones tan humano como el dolor, el trabajo o la injusticia. El pan, que sólo lleva harina de trigo, sal y agua, ingredientes todos convenientemente mezclados y horneados, es el grial por antonomasia que el pobre ha procurado desde el origen de los tiempos, desde aquella maldición bíblica que nos obligaba a ganárnoslo con el sudor de nuestra frente.
            De niño, en el horno de mi barrio sólo había panes redondos y roscas alargadas de kilo, sin más zarandajas, aunque las piezas no llegaban nunca a pesar esos mil gramos de rigor y, cuando años más tarde se produjo una subida alarmante del precio, mi madre y las madres del barrio volvieron a los viejos ritos campesinos y comenzaron a amasar ellas mismas y a llevar su pan al horno en aquellas tablas de madera, que portaban sobre la cabeza con la decisión imperturbable de las matronas que velan por la economía doméstica y la buena alimentación de los suyos.
            El pan de mi madre era de mejor harina y estaba mejor hecho y sabía a gloria. Cuando regresaba del horno con las piezas que durarían toda la semana, me cortaba una rebanada, aún caliente, y la untaba de sobrasada, que al contacto con la miga cálida casi se deshacía.  No puedo olvidar aquella crisis pasajera, no sólo porque disfruté en cada merienda como un enano, sino porque, al final, el pan caliente me fastidió el estómago y me produjo una especie de indigestión, inevitable por otro lado. Con los meses las cosas volvieron a su sitio, los precios se mantuvieron y las mujeres del barrio tornaron a comprar aquellos panes y aquellas roscas de kilo en el horno del Domingo, al principio, y más tarde, en el del Chaparro.
            Algunas variaciones en la forma y en la materia han sufrido desde entonces estos productos básicos que consumimos en abundancia y con placer, pero yo recuerdo cuando surgieron las tortas, redondas y planas, crujientes en la boca y tostadas o los sequillos, alargados y finos como churros, que vendían en la escuela junto a una chocolatina en la hora del recreo. A mí nunca me faltó mi bocadillo de pan del horno con su correspondiente companaje, a veces incómodo de trasegar porque se trataba de una esquina de pan o de un pedazo de rosca excesivamente grueso, pero el apetito de la mañana y mi voracidad de niño pobre y duro, criado en el Castillo, se encargaban de dar cuenta muy pronto de aquel manjar exquisito.
            Hoy constituye todo un espectáculo entrar en una panadería o en una tahona, si nos encontramos más al norte, y contemplar las mil clases, formas, estilos y elaboraciones de un alimento tan común: baguettes, pan gallego, bombones o chapatas, de harina de centeno, multicereales, integral, blanco, negro, con leche.
            Mis hijos prefieren el pan de pueblo que su abuela y su madre les compran cada fin de semana para traerlo y guardarlo en Murcia. Disfrutan de su textura y de su olor y, mientras los observo metiéndose entre pecho y espalda un bocadillo de jamón o de queso con el júbilo de la niñez que va dando paso a la pubertad, viajo en el tiempo de un modo irremediable y me veo de repente en El Salto, el cortijo de donde es originaria mi familia paterna, sentado a la mesa de una cocina grande y oscura frente a una chimenea espectacular con el fuego encendido, en cuyas brasas una mujer solícita  está asando chorizos y morcillas de la última matanza. Crepita la grasa y el aceite de los embutidos sobre las llamas y percibo el olor reconfortante. El pan donde extiende estas regalías suculentas es de otra dimensión porque es de harina candeal y tiene un sabor ácido y un aroma a campo  y dura toda una semana en perfectas condiciones. 
            Estoy seguro de que se trata del pan de la vida, el que ganamos para nuestros hijos cada jornada, el pan eterno, el que procede de la tierra que ha trabajado el campesino con el sudor de su frente y la fatiga de sus manos y es el sustento de nuestros días, sacro, antiguo y poderoso, el que no falta nunca en una mesa, el pan nuestro de cada día.

                                 

jueves, 2 de junio de 2011

UN IDIOMA CRUEL

La última entrega literaria del escritor murciano Rubén Castillo, novelista, cuentista, ensayista y habitual colaborador en prensa y diversos medios periodísticos, así como profesor en el I.E.S. Vega del Thader de Molina de Segura, es una novela singular, ambientada en el espacio cibernético y fascinante, sin duda, de uno de tantos chat que hoy proliferan en medio de un caos comunicativo, en el que todos creemos estar cerca de todos, pero en el que cada cual carga con su propia porción de soledad, a miles de kilómetros tal vez los unos de los otros:  Todos los náufragos, mientras bracean y se tragan el mar, buscan con los ojos la gris esperanza de un último barco. Sabedor, desde luego, de las carencias que nos empujan a darnos a los demás en el anonimato de una pantalla iluminada,  en la que se destacan unas palabras enigmáticas como si lanzáramos una botella al mar, Rubén Castillo traza no solo una fábula sobre la esperanza de un hombre y una mujer emboscados en su propio desasosiego, sino también la metáfora de un mundo, donde el fingimiento, las trampas y la mentira adquieren categoría de valores universales: Estamos fabricándonos el consuelo del chat porque no sabemos qué hacer, ni cómo actuar, ni el color del futuro.
            Tristam y Marge son los protagonistas de esta historia dialogada, como una larga escena teatral en la que solo hallaremos palabras y silencios, sospechas, malentendidos, anhelos y un buen puñado de falsificaciones, que obligan a los personajes a representar papeles espurios, disparatados y absueltos de una verdadera humanidad.
En el fondo, si algo caracteriza a este relato absorbente es su calculada ambigüedad, la absoluta incertidumbre que provoca en el lector desde la primera página hasta arrebatarle cualquier convicción segura, como si todo estuviera tramado en el aire, en la duda, en la inconsistente naturaleza de dos seres  que se buscan sin encontrarse, porque ni siquiera ellos se conocen del todo.
Es verdad que podría aducirse un motivo superficial de mero encuentro erótico para este diálogo continuo, salpicado de pequeños textos de una belleza literaria estremecedora y bellísima: Los calendarios golpean con su inmisericordia de mazos o de péndulos. Pero si el sexo planea como una constante a lo largo del libro, nos parece, sin embargo, que solo es un pretexto para denunciar la endeblez y la fragilidad de dos almas atrapadas en el juego de sus propias palabras.
Una conciencia externa y omnipresente, un demiurgo poético mueve los hilos de estas voces que pronuncian palabras, de cuya verdad nunca estamos seguros, como no sabemos el sexo de los conversadores ni su edad ni sus propósitos reales.  Un chat, al fin y al cabo, en toda la extensión de su palabra, es una ceremonia de la confusión y una farsa, una ficción en toda regla y un fraude, pero en este chat se pone en juego constantemente la naturaleza y la condición humana, los fantasmas personales y las obsesiones privadas, la felicidad como proyecto y el fracaso como realidad: No conoces mi vida, no sabes nada de mí. Si por azar del destino nos montáramos en el mismo autobús, ni siquiera sabrías quién soy.
Rubén Castillo ha logrado con una evidente economía de medios una novela plena de sentidos, inteligente, ágil, que va conduciendo al lector con celeridad hasta su término, mientras le muestra las mil caras de de una pieza literaria a dos voces, en la que nada parece resuelto de antemano.
Con el dominio de la lengua que le caracteriza, con el conocimiento de las pasiones humanas y de las debilidades, el escritor murciano construye una entrevista a ciegas entre dos personajes enardecidos y complejos, en el vacío virtual de un territorio de cables infinitos, cuyo final no es otro que la noche:   La noche, a veces, es un idioma cruel.
                                   Pascual García


Título: Las hogueras fosfóricas
Autor: Rubén Castillo
Editorial: Ediciones Baladí