martes, 25 de octubre de 2011

VIAJAR PARA CONTARLO



En septiembre nos contamos los viajes del verano. No todos, claro; la mayoría asiente o inventa o imagina tan solo. Y en estos tiempos de crisis más. Parece como si viajáramos para contarlo después, de un modo pormenorizado, con todo tipo de detalles, regodeándonos en lo trivial, destacando la falta de sustancia, pero orgullosos de haber pisado una determinada ciudad o un país concreto. Pasamos unos días o unas horas apenas en esa nueva tierra y volvemos con la inútil ambición de saberlo todo, de conocer cada secreto y de estar en posesión de la verdad que esconde y que nos ha sido revelada en tan corto espacio de tiempo.
            En verdad, el viaje dura más porque lo contamos, pues el tiempo  de la realidad es más corto que el tiempo de la ficción; de manera que lo que supuso unos pocos días o algunos minutos, en virtud de la magia de la palabra evocadora, puede convertirse en Las mil y una noches, puede ser un relato infinito, al que dediquemos toda la vida. De ahí que nuestros mayores  nos hayan relatado una y cien veces la misma historia y que cada vez haya sido diferente.
            Aunque parezca mentira, sé de gente que pasa el verano en casa leyendo los folletos de El Corte Inglés  para empaparse de las peculiaridades de otros países y de otras culturas y repetírselo de pe a pa al primer incauto que asaltan al final de agosto. Reconozco que soy alérgico a las historias de principios de curso y a los vídeos de boda. De manera que de mi casamiento queda solo  un puñado de fotos entrañables y muchos y muy buenos recuerdos, y de mis viajes, lo mismo.
            Opino que uno emprende la aventura de un trayecto más o menos largo, por tierra, mar o aire, con el propósito de conocer y vivir más. Si se limita a contemplarlo todo a través del diminuto visor de un vídeo o la estrecha pantalla de una cámara digital, desperdicia buena parte del mundo que se le ha concedido.
            Algunos podrían pensar que hoy por hoy lo que no se graba no existe y antes o después desaparece. Antes o después desaparecerá todo, incluida la tecnología punta que tanto nos abruma en estos días, pero la memoria sentimental, la experiencia sensitiva es un equipaje que nos traemos a flor de piel y que guardamos con un cariño y un respeto casi sagrados.
            Luego, cuando rememoramos esas sensaciones, somos capaces de otorgarles una identidad tan sólida que tornamos a revivir aquellos instantes con todos los sentidos. En cambio, una fotografía o una imagen en movimiento no son más que reflejos vacíos de la verdadera vida, donde tampoco es posible apresar  el momento ni la esencia originaria de lo que experimentamos, pues dejamos de atender al milagro del mundo para apretar el botón del artilugio mecánico. Luego, cuando transcurren los años y nuestros rostros ya no se parecen al recuerdo, esas muestras fantasmagóricas de lo que fuimos comienzan a darnos miedo, como si la sombra maléfica del tiempo no nos hubiese dejado nunca y aún estuviera sobre nosotros para conducirnos hasta el último día.
            En el fondo, reconozco que desgranar las imágenes y los acontecimientos más recientes que tanta felicidad nos depararon y donde estamos toda la familia es un modo de prolongar el viaje y alargar el tiempo de la ventura, pues si lo pasamos bien, no estamos dispuestos a olvidarlo de ningún modo.
            Otra cosa es que nos pongamos pesados con nuestros compañeros y nuestros amigos, que insistamos cada día de los preliminares de septiembre en la misma cantinela de todos los años, que nos extendamos más de la cuenta en nuestra humilde epopeya veraniega y en nuestro flamante material gráfico, que acabemos sustituyendo la mostrenca realidad que nos rodea por un pasado cercano y fugaz, al que ya no tenemos acceso.   
            Y luego está la mayoría, la que atiende, no sin el disimulo de algún bostezo, sin haber participado, la que se limita a desear y se conforma con los sueños. A menudo recuerdo que yo formé parte de ellos durante muchos años y advierto que seguramente la crisis me devolverá, nos devolverá a muchos, otra vez a aquella época. Ojalá me equivoque.

                                  

martes, 18 de octubre de 2011



SOLOS EN LA MADRUGADA



Volvíamos de madrugada, exhaustos y con algunas copas de más, pero éramos jóvenes y la vida se hallaba por entero delante de nosotros. Recuerdo que prefería meterme en la cama antes de que amaneciera del todo como si sólo en la noche encontrara el descanso necesario, y colocaba una botella de agua a mi vera para la sed de la resaca inevitable, el orinal debajo por si una urgencia y entraba entre las sábanas fragantes, con olor a jabón casero que mi madre solía fabricar con los restos de aceite y sosa, y era como entrar en la antesala del paraíso.
            Regresábamos de la fiesta, de la farra nocturna y traíamos la música dentro de la cabeza embotada, el pecho cubierto de humo y la garganta en carne viva. Aún me fumaba el último ducados camino de la Plaza de la Iglesia, mientras pintaba el alba en el cielo y no había otro mañana que aquel mismo día recién iniciado, de calles húmedas con macetas y geranios y algún perro vagabundo.
            No era todavía nadie y, sin embargo, era el único hombre en la tierra, el elegido, o así me sentía yo caminando por la Calle Mayor de vuelta a casa. La fatiga y el sueño acumulado me otorgaban la sensación de una irrealidad fantasmagórica. De un modo casi intuitivo enfilaba el callejón de la Iglesia y subía hasta el Patio Campanario, aunque, alguna vez, recalábamos en el mirador de la Plaza y contemplábamos la huerta  en dirección al río y comentábamos algún extremo de la noche, las anécdotas que repetiríamos el resto de la semana.
            Éramos jóvenes, sin duda y la vida estaba delante de nosotros intacta aún, aunque más temprano que tarde debíamos escoger un camino, una opción, un futuro; entretanto, consumíamos nuestras horas de asueto de la manera liviana que nos correspondía a nuestros pocos años y a nuestras luces justas, las precisas para no meternos en líos mayores, para evitar el riesgo de los callejones sin salida, para volver siempre a casa y empezar el nuevo día.
            Unos cubatas, algunas cañas, la música atronadora, aquella música disco que pasaría de moda como pasarán todas las cosas que gustan a la mayoría, porque son meros artículos de  consumo rápido, el tabaco y las conversaciones en voz alta, las muchachas que tanto nos atraían y a las que no decíamos nada, porque éramos tímidos y jóvenes y Ya conocéis mi torpe aliño indumentario, escribió el poeta sevillano.
            Regresábamos despacio, paladeando todavía las mieses de la noche o abjurando de nuestra mala suerte, pero seguíamos vivos y la primera brisa de la mañana nos entraba en el cuerpo como un aviso de lo que nos depararía el destino. Éramos, desde luego, optimistas, y felices a pesar de todo, aunque al día siguiente nos levantaran nuestros padres para  ir a la huerta y muy pronto llegara el tiempo de la vendimia o la recolección de la oliva o tantas faenas que nunca escaseaban, pues nos unía un mismo origen humilde y agrícola, una infancia compartida y precaria y el barrio del Castillo y los juegos de la calle.
            No podré olvidar, mientras viva, aquellas madrugadas de vuelta a casa, sin dinero, cansado de vivir la noche casi en vano junto a los amigos, mareado de luces y de sueño, en el borde casi del desaliento, en ese instante mágico en que la luz y el aire parecen detenidos para siempre y uno no sabe bien del todo si vendrá la mañana, si acudirá el sol radiante y exhumará las cosas de su letargo nocturno, y avanza por las callejas empedradas junto a los tres o cuatro amigos de siempre, desorientados, tambaleantes, cariacontecidos, porque se va la noche y se acaba la juerga y es todo tan fugaz  que da miedo pensarlo.
            No somos nada en esos últimos minutos, pero a nadie debemos rendir cuentas tampoco, porque la fiesta es territorio franco y a todos nos pertenece. Cada cual enfilará su propia dirección e irá quedándose en el camino. Los últimos, mi amigo Diego y yo, subiremos extenuados hasta la Calle Curato. El tramo hasta el Castillo lo hago solo, mientras me engolfo en el recuerdo de mi casa próxima, de mi dormitorio y de la cama que me está aguardando. Mañana será otro día, sin duda, me digo.


                                                 

martes, 11 de octubre de 2011


VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS



Ahora que el trabajo escasea y la sombra maléfica de una crisis persistente se cierne sobre todos nosotros, recuerdo con gusto y añoranza que se cumplen veinticinco años exactos desde aquel memorable 1986 en que comencé a trabajar como profesor, con las oposiciones recién aprobadas, en un instituto de Lorca, de feliz memoria. Hasta aquella fecha septiembre era el mes en que nos preparábamos toda la familia para iniciar la aventura de la vendimia en Francia, una vez que habíamos recogido, secado y vendido la poca almendra que daban unos pocos centenares de árboles en la tierra de secano que mi padre compró y arrebató al monte con más ilusión que fortuna.
            La madrugada que salí de mi casa para incorporarme, al fin, a mi flamante plaza, recuerdo que me acompañaba mi madre, emocionada y orgullosa, sin duda, y que durante el breve trayecto por las calles recónditas y en penumbra del Castillo hasta el coche que me llevaría a Lorca fuimos bromeando, como solíamos, acerca de la coincidencia de fechas con la campaña de la vendimia en Francia de años anteriores. En realidad, no hacía tanto que justo por aquellos días nos afanábamos con el equipaje, pesado y prolijo, que lo mismo incluía un chubasquero para las inclemencias del clima que un estupendo jamón, un botiquín de primeras urgencias o tabaco, que arrastraríamos hasta tierras gabachas para cumplir con la temporada anual de la vendimia, como emigrantes de segunda, cargados como mozos de cuerda, humillados por un destino aciago y un presente irritante y engorroso.
            Verdaderamente las cosas habían cambiado de un modo radical y mi madre, cogida de mi brazo y radiante, rememoraba aquella época conmigo y paladeaba golosa e inteligente la nueva situación. Yo sostenía  una maleta ligera y ella me ayudaba con una bolsa liviana. Me esperaba un amigo con su coche para hacer el viaje juntos. La noche tibia de septiembre parecía darnos la bienvenida a un tiempo venturoso y diferente. Mi madre era consciente en aquel momento de que todos y cada uno de sus sacrificios, sus privaciones y sus renuncias la habían conducido hasta aquella madrugada, mientras acompañaba a su hijo, ya profesor, y bromeaba con él acerca de otra época y otras desventuras y se dejaba inundar por el entusiasmo de la satisfacción merecida.
            Aunque lo cuento hoy, un cuarto de siglo más tarde, también yo entonces, mientras descendía por la calle Castillo hasta el Cañico, tan ufano como ella y tan aliviado de antiguos sufrimientos, albergaba la certidumbre de que alguna vez escribiría acerca  de ese día  afortunado en que mi vida daba un giro absoluto y comenzaba una andadura distinta. Se trataba, desde luego, de un instante crucial, y yo sabía que a partir de entonces nada sería lo mismo, que me alejaba de mi casa y de mi barrio, agarrado a mi madre, tal vez para siempre, como si me fuera también de mi infancia y del pasado, de los juegos en las calles, de los primeros amigos y los primeros amores, del torpe temblor de la adolescencia, del trabajo, de las noches de verano sentados bajo la tenue luz de una pera miserable, mientras los hombres y las mujeres charlaban animados  y ululaban las lechuzas en la oscuridad de las techumbres.
            No era nostalgia con exactitud lo que experimentaba con las primeras luces del amanecer calle abajo, sino más bien un júbilo contenido, una urgencia de  novedades afluyendo a mi ánimo como un torrente de euforia, un encuentro casi atropellado de sensaciones que alteraban mi espíritu y que me siguieron, como lo hizo mi madre, hasta la casa del amigo que me aguardaba para el viaje a Lorca, y que no se extinguieron hasta algunos años más tarde o, quizás, ahora que rememoro la escena y el sentimiento, no cesaron nunca, pues he tenido presente cada día mi origen, mi educación y la orografía escarpada de aquel paisaje primigenio, los rostros de los amigos y el olor de mi madre abrazándome en el último minuto, dichosa y plena, hasta que la vi perderse a mi espalda, en la distancia, desde la ventana del coche que me transportaba al futuro de una existencia incierta y excitante, desde la que ahora doy fin a estas palabras sin olvidarme de los que aún hoy emprenden el camino del exilio, obligados por la penosa situación económica, con la esperanza de hallar una oportunidad para sobrevivir.
            Yo también fui uno de ellos. Tampoco lo he olvidado.



                                              

martes, 4 de octubre de 2011

TURISMO DOMÉSTICO


Ahora que la crisis nos acosa, tal vez volvamos a las viejas maneras de disfrutar de nuestros días de asueto. Al fin y al cabo, lo de las vacaciones es un invento, que en España surgió en los años sesenta con el desarrollismo y  la llegada masiva de los primeros turistas extranjeros en busca de un clima de lujo y de un consumo barato, de la ingenuidad de un pueblo semisalvaje y de los beneficios de una tierra casi virgen. Antes, solo unas pocas familias bien y adineradas pasaban el verano en el norte, tomando el fresco del Cantábrico y ajenas a las inclemencias del sol mediterráneo y de sus muchos perjuicios.
            A principios de julio ya aguardábamos los lugareños la llegada habitual de los familiares, que no habían tenido más remedio, algunos años atrás, que emigrar a Cataluña, a Valencia o a Alicante para ganarse el pan con el sudor de su frente. Los que se quedaron también habían sudado lo suyo, pero no habían adquirido las nuevas formas ciudadanas, ni se les había pegado  el acento de los respectivos terruños, ni gozaban aún de ciertos beneficios que no había en el pueblo.
            Ahora bien, como el pan, el agua, el aire y el jamón de la aldea no iban a encontrarlos en ninguna otra parte. Y a un precio inmejorable. En realidad, estábamos muy contentos de que viniera la familia a casa de la abuela y pudiéramos juntarnos los primos  para bañarnos en el río y contarnos nuestras cosas.
            Aquel era un turismo de familia, un turismo doméstico, donde lo sentimental importaba más que lo meramente económico. El gasto era mínimo, pues en la casa de los padres o, más adelante, cuando estos ya habían faltado, en la de la hermana, nadie pagaba nada por principio. El campo y el pueblo es hospitalario y generoso y la familia constituye un núcleo sagrado por definición.
            Nos reencontrábamos los primos y compartíamos el tiempo y los juegos, nos reconocíamos como parte del clan; comíamos en la mesa de todos y hablábamos en voz alta, con la alegría de las celebraciones. Para nosotros, que habíamos pasado el año en la rutina murria del pueblo, aquellos días resultaban una fiesta en toda regla, y para ellos, que no habían dejado nunca de añorar su lugar de origen y habían trasladado el mal de la nostalgia a sus vástagos, todo a su alrededor parecía en el mismo sitio y era, a la vez, nuevo; traían sus propios relatos de la urbe, pero venían con hambre de familia y de hechos pasados; de manera que las sobremesas y las trasnochadas transcurrían entre los ecos de leyendas conocidas y de historias familiares, mientras el mes de agosto iba languideciendo bajo un sol inclemente de pueblo duro, acostumbrado a todas las penurias.
            De todos, los únicos que de verdad estaban de vacaciones eran ellos, pues que tenían un trabajo fijo en la ciudad que habitaban, mientras que nosotros vivíamos a salto de mata y muy pronto, nos afanaríamos con las labores de la almendra y, enseguida, prepararíamos las maletas (aquellos monumentales equipajes) para marcharnos a Francia a vendimiar.
              A los muchachos y las muchachas de Moratalla nos gustaba escucharlos, pues traían la música cantarina de los lugares donde se pronunciaba mejor la lengua común (aunque años más tarde descubriera que esto no era del todo cierto) y las formas desenvueltas y refinadas de otros ámbitos, que nosotros, sumergidos en la paz pueblerina de nuestras existencia, imaginábamos fascinantes, populosos y de una riqueza evidente.
            En alguna medida, durante esas semanas del estío moratallero, compartíamos con ellos lo mejor del año, la ventura del tiempo libre, los juegos hasta altas horas de la noche; y ellos, en un piadoso simulacro de turismo, gozaban de un viaje a la nostalgia, de un mes de vacaciones pagadas y del orgullo de pasear un triunfo no siempre obvio ante sus parientes y sus amigos. Aquellos días eran, en el fondo, una visita prolongada a la familia del pueblo, una estancia doméstica, una excursión sentimental, y con emoción pareja los vivíamos nosotros, que se nos hacía largo el año, la primavera, infinita, hasta esos últimos días de junio, en que se anunciaba la fecha exacta de la buena nueva. Solíamos salir a esperar el autobús al Barrio Nuevo, junto a la fragua del Candelo con la actitud casi solemne de quien espera a un personaje.
            Era todo alborozo desde el segundo en que tomaba la curva, enfilaba la calle e iba acercándose hasta donde nosotros aguardábamos el instante de identificarlos, al fin, sentados en el interior, verlos bajar del coche y abrazarlos y besarlos como un último gesto de la bienvenida absoluta. Imagino que ellos no vendrían menos alterados y que el largo y fatigoso camino tendría su justa recompensa en el momento crucial de la llegada.
            Nosotros solicitábamos expectantes e inquietos noticias de lugares extraños y exóticos que tan bien conocían, y ellos ya estaban de vacaciones, en el lugar donde habían nacido, con los suyos, como si hubiesen vuelto al primer día y el tiempo no hubiera pasado.