martes, 4 de octubre de 2011

TURISMO DOMÉSTICO


Ahora que la crisis nos acosa, tal vez volvamos a las viejas maneras de disfrutar de nuestros días de asueto. Al fin y al cabo, lo de las vacaciones es un invento, que en España surgió en los años sesenta con el desarrollismo y  la llegada masiva de los primeros turistas extranjeros en busca de un clima de lujo y de un consumo barato, de la ingenuidad de un pueblo semisalvaje y de los beneficios de una tierra casi virgen. Antes, solo unas pocas familias bien y adineradas pasaban el verano en el norte, tomando el fresco del Cantábrico y ajenas a las inclemencias del sol mediterráneo y de sus muchos perjuicios.
            A principios de julio ya aguardábamos los lugareños la llegada habitual de los familiares, que no habían tenido más remedio, algunos años atrás, que emigrar a Cataluña, a Valencia o a Alicante para ganarse el pan con el sudor de su frente. Los que se quedaron también habían sudado lo suyo, pero no habían adquirido las nuevas formas ciudadanas, ni se les había pegado  el acento de los respectivos terruños, ni gozaban aún de ciertos beneficios que no había en el pueblo.
            Ahora bien, como el pan, el agua, el aire y el jamón de la aldea no iban a encontrarlos en ninguna otra parte. Y a un precio inmejorable. En realidad, estábamos muy contentos de que viniera la familia a casa de la abuela y pudiéramos juntarnos los primos  para bañarnos en el río y contarnos nuestras cosas.
            Aquel era un turismo de familia, un turismo doméstico, donde lo sentimental importaba más que lo meramente económico. El gasto era mínimo, pues en la casa de los padres o, más adelante, cuando estos ya habían faltado, en la de la hermana, nadie pagaba nada por principio. El campo y el pueblo es hospitalario y generoso y la familia constituye un núcleo sagrado por definición.
            Nos reencontrábamos los primos y compartíamos el tiempo y los juegos, nos reconocíamos como parte del clan; comíamos en la mesa de todos y hablábamos en voz alta, con la alegría de las celebraciones. Para nosotros, que habíamos pasado el año en la rutina murria del pueblo, aquellos días resultaban una fiesta en toda regla, y para ellos, que no habían dejado nunca de añorar su lugar de origen y habían trasladado el mal de la nostalgia a sus vástagos, todo a su alrededor parecía en el mismo sitio y era, a la vez, nuevo; traían sus propios relatos de la urbe, pero venían con hambre de familia y de hechos pasados; de manera que las sobremesas y las trasnochadas transcurrían entre los ecos de leyendas conocidas y de historias familiares, mientras el mes de agosto iba languideciendo bajo un sol inclemente de pueblo duro, acostumbrado a todas las penurias.
            De todos, los únicos que de verdad estaban de vacaciones eran ellos, pues que tenían un trabajo fijo en la ciudad que habitaban, mientras que nosotros vivíamos a salto de mata y muy pronto, nos afanaríamos con las labores de la almendra y, enseguida, prepararíamos las maletas (aquellos monumentales equipajes) para marcharnos a Francia a vendimiar.
              A los muchachos y las muchachas de Moratalla nos gustaba escucharlos, pues traían la música cantarina de los lugares donde se pronunciaba mejor la lengua común (aunque años más tarde descubriera que esto no era del todo cierto) y las formas desenvueltas y refinadas de otros ámbitos, que nosotros, sumergidos en la paz pueblerina de nuestras existencia, imaginábamos fascinantes, populosos y de una riqueza evidente.
            En alguna medida, durante esas semanas del estío moratallero, compartíamos con ellos lo mejor del año, la ventura del tiempo libre, los juegos hasta altas horas de la noche; y ellos, en un piadoso simulacro de turismo, gozaban de un viaje a la nostalgia, de un mes de vacaciones pagadas y del orgullo de pasear un triunfo no siempre obvio ante sus parientes y sus amigos. Aquellos días eran, en el fondo, una visita prolongada a la familia del pueblo, una estancia doméstica, una excursión sentimental, y con emoción pareja los vivíamos nosotros, que se nos hacía largo el año, la primavera, infinita, hasta esos últimos días de junio, en que se anunciaba la fecha exacta de la buena nueva. Solíamos salir a esperar el autobús al Barrio Nuevo, junto a la fragua del Candelo con la actitud casi solemne de quien espera a un personaje.
            Era todo alborozo desde el segundo en que tomaba la curva, enfilaba la calle e iba acercándose hasta donde nosotros aguardábamos el instante de identificarlos, al fin, sentados en el interior, verlos bajar del coche y abrazarlos y besarlos como un último gesto de la bienvenida absoluta. Imagino que ellos no vendrían menos alterados y que el largo y fatigoso camino tendría su justa recompensa en el momento crucial de la llegada.
            Nosotros solicitábamos expectantes e inquietos noticias de lugares extraños y exóticos que tan bien conocían, y ellos ya estaban de vacaciones, en el lugar donde habían nacido, con los suyos, como si hubiesen vuelto al primer día y el tiempo no hubiera pasado.
                   

                                                          

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