martes, 11 de octubre de 2011


VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS



Ahora que el trabajo escasea y la sombra maléfica de una crisis persistente se cierne sobre todos nosotros, recuerdo con gusto y añoranza que se cumplen veinticinco años exactos desde aquel memorable 1986 en que comencé a trabajar como profesor, con las oposiciones recién aprobadas, en un instituto de Lorca, de feliz memoria. Hasta aquella fecha septiembre era el mes en que nos preparábamos toda la familia para iniciar la aventura de la vendimia en Francia, una vez que habíamos recogido, secado y vendido la poca almendra que daban unos pocos centenares de árboles en la tierra de secano que mi padre compró y arrebató al monte con más ilusión que fortuna.
            La madrugada que salí de mi casa para incorporarme, al fin, a mi flamante plaza, recuerdo que me acompañaba mi madre, emocionada y orgullosa, sin duda, y que durante el breve trayecto por las calles recónditas y en penumbra del Castillo hasta el coche que me llevaría a Lorca fuimos bromeando, como solíamos, acerca de la coincidencia de fechas con la campaña de la vendimia en Francia de años anteriores. En realidad, no hacía tanto que justo por aquellos días nos afanábamos con el equipaje, pesado y prolijo, que lo mismo incluía un chubasquero para las inclemencias del clima que un estupendo jamón, un botiquín de primeras urgencias o tabaco, que arrastraríamos hasta tierras gabachas para cumplir con la temporada anual de la vendimia, como emigrantes de segunda, cargados como mozos de cuerda, humillados por un destino aciago y un presente irritante y engorroso.
            Verdaderamente las cosas habían cambiado de un modo radical y mi madre, cogida de mi brazo y radiante, rememoraba aquella época conmigo y paladeaba golosa e inteligente la nueva situación. Yo sostenía  una maleta ligera y ella me ayudaba con una bolsa liviana. Me esperaba un amigo con su coche para hacer el viaje juntos. La noche tibia de septiembre parecía darnos la bienvenida a un tiempo venturoso y diferente. Mi madre era consciente en aquel momento de que todos y cada uno de sus sacrificios, sus privaciones y sus renuncias la habían conducido hasta aquella madrugada, mientras acompañaba a su hijo, ya profesor, y bromeaba con él acerca de otra época y otras desventuras y se dejaba inundar por el entusiasmo de la satisfacción merecida.
            Aunque lo cuento hoy, un cuarto de siglo más tarde, también yo entonces, mientras descendía por la calle Castillo hasta el Cañico, tan ufano como ella y tan aliviado de antiguos sufrimientos, albergaba la certidumbre de que alguna vez escribiría acerca  de ese día  afortunado en que mi vida daba un giro absoluto y comenzaba una andadura distinta. Se trataba, desde luego, de un instante crucial, y yo sabía que a partir de entonces nada sería lo mismo, que me alejaba de mi casa y de mi barrio, agarrado a mi madre, tal vez para siempre, como si me fuera también de mi infancia y del pasado, de los juegos en las calles, de los primeros amigos y los primeros amores, del torpe temblor de la adolescencia, del trabajo, de las noches de verano sentados bajo la tenue luz de una pera miserable, mientras los hombres y las mujeres charlaban animados  y ululaban las lechuzas en la oscuridad de las techumbres.
            No era nostalgia con exactitud lo que experimentaba con las primeras luces del amanecer calle abajo, sino más bien un júbilo contenido, una urgencia de  novedades afluyendo a mi ánimo como un torrente de euforia, un encuentro casi atropellado de sensaciones que alteraban mi espíritu y que me siguieron, como lo hizo mi madre, hasta la casa del amigo que me aguardaba para el viaje a Lorca, y que no se extinguieron hasta algunos años más tarde o, quizás, ahora que rememoro la escena y el sentimiento, no cesaron nunca, pues he tenido presente cada día mi origen, mi educación y la orografía escarpada de aquel paisaje primigenio, los rostros de los amigos y el olor de mi madre abrazándome en el último minuto, dichosa y plena, hasta que la vi perderse a mi espalda, en la distancia, desde la ventana del coche que me transportaba al futuro de una existencia incierta y excitante, desde la que ahora doy fin a estas palabras sin olvidarme de los que aún hoy emprenden el camino del exilio, obligados por la penosa situación económica, con la esperanza de hallar una oportunidad para sobrevivir.
            Yo también fui uno de ellos. Tampoco lo he olvidado.



                                              

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