sábado, 29 de enero de 2011

El pintor de la fugacidad



EL PINTOR DE LA FUGACIDAD



Treinta acuarelas forman la nueva exposición de pintura de Pedro Serna, que ya podemos visitar en la sala Chys de Murcia, en la calle Trapería, y en las que el artista de nuestra región regresa al mundo personal de siempre, que tan bien conocemos los que venimos admirando su obra desde hace años. Paisajes de la huerta, lugares revisitados de Cieza, Abarán y Blanca, arrozales de Calasparra y marinas del Mar Menor, entre los que destaca, en mi opinión, la titulada “Los Alcáceres”, constituyen una muestra representativa del paraíso personal de Serna, elegante y sensible como un artista siempre atento al devenir de la luz y del tiempo, a la mudanza de los anocheceres en las tapias de las casas de la huerta, al misterio proceloso del agua en las acequias y en las balsas recoletas. El espectador no puede reprimir un estremecimiento de emoción ante los colores, las luces y las formas de un universo, que parece apenas esbozado del modo más sutil sobre el papel: un cielo incorpóreo manchado delicadamente de una porción mínima de pintura, la mágica captación de la luz sobre los montes, la vega y las casas de campo, la captura del momento, pues la acuarela se presta más que ninguna otra técnica a esa desnuda fragilidad de la instantánea, en la que Pedro Serna es un maestro consumado.
            Hay en la paleta del pintor una profusión de verdes, ocres, marrones, azules y grises, que de un modo soberbio encarnan esos cielos encapotados de las tardes de invierno y los tonos lánguidos del último sol o la viveza de la primera luz de la mañana, mientras otorgan a los cuadros el secreto de la vida con una economía de medios notable,  que ayuda a brotar las imágenes sobre el papel, como surge un milagro de la nada cotidiana.
            Pedro Serna es el pintor de la fugacidad, en la que tantas veces se disuelve la sustancia de las cosas y pareciera que cada uno de sus cuadros nos permite mantener el arcano de un tiempo y de un espacio que no cesan de cambiar, que son materia huidiza, como lo es la propia existencia y que aparecen ante nuestros ojos como un espectáculo efímero y sagrado.
            Un artista así posee el don de la magia, en sus ojos, que descubren lo invisible y en sus manos que lo devuelven al papel transmutado en sólida belleza, pero con la exquisitez de un espíritu imbuido de la verdad del arte y de la naturaleza, del silencio mineral del paisaje y del sigilo de un hombre discreto y de un pintor brillante, tan ajeno a la vanagloria y al exceso.
            Entramos en la sala Chys para sumergirnos en un ámbito delicioso y edénico, que, sin embargo, nos parece desde el primer momento inalcanzable, muy lejos de nosotros y de nuestras circunstancias diarias, más allá de los límites de la creación con mayúsculas, en los cielos, los montes y las vegas de un territorio idílico, que reconocemos muy pronto y que nos acoge con su calidez magistral, su abrazo humano y su ternura entrañable. El enigma de cuanto hemos presenciado no radica solo en la destreza de un pintor notable, en su maestría contrastada, sino que se encuentra, además, en la certidumbre de haber tenido al alcance de nuestra mano y de nuestros ojos, por unos minutos, la vida misma, la feliz consumación de los sueños, el regocijo por la íntima belleza de cuanto existe a nuestro alrededor y apenas vislumbramos.     

                                               Pascual García (garciapascual@gmail.com)

viernes, 28 de enero de 2011

El silencio de la nieve

EL SILENCIO DE LA NIEVE


Nos azota un viento helado, a pesar de que los pinos y el abrigo del monte tienen el poder de protegernos en parte, mientras pace en calma el pequeño rebaño de ovejas y de cabras, que mi abuelo y yo guardamos en las cercanías del pueblo, porque mi padre anda en otras labores y las vacaciones de Navidad me dan un respiro para echar una mano en las tareas de mi familia. Me subo las solapas  del abrigo ya gastado que sólo uso para estos menesteres, y meto mi cuello y parte de mi cabeza en lo profundo de la prenda que me cubre.
            Hace frío, pero está raso y, tal vez, cuando el sol nos caliente del todo, resultará agradable la contemplación de la mañana y del cielo desde nuestro lugar de pastores improvisados en la ladera del monte. Sé que para este oficio, que ya realizó en su día el gran Miguel Hernández y que cantaban en sus versos poetas tan valiosos como Garcilaso de La Vega, es necesaria mucha paciencia, un aplomo infinito para ver pasar el tiempo, lentamente, y presenciar con satisfacción el engorde del rebaño y no desesperar, porque nada es tan urgente como el alimento de los animales y su seguridad.
            De pronto, las nubes nos ocultan la luz y un manto lechoso se derrama sobre la tierra y sobre los hombres en la tarde invernal. Un tono ceniciento se adueña de todas las imágenes y cesa el frío, al menos su áspera mordedura.
            Mi abuelo recela de la templanza en estos días, porque es el presagio de la nieve, y yo me regocijo con esta feliz expectativa, porque tendremos que encerrar el ganado, cuya labor me aburre tanto y volveremos a casa, a la paz de la lumbre y a la cena. Sin embargo, mi abuelo es duro y aguanta entre los árboles como un héroe de la sierra y eso mismo espera de mí, que retengamos unos minutos más a las reses para que aprovechen los pastos de la estación precaria.
            Se hace, entonces, el silencio, una especie de vacío o de hueco en el susurro constante de los árboles y en el eco de la montaña, que es la voz de la piedra percutida por el aire gélido de estos días. Los animales comen, ajenos al vaticinio de los copos de nieve, que no tardarán en caer como pétalos de un sueño helado. Hundo mis manos en los bolsillos del abrigo y coloco el tapabocas sobre mi rostro para evitar la erosión de la nieve. Nos hemos ido quedando sordos por minutos y ya no se oye otra cosa que el removerse del ganado entre las aliagas y algún cencerro en lo alto de la ladera, donde tal vez anden otros rebaños y otros pastores.
            Percibo el apagamiento de la tarde y de la luz, la inminencia de algo que nos llega del cielo, un recogimiento de la sierra y una quietud que es indicio de un misterio natural. Las ovejas y las cabras andan a lo suyo, devorando los brotes más tiernos que todavía no han quemado las heladas, y mi abuelo saca la petaca y un papel transparente de un librito rojo y lía un cigarro ancho, que prende con su tosco encendedor de mecha, y yo huelo el aroma conocido del tabaco, fundido con las emanaciones del tomillo y del romero, y un matiz persistente de humedad inmediata, que adivino en las nubes blancas del día casi extinguido.
            Esperamos a mi padre, que llegará en cualquier momento para ayudarnos a encerrar el ganado en el corral del Castillo. Sé que todo está a punto de suceder, que dentro de unos minutos estaré en la cocina de mi casa, frente a la chimenea con el fuego que ya habrá encendido mi madre o mi abuela, pero aún nos quedan unos minutos de luz, la demora imprescindible para que las reses aprovechen los últimos pastos de la temporada. En el corral recibirán un pienso y beberán agua y  se regocijarán con el calor del estiércol que cubre los suelos y en la oscuridad de la noche rumiarán interminablemente la comida del día, como si recordaran la dicha de las horas paciendo al aire libre.
            No sé con exactitud en qué momento se apagan los sonidos del monte y caen los finos copos, casi invisibles en la paz del anochecer, sobre los pinos sorprendidos. Mi padre nos silba, al fin, desde el camino, y mi abuelo y yo arreamos al ganado en dirección al pueblo con cierta prisa, porque es casi de noche y arrecia el frío y la nieve, y nos aguardan, a buen seguro, las mujeres de la casa.
            Oigo el silencio de repente y comprendo que está nevando.