martes, 31 de mayo de 2011

CUERPOS PARA EL PLACER


Los músculos de aquellos hombres que recogían las cosechas de la tierra, cortaban, pelaban y ajorraban los pinos del monte o levantaban las casas donde vivirían los otros no se forjaban en gimnasios ni en sofisticadas sesiones de culturismo, mientras se aplicaban exóticas pomadas con anabolizantes y otras sustancias perjudiciales y prohibidas; entre otras cosas,   porque su jornada era tan dura que al término de la misma, solían sentarse derrengados frente a la chimenea y pasar las veladas en compañía de la familia, pero, sobre todo, porque la fuerza física y la estética de los cuerpos varoniles no estaban entonces en consonancia, como si una cosa nada tuviera que ver con la otra. Los hombres aguantaban las grandes cargas de las faenas diarias, transportaban los sacos llenos con los frutos de la tierra, acarreaban los pesos de una labor fatigosa con la familiaridad con la que nosotros abrimos hoy un libro y nos disponemos a leerlo.
            Eran fuertes, más o menos grandes, talludos o retacos, finos de talle, de vientre abultado o anchos de espaldas, pero su estampa no respondía a la imagen estricta de esos maniquíes que se exhiben en verano en nuestras playas, con voluminosos brazos y piernas espectaculares, cintura estrecha y pecho plano y musculado.
              Yo he trabajado con muchos de ellos, he cargado camiones, he cogido albaricoques y he cavado en los bancales de la huerta y no he percibido en su fisonomía nada especial, aunque sus tareas requirieran de un esfuerzo sobrehumano y sudaran de forma copiosa, se encallecieran sus manos y se quemara la piel de sus rostros. No vi otra cosa que a seres humanos sometidos a un empeño titánico, que debía corresponderse con unos miembros bien desarrollados, unos bíceps torneados y prominentes, unos pectorales turgentes, unos cuadriceps fabulosos y así toda una anatomía soberbia, propia de un héroe homérico, a las que tan acostumbrados estamos en los distintos medios de comunicación, aunque su aspecto físico no destacara en apariencia del resto de los mortales.
            Tampoco las mujeres se ajustaban al modelo de belleza artificial que hoy se repite hasta la extenuación y por el que algunas mueren en oscuros y anónimos quirófanos. Nuestras madres y nuestras abuelas no exhibían el tópico 90-60-90, ni en la calle veíamos nada parecido. Las mujeres eran anchas, maternales, carnosas y a nadie se le ocurría llamarlas gordas, tal vez porque desde la Venus de Willendorf el concepto de hermosura femenina había experimentado incontables mudanzas y porque acabábamos de salir de una etapa de carencias en la que la opulencia era signo de salud y de fortaleza, sin duda. Es obvio añadir que ninguna de ellas acudía a sesiones de aeróbic, fitness, tai chi, yoga o natación y que su vida se reducía a las dimensiones de su casa y a las horas dedicadas a ayudar a su marido en el trabajo y en la huerta. Todo parecía concernirles: el cuidado de los niños, las tareas domésticas y los jornales de fuera, pero apenas si les quedaba un poco de tiempo para ponerse crema en las manos y en la cara, para pintarse los labios en las fiestas y echarse un poco de colonia con los restos de una coquetería que nunca se extinguió del todo.
            Ni ellos ni ellas resultaban fotogénicos a la manera actual y de ahí que los antiguos retratos que conservamos de la familia reproduzcan ámbitos en sepia, claroscuros inquietantes, semblantes adustos y cetrinos, vestimentas  extrañas y fuera de la moda, cuerpos sin formas definidas y gestos demasiado solemnes o envarados. Reconozcamos que nuestro pasado no tuvo demasiado glamour que digamos, pues toda la energía se concentraba en el simple y fundamental ejercicio de la supervivencia.
            Con estas premisas ni ellos ni ellas cultivaban el cuerpo y ni siquiera reparaban en esos detalles, porque no eran importantes, salvo cuando la enfermedad imponía su ley rigurosa y había que seguir determinadas dietas o tomar ciertas sustancias. La belleza era otra cosa y estaba directamente relacionada con la salud, no con las proporciones de los miembros, la masa muscular, el volumen de los pechos o de las caderas, las dimensiones de la cintura o la tersura del vientre.
            Los espejos, de los que el escritor argentino Jorge Luis Borges abominaba en alguno de sus geniales relatos y con el que estoy en total acuerdo por cierto, se utilizaban para mirarse la cara y evitar, de ese modo, una mancha indeseable, una legaña atrevida e insumisa, la rebeldía del flequillo o la impertinencia de unas narices no demasiado limpias.
            Luego, en la intimidad de los dormitorios matrimoniales o en los escondites amorosos y clandestinos de siempre, los amantes contemplarían fascinados el misterio seductor de la carne desnuda del otro, alejados de las vanas preocupaciones estéticas con las que hoy en día nos distraen de lo fundamental y sagrado entre un hombre y una mujer: el amor y el deseo.  
           


lunes, 23 de mayo de 2011

EL CALLEJÓN DE LA IGLESIA





Desde la misma Puerta de la Iglesia de la Asunción partía un callejón estrecho y empinado que conduce al Patio del Campanario y que aún hoy subo cada vez que vuelvo a la casa de mi infancia. Recuerdo que, impulsado por un vigor desconocido y ya extinto, emprendía ese último tramo del camino desde la escuela a mi domicilio corriendo como alma que lleva el diablo, sin una causa precisa, tal vez sólo por el placer de franquear esos últimos metros en el menor tiempo posible o porque correr para cualquier muchacho constituye un desafío contra la fatiga y casi es su estado natural. Iba sorteando los grandes escalones a zancadas considerables, doblando las esquinas con la celeridad de un animal de monte y llegaba hasta mi puerta, extenuado y feliz como un cachorro harto de jugar. Era un ejercicio de poderío físico, un gesto despreciativo y soberbio a la difícil orografía de las calles de aquel barrio. Ya era bastante cansado subirlas andando, pero los muchachos le añadíamos  el reto de la velocidad y de la potencia. Era nuestro territorio y lo dominábamos sin duda.
            La juventud derrocha sus energías con la conciencia de que no podrá guardarlas para la madurez. Los muchachos corren, saltan, brincan y no cesan de moverse como tocados por un resorte mecánico. A los que ya peinamos canas, nos desasosiega tanto bullicio y, en ocasiones, nos ponemos nerviosos. Tal vez envidiamos una pujanza que hemos perdido en un tiempo y en un mundo, por desgracia, inexistentes.
Poco a poco pasé de bajar las cuestas del Castillo corriendo, sin otra idea en la cabeza que la del propio presente, a caminar cabizbajo, apesadumbrado a veces, con la preocupación del que posee un lugar en la vida y un futuro al que atender.
Observo el callejón de la Iglesia, hasta donde se acercaban las mujeres del barrio para ver a los novios unidos ya en sagrado matrimonio descendiendo la escalinata, la algazara del arroz y de las fotos, el escaparate de los invitados al evento vestidos para la ocasión, y me parece mentira que alguna vez fuese capaz de subir aquella cuesta corriendo hasta mi calle, como si el muchacho que realizaba semejante proeza no tuviese nada que ver conmigo. Los años, esa manada de alimañas que nos acosa hasta devorarnos, no pasan de una forma impune. Y, sin embargo, no me resisto a trepar por el viejo empedrado en el que aún resuenan mis pisadas  infantiles, como fantasmas de una edad que he perdido de un modo irremediable.   
Alborota mi hijo a mi alrededor de una manera constante y percibo sus ganas de correr como un síntoma de la alegría del mundo. Jugar es, de alguna forma, un aprendizaje para la existencia. De modo que me congratula su permanente disposición al movimiento y al ejercicio. En algún momento me pide, casi me ruega que procure alcanzarlo en su carrera, que comparta con él su júbilo desbocado, y en ese instante pienso en mi propia infancia y en el callejón de la Iglesia, las calles del Castillo y las tardes de juegos.
Ni siquiera me he dado cuenta de que ya no me apetece apresurar mis pasos, tal vez porque tengo la certidumbre de que llegaré al lugar donde me dirigía de muchacho, incluso de que ya estoy en ese lugar. De manera paulatina se ha ido ralentizando mi ritmo personal, como si necesitara detenerme para habitar las horas que se me conceden cada día y para gozar de los dones que la existencia dispone para mí. Pararse es la virtud del que ha arribado finalmente.
Por mera diversión persigo a mi hijo por la calle, alocado y pueril, como en una pantomima de la infancia. Damos unas vueltas y compruebo su velocidad y su resistencia. Al fin, el sentido común me dicta que me rinda y me detenga.
Por la noche me conduelo de los músculos de las piernas. Tengo agujetas y mi mujer me ofrece un gelocatil para que descanse. Antes de dormirme, sucumbo a la extraña sensación de una derrota anunciada y segura.  Ya no soy el que era, por más que insista en la nostalgia y me empeñe en el recordatorio. El muchacho que ascendía atropelladamente los escalones del callejón de la Iglesia ha dado paso a un hombre en estado de quietud física, sentado durante casi ocho horas frente a su mesa de despacho y al ordenador que guarda las palabras de su trabajo. Ahora prefiere leer sentado asimismo en el banco del porche de su casa, mientras saborea un café frío en verano y observa los jazmines que se enredan en la reja de la ventana, o en la butaca junto a la chimenea encendida de su salón en invierno, en tanto cae la tarde y aguarda el aviso de su esposa para cenar.
Me reconforta, no obstante, escuchar los puntapiés que mi hijo propina al balón en la calle en compañía de sus amigos, el sobresalto de sus idas y venidas, sus carreras y el estrépito de sus voces porque me devuelven, de un modo mágico e instantáneo, a los días de mi infancia en Moratalla, cuando subía el callejón de la Iglesia hasta la puerta de mi casa de una sola carrera, emocionado y feliz porque volvía de la escuela y me esperaba mi madre para darme la merienda. 

domingo, 15 de mayo de 2011

EL FRÍO


La infancia es corta mientras sucede, pero en la memoria parece un territorio ilimitado, donde nos ocurrió todo lo sustancial que la vida había previsto para nosotros. Después tenemos la impresión de que nunca dejamos de referirnos a ella. En aquel espacio remoto confundido con un tiempo irreal, todo parecía invierno en Moratalla, como si ésta fuese la estación del año que mejor se identificaba con la naturaleza y el espíritu de un pueblo duro, sobrio y hermoso.
            Cuando mi madre me llamaba cada mañana para ir a la escuela, la cama era un refugio térmico, pues entre las sábanas y las mantas que ella me iba echando encima para protegerme del helor de una casa sin calefacción, tal y como hoy entendemos esto, aunque a cierta hora de la tarde se encendía la estufa y todos nos apiñábamos a su alrededor, y mi naturaleza resistente al frío, yo encontraba cada noche la temperatura ideal para engolfarme en el sueño y en el descanso. Luego, a la mañana siguiente, me vestía de prisa en mi pequeño dormitorio resoplando y me lavaba la cara y las manos con el agua helada del grifo, me tomaba el vaso con la leche caliente y salía a la calle áspera y gélida totalmente despierto, decidido a emprender el nuevo día.
            En Moratalla las cosas eran así por aquellos años. No podía quejarme, porque a mi paso por la Calle Mayor en dirección a la escuela o al instituto, iba encontrándome a los hombres que se marchaban a trabajar al monte, a la huerta o a la obra y que pasarían, sin duda, más frío que yo. Alguna vez puntual, en la recogida de la oliva o en la vendimia en Francia percibí los rigores del clima de un modo extremo, como en aquella célebre helada en las viñas de Montpellier, de la que todavía guardo los peores recuerdos, pues el cielo no tuvo clemencia con nosotros y el sol no salió en todo el día y la escarcha duró horas interminables. El frío devino dolor en los pies y en las manos y el niño de doce años lo soportó con entereza hasta que empezaron a caérsele las lágrimas rostro abajo de un modo espontáneo, sin emitir ni un solo gemido ni una palabra de protesta.
            Los inviernos eran crudos, solía nevar, helaba por las noches y casi no merecía la pena lamentarse por lo que resultaba tan natural como cotidiano. Durante el verano acompañaba a mi abuelo al monte con la burra para acarrear  en sucesivos viajes la leña que necesitaríamos en los peores meses, y de paso limpiábamos la sierra de las ramas inservibles que nadie recogía y que enredaban los caminos y las sendas, y constituían un peligro en plena canícula. Mi abuelo aguantaba el frío hasta límites inconcebibles y yo lo observaba varear las oliveras con aire y con vigor, impávido ante el oraje inclemente  que convertía aquella faena en una labor desagradable. Cuando alguno proponía encender una fogata para calentarnos, él negaba contrariado aduciendo que  después ya no querríamos volver al tajo y que el propio esfuerzo nos calentaría las manos y los pies congelados.
            Al atardecer las chimeneas del barrio del Castillo mostraban sus penachos de humo como se iza una bandera después de haber ganado una batalla. Las chimeneas y las estufas, alimentadas con la leña que habíamos ido acumulando desde el verano caldeaban las cocinas, donde la madre y la abuela ya iban preparando la cena, solícitas y atareadas, después de un largo día invernal de huerta. Nos dolían las manos de golpear con las cañas y con los palos las ramas de los árboles; y las espaldas y las piernas, de cargar con los sacos llenos de oliva y de andar toda la jornada medio en cuclillas o agachados recogiendo el fruto que nos daría el mejor aceite del mundo.
            A la paz de la lumbre, mi abuelo, satisfecho por el trabajo y feliz por disponer de la leña, me contaba las historias de otros tiempos, donde también el frío mostraba muy a menudo sus fauces de bestia implacable, en los cortijos de la sierra, donde él había trabajado desde muy niño y había conocido las calamidades de una época hostil.
            Poco a poco, con aquella lenta y continua educación para el frío, nos acostumbramos a los largos inviernos, a la nieve frecuente y, en cierto modo, siempre divertida, a las mañanas a la intemperie, pero también fuimos adquiriendo la memoria sentimental de una tierra brava, salvaje y bella. De tal manera que cuando vine a Murcia en los ochenta, me resultó inaguantable el calor pegajoso y la ausencia de un verdadero invierno. Era como pasar de un licor de alta gradación, envejecido y noble, a un refresco tibio e insustancial. De aquella infancia con las estaciones perfectamente definidas vine a dar a una juventud con una larga primavera y un mediano y bochornoso verano. Por eso guardé en el recuerdo las jornadas intempestivas y emocionantes del monte nevado, del agua gélida y de los reconfortantes anocheceres en las cocinas templadas frente al fuego, mientras languidecían las conversaciones de los mayores.
            La madurez no ha podido quitarme la nostalgia de aquella edad aterida, el olor metálico del aire glacial mezclado con los aromas escondidos de la tierra, la visión sorprendente y casi festiva de la nieve en los patios recoletos y sobre los tejados, el silencio sordo y húmedo de los copos cayendo plácidamente en el atardecer. Cierro los ojos a veces y lo veo todo blanco y el corazón se me alborota incorregible como un niño. 

                                              

miércoles, 11 de mayo de 2011

VENERABLES Y APERGAMINADOS



No pertenecían al mismo mundo que nosotros, pues ni su ropa ni su alimentación ni sus continuos achaques tenían nada que ver con nuestra vida. Habitaban un espacio al margen, entre la realidad y lo que nos espera al otro lado, y apenas albergaban esperanzas, pues se hallaban en el linde del camino. Cargaban, eso sí, con todo un pesado fardo de malos tiempos, desgracias personales, muertes cercanas y un sinfín de historias que contaban de un modo fragmentario y repetitivo hasta la extenuación. De niño los veía en casa y en la calle y tenía la  impresión de que no durarían mucho, pues había en sus movimientos una calma efímera, una serena aceptación de haber alcanzado el límite, un estado de continua fuga, que los hacía merecedores de un respeto casi sagrado, como si su ámbito ya no fuera  el nuestro y en cualquier instante estuviesen a punto de desaparecer.
            No se parecían en nada a los ancianos de ahora. En realidad, como tantas cosas, también los abuelos de antes han desaparecido. Hoy se encuentra uno en la calle con una octogenaria maquillada y vestida a la moda, del brazo de un galán de sus mismos años y en dirección al baile de todos los domingos en el centro cultural de turno o al bingo, si se tercia. En aquellos días sucesivas capas de duelo y de luto iban cubriendo a las mujeres mayores hasta convertirlas en  sombras de aspecto lúgubre, que a los muchachos de entonces, lejos de amedrentarnos, nos otorgaban confianza, mientras que ellos, erguidos aún, con el viejo traje de siempre, blandían su garrota de almez con la que se ayudaban en su deambular cotidiano. Venerables y apergaminados no eran más que los fantasmas de una edad que evocaban de manera hiperbólica, haciendo especial hincapié en gestas bélicas y en hazañas del trabajo, en sacrificios sin cuento y en alguna aventurilla más o menos procaz.
            De niños los creíamos inalcanzables, seres distintos y distantes, con los que, sin embargo, nos unía un cierto grado de irresponsabilidad y un pacto tácito de connivencia, basado en una existencia semejante, inútil, rebelde a veces, con demasiado tiempo libre y escasas tareas que llevar a cabo. Supongo que nos observábamos en el extremo de la vida: nosotros al principio y recién llegados y ellos, de vueltas de todo, en el borde mismo del final. Sentíamos curiosidad los unos por los otros y afecto también, esa ternura casi animal por los más débiles, ese entendimiento tácito que se establece entre los que andan un tanto marginados, porque viejos y muchachos constituíamos casi siempre la excepción de aquellos días; en el trabajo, porque realizábamos las tareas de   poca enjundia y menor esfuerzo y en la casa, porque se nos relegaba a un lugar casi irrelevante, de meros espectadores, de comparsas en el gran teatro de la familia, pese a que a nosotros nos agradaba aquel papel de individuos invisibles que merodeaban por las estancias de la casa sin que nadie nos pidiese explicaciones. Al fin y al cabo, un viejo y un niño estaban siempre disculpados. Tanto daba que no observasen las normas de educación en la mesa, que vistiesen de un modo estrafalario o que pronunciasen desvaríos sin cuento.
            Hoy las cosas han cambiado tanto que cada cual paga su parte de culpa, pues hemos llegado a la conclusión de que ya no hay nadie inocente de antemano: ni mayores ni infantes. Habituados a contemplar en el televisor casi a diario verdaderos horrores humanos, bestialidades de una infamia desconocida, nadie queda impune ya, por sus pocos años o por sus muchas canas, de la sospecha criminal, de la injuria de los otros. Alguien pensará que no somos los mismos, que la historia nos va transformando en un viaje invertido hacia la irracionalidad, pero seríamos injustos si proclamáramos esta mera sospecha como evidencia.
            Aquellos viejos y viejas respetables y aquellos muchachos  y muchachas traviesos pero de buen corazón no son otra cosa más que la sustancia que nuestra memoria ha segregado en la forma de un lenitivo para ocultar verdades atroces y conformar nuestro espíritu nostálgico, pues el horror, por usar una palabra fuerte y atrevida, la mentira y otros desmanes han campado a sus anchas desde que el hombre es hombre y ni estos abuelos ni aquellos, ni estos muchachos ni los que fuimos alguna vez se salvarán de su terrible condición humana.
            Me gusta, no obstante, recordar en ocasiones aquellas tardes lejanas de la primavera en que mi abuelo solía llevarme con él a la Plaza de la Iglesia para que yo jugara a la pelota, mientras él departía durante horas con sus amigos de siempre, atento a cada uno de mis gestos y orgulloso de tenerme tan cerca. Ese es mi nieto, solía decirles, y ya sabe leer.


                                             

viernes, 6 de mayo de 2011

EL DOLOR OFRECIDO


Como ocurría  en su tiempo con los místicos castellanos, el dolor era en aquellos días una suerte de penitencia que cualquiera podía ofrecer a Dios, del modo en que se ofrece una oración o una dádiva económica a los pobres. Los místicos pasaban por una etapa ascética mediante la cual iban separando el cuerpo de las necesidades terrenales hasta conseguir que el alma se desprendiera del todo de su prisión carnal y estuviese en condiciones de elevarse, ingrávida, hasta la morada de Dios. Así lo cuentan San Juan y Santa Teresa, aunque ellos usan palabras de oro y de gracia sublime para dar testimonio de una experiencia única, que ha pasado a engrosar las más altas cimas de la literatura española.
            Pero en mi infancia aún recuerdo que algunos enfermos terminales, los que sufrían un cáncer u otro mal de esta guisa,  perdida la esperanza en los adelantos de la ciencia y en la sanación, postrados en la cama durante meses, se encomendaban al Altísimo, le ofrecían su dolor a modo de mortificación con estoicismo ejemplar, aunque sin poder reprimir gritos, quejidos y lamentos, el insufrible tormento que Él les había mandado con el objeto de recordarles su frágil naturaleza humana, demasiado humana y su efímero y lacerante paso por este valle de lágrimas (in haec lacrimarum valle, como diría el clásico).
            Desde esa perspectiva era inútil aplacar la aflicción física, contraproducente incluso para el alma del paciente, y, desde luego, de acuerdo con esos presupuestos la investigación en el ámbito de la analgesia apenas habría avanzado. Nos encontrábamos en plena Edad Media, inmersos en una mentalidad anacrónica, como en tantas otras cosas, y a la espera de un milagro para que el paciente se curara por métodos más cercanos a la magia que a la razón. Las oraciones y las jaculatorias sustituían la farmacopea al uso, y la fe en el más allá y en la misericordia divina suplantaban  la confianza en el médico de cabecera, que en más de una ocasión solía coincidir con el diagnóstico de las curanderas habituales. La muerte no tenía enmienda y su heraldo era, de una forma invariable, el dolor.
            Las mujeres parían con dolor por mandato divino y algunas morían en el trance, porque siempre era más importante salvar el feto que atender debidamente a la madre. Al fin, la vida y la muerte eran, por aquellas fechas, conceptos relativos. Los matrimonios solían tener muchos hijos, de los cuales no sobrevivían todos, ni mucho menos. Los hombres y las mujeres estaban habituados a los padecimientos, las estrecheces y las desgracias familiares. La muerte formaba parte de la existencia de todos, y muy pocos se asombraban de tal o cual fallecimiento.
            Hoy resultaría inaudito someternos a la extracción de una muela sin anestesia, aguantar la amputación de un miembro  a pelo o cualquier otra intervención quirúrgica, tal vez porque, por fortuna, hemos dejado de creer, como les ocurría a los místicos, que el dolor  pueda acercarnos más a Dios y que nadie vaya a beneficiarse de nuestra agonía. El dolor nos hace sentir vivos, escuchábamos en algunas películas con tono sentencioso y casi filosófico, pero el dolor era tan inútil como la misma muerte y causaba mayores estragos, porque deshumanizaba al enfermo y desesperaba a la familia hasta límites de una crueldad gratuita.
            De crío, como había pasado una bronquitis pertinaz, cada vez que pillaba un resfriado, me bajaba hasta el pecho y, cuando tosía, me dolían los bronquios como si me tiraran de unas cuerdas interiores. Recuerdo todo aquello con una desazón de niño amedrentado, aunque mi madre probaba todos los remedios, extraía las cajas de las medicinas, llamaba a los médicos y, al cabo, iba aplicándome calor y pomada balsámica con sus manos de hada buena y con una paciencia infinita hasta que el mal remitía.
El dolor nos persigue durante toda nuestra vida y nos acostumbramos a quitarle importancia conforme nos vamos haciendo mayores, porque no hay otro remedio y es inevitable que nos extraigan alguna muela, que nos pongan una inyección, que nos rompamos un hueso, que suframos un cólico nefrítico, un dolor de cabeza o de oídos, o que nos den unos puntos en algún momento, aunque nunca lo aceptamos del todo con buena cara. Estaría bueno Ahora, las unidades hospitalarias especializadas,  los diversos sistemas de sedación, las distintas anestesias y la nueva ideología médica, tan atenta a la calidad de la vida del paciente como a la muerte irreparable pero indolora han cambiado en absoluto las cosas. Nos humanizamos y dejamos atrás toda la superchería religiosa mal entendida, porque hemos llegado a la conclusión de que sólo la muerte es irremediable.
Como el emperador Adriano en la estupenda novela de Margaritte Yourcenar, yo también me siento apenas nada ante la mirada escrutadora y sabia de un galeno. Espero que mi última hora sobrevenga en paz y que, si es imprescindible, se pongan los medios necesarios para que así sea, porque no estoy dispuesto a ofrecer mi dolor a nadie, esa miseria denigrante, que sólo satisfaría a mis enemigos más encarnizados.