lunes, 23 de mayo de 2011

EL CALLEJÓN DE LA IGLESIA





Desde la misma Puerta de la Iglesia de la Asunción partía un callejón estrecho y empinado que conduce al Patio del Campanario y que aún hoy subo cada vez que vuelvo a la casa de mi infancia. Recuerdo que, impulsado por un vigor desconocido y ya extinto, emprendía ese último tramo del camino desde la escuela a mi domicilio corriendo como alma que lleva el diablo, sin una causa precisa, tal vez sólo por el placer de franquear esos últimos metros en el menor tiempo posible o porque correr para cualquier muchacho constituye un desafío contra la fatiga y casi es su estado natural. Iba sorteando los grandes escalones a zancadas considerables, doblando las esquinas con la celeridad de un animal de monte y llegaba hasta mi puerta, extenuado y feliz como un cachorro harto de jugar. Era un ejercicio de poderío físico, un gesto despreciativo y soberbio a la difícil orografía de las calles de aquel barrio. Ya era bastante cansado subirlas andando, pero los muchachos le añadíamos  el reto de la velocidad y de la potencia. Era nuestro territorio y lo dominábamos sin duda.
            La juventud derrocha sus energías con la conciencia de que no podrá guardarlas para la madurez. Los muchachos corren, saltan, brincan y no cesan de moverse como tocados por un resorte mecánico. A los que ya peinamos canas, nos desasosiega tanto bullicio y, en ocasiones, nos ponemos nerviosos. Tal vez envidiamos una pujanza que hemos perdido en un tiempo y en un mundo, por desgracia, inexistentes.
Poco a poco pasé de bajar las cuestas del Castillo corriendo, sin otra idea en la cabeza que la del propio presente, a caminar cabizbajo, apesadumbrado a veces, con la preocupación del que posee un lugar en la vida y un futuro al que atender.
Observo el callejón de la Iglesia, hasta donde se acercaban las mujeres del barrio para ver a los novios unidos ya en sagrado matrimonio descendiendo la escalinata, la algazara del arroz y de las fotos, el escaparate de los invitados al evento vestidos para la ocasión, y me parece mentira que alguna vez fuese capaz de subir aquella cuesta corriendo hasta mi calle, como si el muchacho que realizaba semejante proeza no tuviese nada que ver conmigo. Los años, esa manada de alimañas que nos acosa hasta devorarnos, no pasan de una forma impune. Y, sin embargo, no me resisto a trepar por el viejo empedrado en el que aún resuenan mis pisadas  infantiles, como fantasmas de una edad que he perdido de un modo irremediable.   
Alborota mi hijo a mi alrededor de una manera constante y percibo sus ganas de correr como un síntoma de la alegría del mundo. Jugar es, de alguna forma, un aprendizaje para la existencia. De modo que me congratula su permanente disposición al movimiento y al ejercicio. En algún momento me pide, casi me ruega que procure alcanzarlo en su carrera, que comparta con él su júbilo desbocado, y en ese instante pienso en mi propia infancia y en el callejón de la Iglesia, las calles del Castillo y las tardes de juegos.
Ni siquiera me he dado cuenta de que ya no me apetece apresurar mis pasos, tal vez porque tengo la certidumbre de que llegaré al lugar donde me dirigía de muchacho, incluso de que ya estoy en ese lugar. De manera paulatina se ha ido ralentizando mi ritmo personal, como si necesitara detenerme para habitar las horas que se me conceden cada día y para gozar de los dones que la existencia dispone para mí. Pararse es la virtud del que ha arribado finalmente.
Por mera diversión persigo a mi hijo por la calle, alocado y pueril, como en una pantomima de la infancia. Damos unas vueltas y compruebo su velocidad y su resistencia. Al fin, el sentido común me dicta que me rinda y me detenga.
Por la noche me conduelo de los músculos de las piernas. Tengo agujetas y mi mujer me ofrece un gelocatil para que descanse. Antes de dormirme, sucumbo a la extraña sensación de una derrota anunciada y segura.  Ya no soy el que era, por más que insista en la nostalgia y me empeñe en el recordatorio. El muchacho que ascendía atropelladamente los escalones del callejón de la Iglesia ha dado paso a un hombre en estado de quietud física, sentado durante casi ocho horas frente a su mesa de despacho y al ordenador que guarda las palabras de su trabajo. Ahora prefiere leer sentado asimismo en el banco del porche de su casa, mientras saborea un café frío en verano y observa los jazmines que se enredan en la reja de la ventana, o en la butaca junto a la chimenea encendida de su salón en invierno, en tanto cae la tarde y aguarda el aviso de su esposa para cenar.
Me reconforta, no obstante, escuchar los puntapiés que mi hijo propina al balón en la calle en compañía de sus amigos, el sobresalto de sus idas y venidas, sus carreras y el estrépito de sus voces porque me devuelven, de un modo mágico e instantáneo, a los días de mi infancia en Moratalla, cuando subía el callejón de la Iglesia hasta la puerta de mi casa de una sola carrera, emocionado y feliz porque volvía de la escuela y me esperaba mi madre para darme la merienda. 

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