viernes, 6 de mayo de 2011

EL DOLOR OFRECIDO


Como ocurría  en su tiempo con los místicos castellanos, el dolor era en aquellos días una suerte de penitencia que cualquiera podía ofrecer a Dios, del modo en que se ofrece una oración o una dádiva económica a los pobres. Los místicos pasaban por una etapa ascética mediante la cual iban separando el cuerpo de las necesidades terrenales hasta conseguir que el alma se desprendiera del todo de su prisión carnal y estuviese en condiciones de elevarse, ingrávida, hasta la morada de Dios. Así lo cuentan San Juan y Santa Teresa, aunque ellos usan palabras de oro y de gracia sublime para dar testimonio de una experiencia única, que ha pasado a engrosar las más altas cimas de la literatura española.
            Pero en mi infancia aún recuerdo que algunos enfermos terminales, los que sufrían un cáncer u otro mal de esta guisa,  perdida la esperanza en los adelantos de la ciencia y en la sanación, postrados en la cama durante meses, se encomendaban al Altísimo, le ofrecían su dolor a modo de mortificación con estoicismo ejemplar, aunque sin poder reprimir gritos, quejidos y lamentos, el insufrible tormento que Él les había mandado con el objeto de recordarles su frágil naturaleza humana, demasiado humana y su efímero y lacerante paso por este valle de lágrimas (in haec lacrimarum valle, como diría el clásico).
            Desde esa perspectiva era inútil aplacar la aflicción física, contraproducente incluso para el alma del paciente, y, desde luego, de acuerdo con esos presupuestos la investigación en el ámbito de la analgesia apenas habría avanzado. Nos encontrábamos en plena Edad Media, inmersos en una mentalidad anacrónica, como en tantas otras cosas, y a la espera de un milagro para que el paciente se curara por métodos más cercanos a la magia que a la razón. Las oraciones y las jaculatorias sustituían la farmacopea al uso, y la fe en el más allá y en la misericordia divina suplantaban  la confianza en el médico de cabecera, que en más de una ocasión solía coincidir con el diagnóstico de las curanderas habituales. La muerte no tenía enmienda y su heraldo era, de una forma invariable, el dolor.
            Las mujeres parían con dolor por mandato divino y algunas morían en el trance, porque siempre era más importante salvar el feto que atender debidamente a la madre. Al fin, la vida y la muerte eran, por aquellas fechas, conceptos relativos. Los matrimonios solían tener muchos hijos, de los cuales no sobrevivían todos, ni mucho menos. Los hombres y las mujeres estaban habituados a los padecimientos, las estrecheces y las desgracias familiares. La muerte formaba parte de la existencia de todos, y muy pocos se asombraban de tal o cual fallecimiento.
            Hoy resultaría inaudito someternos a la extracción de una muela sin anestesia, aguantar la amputación de un miembro  a pelo o cualquier otra intervención quirúrgica, tal vez porque, por fortuna, hemos dejado de creer, como les ocurría a los místicos, que el dolor  pueda acercarnos más a Dios y que nadie vaya a beneficiarse de nuestra agonía. El dolor nos hace sentir vivos, escuchábamos en algunas películas con tono sentencioso y casi filosófico, pero el dolor era tan inútil como la misma muerte y causaba mayores estragos, porque deshumanizaba al enfermo y desesperaba a la familia hasta límites de una crueldad gratuita.
            De crío, como había pasado una bronquitis pertinaz, cada vez que pillaba un resfriado, me bajaba hasta el pecho y, cuando tosía, me dolían los bronquios como si me tiraran de unas cuerdas interiores. Recuerdo todo aquello con una desazón de niño amedrentado, aunque mi madre probaba todos los remedios, extraía las cajas de las medicinas, llamaba a los médicos y, al cabo, iba aplicándome calor y pomada balsámica con sus manos de hada buena y con una paciencia infinita hasta que el mal remitía.
El dolor nos persigue durante toda nuestra vida y nos acostumbramos a quitarle importancia conforme nos vamos haciendo mayores, porque no hay otro remedio y es inevitable que nos extraigan alguna muela, que nos pongan una inyección, que nos rompamos un hueso, que suframos un cólico nefrítico, un dolor de cabeza o de oídos, o que nos den unos puntos en algún momento, aunque nunca lo aceptamos del todo con buena cara. Estaría bueno Ahora, las unidades hospitalarias especializadas,  los diversos sistemas de sedación, las distintas anestesias y la nueva ideología médica, tan atenta a la calidad de la vida del paciente como a la muerte irreparable pero indolora han cambiado en absoluto las cosas. Nos humanizamos y dejamos atrás toda la superchería religiosa mal entendida, porque hemos llegado a la conclusión de que sólo la muerte es irremediable.
Como el emperador Adriano en la estupenda novela de Margaritte Yourcenar, yo también me siento apenas nada ante la mirada escrutadora y sabia de un galeno. Espero que mi última hora sobrevenga en paz y que, si es imprescindible, se pongan los medios necesarios para que así sea, porque no estoy dispuesto a ofrecer mi dolor a nadie, esa miseria denigrante, que sólo satisfaría a mis enemigos más encarnizados.

                                  

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