martes, 27 de marzo de 2012

LA ÚLTIMA FINCA


Nos bajamos de la sierra, donde vivíamos en cortijos rodeados de un entorno bucólico y salvaje, a kilómetros de la civilización y de sus adelantos, aislados del mundo, porque allí estaban las tierras y los animales que habíamos heredado de nuestros mayores y porque en aquella época, sin televisión ni otros medios de conocimiento, apenas sabíamos nada de otros ámbitos. Éramos inocentes y buenos en el sentido rusoniano de la palabra y ni la modernidad ni otros avances tecnológicos nos habían corrompido todavía.
            Poco a poco, fuimos sintiendo la necesidad de acercarnos a Moratalla, aunque hubo quien optó por Caravaca, que ha sido siempre un pueblo más grande y de mayor prosapia; de manera que iniciamos los trámites para comprar una casa en el casco antiguo, que sería más barata sin duda, y de repente cambiamos la extraordinaria soledad de los campos por el alboroto cotidiano de las calles y callejones del pueblo, donde jugaban los niños y  transitaban hombres y mujeres a todas horas del día. El pueblo era más cómodo, el médico estaba cerca y podíamos acudir  a cualquier tienda, no solo los sábados de mercado; teníamos vecinos, amigos y conocidos, y era posible ir a la iglesia, tomarnos una cerveza o un chato en los bares y disfrutar de las fiestas patronales.
            De manera paulatina se fueron poniendo de moda los pisos como un distintivo de actualidad y prestigio social; nos acostumbramos a viajar a Murcia, algunos jóvenes se marcharon a estudiar o a trabajar fuera y la televisión inauguró un mundo fascinante y nuevo. Comprarse una de aquellas celdillas de la colmena de hormigón armado, en que consistían todos los edificios, no sólo era una manera de progresar en la vida, sino una inversión rentable. Algunos lo hicieron en el pueblo y otros, los que tenían más poder económico, los adquirieron en Murcia con la certidumbre de que alguna vez multiplicarían su precio original. Yo siempre defendí inútilmente esas tradicionales calles de Moratalla, no muy anchas para protegerse en verano de las inclemencias del sol y en invierno, de los vientos helados, con historia y solera, sobre todo las de la Calle Mayor, pero todo resultaba en vano, porque la gente se marchaba, en un éxodo casi obligatorio, a la carretera para construirse un bloque de viviendas que ocuparía con el resto de su familia. Las afueras se convirtieron con el paso de los años en los barrios residenciales de una villa, cuyo centro urbano era tan pequeño como fascinante. Y las calles, recoletas y sombrías, se llenaron de automóviles de todo tipo.
            En Murcia, en la que ya vivo treinta años de una forma casi permanente, las familias, las de dentro y los nuevos habitantes de otras partes de la región, aspiraron a la posesión de un piso, más o menos holgado, en barrios cercanos al centro, que en los años setenta pertenecían aún a la huerta, pues hasta el edificio del Corte Inglés o la denominada Arrixaca Vieja se hallaban por aquella época en los límites dedicados a limoneros y sembrados de hortalizas varias, que regaban poderosas acequias cuya agua procedía del río Segura. He ido percibiendo, no obstante, un movimiento singular en dirección a los terrenos de la sierra y de la huerta, que se han ido llenando de chalet, dúplex y casas de diversos estilos y diseños. Mis preferencias no han cambiado en exceso y, aunque mi morada actual se halla en una cercana pedanía de la ciudad, mi gusto por el centro y todos sus beneficios, entre los que se hallan las librerías, los paseos de la ciudad, el bullicio de la gente, la Universidad y los diversos centros educativos, me llevaron a comprar una residencia que en algún momento ocuparé con mi familia.
            Es singular este constante ir y venir de la gente de un lado a otro, esta inquietud de hombres y mujeres por pasar de la naturaleza a la civilización y, otra vez, volver al campo, exaltando en cada una de estas fases sus virtudes y sus muchos beneficios, pero a uno le da la impresión de que no acabamos de poner el huevo en ninguna parte, de que no nos quedamos a gusto en las soledades rurales ni en la compañía de las muchedumbres de la ciudad. Seguiremos yendo y viniendo de la sierra a las avenidas, y de los áticos enhiestos y altivos a los cortijos entrañables y señoriales, de los coquetos apartamentos a las austeras casas de pueblo.
            Algo de todo eso ha desembocado en esta pertinaz crisis económica, pues hubo un tiempo no muy lejano en que tuvimos la ambición desmesurada de poseerlo todo: nuestro domicilio familiar, el apartamento en la playa, un estudio diminuto en el centro, la casita de campo y un hogar para cada uno de los hijos. Pero siempre nos faltaba algo y entonces reparábamos con envidia manifiesta en esa última finca, que ya tenía en su haber nuestro vecino: la tumba del cementerio.

                                              


           


















domingo, 25 de marzo de 2012

BLASONES DE ANTAÑO Y RUINA DE HOGAÑO

Admiré desde muy pequeño esas casas señoriales de Moratalla de desigual arquitectura, intrincadas por dentro, con recovecos caprichosos, diversas salas y salitas, muchas escaleras y grandes bodegas y cámaras donde guardaban el aceite, el trigo y la matanza del año.  Casas cerradas a cal y canto al común de los mortales, porque pertenecían a otra clase, a un ambiente distinto, en el que apenas teníamos cabida los niños de la calle. En realidad, no eran casas de la calle, poseían algunas sus propios jardines o huertos interiores, sus balsas para el verano y sus árboles frutales, sus balcones con señorío que miraban al exterior desde una posición de altura. En tiempos, en ellas habían servido infinidad de mujeres por muy poco dinero y la comida y algunos hombres, entre aguaderos, aparceros, aniagueros, arrieros y demás población trabajadora, que entraban y salían como un enjambre infatigable en torno a las necesidades y los dengues de los amos de la casa.
            Era otra época y comer a diario  constituía todo un prodigio. Era una edad de subsistencia, varada en la mayor crisis económica que haya sufrido este país en los últimos siglos, aislados del mundo por un desprecio político que nos situaba más cerca de África que de Europa, orgullosos de una autarquía que sólo podía conducirnos al desastre. Luego se abrieron las fronteras a la fuerza y un puñado de héroes nos trajo con el sudor de su frente y su arrojo aires nuevos y divisas.
            Pero a mí me gustaban aquellas casas: la de don Faustino en el Castillo frente a la humilde morada donde yo nací o la que todavía conserva junto a La Glorieta con un extraordinario huerto diezmado por las malas hierbas y el descuido pertinaz o la situada enfrente, tal vez la más grande de todo el pueblo, pues ocupa una manzana entera y llega hasta lo que fue el bar del Pepe del Joaquín, donde cuenta mi padre que de niño entró con unos amigos y casi se pierde en sus estancias, donde, al parecer, no faltaban libros, cuadros y muebles  añosos.
            Luego, en la Cuesta del Caño, estaban frente a frente las moradas de don Fernando, maestro y anterior alcalde, sobre la parada de los taxis y la de don Rafael, farmacéutico de no muy buenas trazas ni especial sentido del humor, pero poseedor de un habitáculo excepcional con miradores a La Farola y a la Calle Mayor, que exhibían los trabajos de la madera labrada con buen gusto.
                        Más adelante y frente al antiguo bar El Moreno se encuentra la de la familia Rueda, en todo el cogollo del centro urbano, blasonada y con ese aire trasnochado de lo que conoció mejores tiempos sin duda, como la de don Ramiro Ciller, el médico, a la que sí tuve oportunidad de entrar alguna vez por mi amistad con su hijo, Enrique, y que respondía al esquema antes descrito, aunque ni era tan grande ni poseía huerto.
            Luego, en la Plaza de la Iglesia se hallaba la más representativa de una época y la que más envidia me despertaba sin duda, cuadrada, anchurosa, con patio y balsa para bañarse, con vistas a la Plaza y a la Iglesia y al pueblo escalonado cerro arriba, a la sombra de las acacias, ofrecía la imagen sólida de una edificación con solera y buenos augurios. De hecho algunos muchachos del Castillo trabamos amistad con las niñas y los niños de la familia durante los veranos, de trato agradable como toda la familia, y pasábamos aquellas tardes largas jugando en los portales y en el jardín del templo, ensimismados en pequeñeces que para nosotros resultaban significativas. (Luego he visto a algunos de ellos en Murcia, ya adultos y han tenido la deferencia de reconocerme y de saludarme con idéntica simpatía a la de aquellas horas que habíamos compartido)
            Había algunas más, sin duda, a lo largo de la Calle Mayor, no tan vastas ni tan regias, ni habitadas por gentes de la misma calidad. Cómo voy a olvidar a don Vicente, el maestro, ayudándonos a subir a su balcón desde la reja donde nos habíamos encaramado huyendo de las vacas, agotados porque los animales se aposentaban en la sombra  y no hacían ademán de marcharse; del mismo modo que, por razones opuestas, tampoco olvidaré a aquel otro personajillo algunas casas más allá en dirección a El Goterón, pero sin llegar a tal emplazamiento, que nos golpeaba en las manos cuando pretendíamos aferrarnos a su balcón para evitar el peligro de los animales bravos, y no tenía empacho en intentar desalojarnos con malas palabras y con peores gestos pese a la presencia imponente de las bestias en la calle. Éramos jóvenes y ágiles, desde luego, y ni un huracán nos habría hecho caer cuerpo a tierra.
            Hoy, ni la calle ni las casas se hallan en su mejor momento. También por ellas han pasado los años y la desidia. Eran ellas las que otorgaban a Moratalla cierto carácter hidalguista, altanero, refinado. Cuando las veo, no puedo dejar de pensar en mi madre, con la que compartía su entusiasmo y su buen gusto. Como ella, también yo he creído siempre que soñar no costaba nada.

                                              

viernes, 23 de marzo de 2012

LA FIESTA DE LA TIERRA




La verdad es que nos ha costado algunos meses coincidir en una fecha concreta para salir al campo una mañana cualquiera. Emprendo el camino con mis amigos de toda la vida, con Paco y con Diego. Hemos postergado la ocasión, porque las obligaciones laborales y la familia no siempre nos dan una tregua ni nos permiten un hueco para disfrutar del frío y del paisaje durante unas horas; aunque en esta ocasión lo hemos llevado a cabo en los preliminares de una primavera fría aún y demasiado seca, una mañana de clima no excesivamente riguroso, a pesar de que en las alturas persiste la nieve y en algún momento del camino hemos podido tocar los restos blancos y helados en la umbría como las huellas mágicas de nevadas antiguas.
         Diego nos lleva en su todoterreno y decide echar por Benizar, tal vez porque la carretera es más cómoda y porque, otras veces, hemos ido por la ruta contraria. Muy pronto ascendemos los repechos del Molino de Benizar, con el castillo a nuestro frente y un horizonte escarpado y fabuloso alrededor.
         Pasamos Charán y llegamos al Barranco de Hondares con una dulce sensación de vértigo, mientras el cielo parece estar más cerca cada vez y la tierra cobra vida en la forma de un inmenso animal de piel parda y corácea, sobre la que sobresalen unos pocos matorrales apenas. Hemos pasado los mil metros de altitud y nos dirigimos a Bajil. Tenemos como telón de fondo la Sierra de Villafuerte, salpicada de manchas blancas y erguida como la cresta de un saurio. Muy pronto subimos al Cerro de las Víboras y, de repente, me gana la sensación de que todo se ha parado: el tiempo, el paisaje y el  clima, en una edad que ni siquiera es humana, porque pertenece a una época anterior al hombre.
         Pasamos Las Casicas del Portal y el Rincón de los Huertos, donde los cortijos parecen integrados en el fresco pardo de las piedras y de la tierra.
         En la rambla hallamos una fuente de agua fría y limpia y bajo las ramas despobladas de una noguera fastuosa almorzamos con el hambre que da el campo y la primavera casi presente, la fatiga del camino y los olores de la naturaleza. Compartimos el pan, los embutidos y el vino, mientras hablamos de los amigos comunes, de la familia y de otra época en un necesario ejercicio de nostalgia al que nos abandonamos cada vez que nos vemos. Avistamos  uno de los pocos bosques de encinas que existen en la Región, así como una extensión de sabinas, tan bellas y tan raras. Por unos segundos experimento la certidumbre de que la vida forma parte de todo cuanto nos rodea, incluso de que sólo en estos pagos se encuentra la vida verdadera, la esencia de lo natural y la gracia de todo lo creado, como un grandioso espectáculo que se nos otorga en la forma de un don inmerecido.
         Corroboro esta última idea frente al dolmen  con el que nos topamos en un claro de la sierra y en las Cuevas de las Iglesias que presentan signos de civilizaciones antiquísimas. Estamos a un paso de la frontera sagrada que el hombre ha buscado desde sus orígenes.  Todo se torna, en algún momento, misterio y silencio, mientras pisamos el monte y rebuscamos con la vista en los rincones que nos concede la vegetación.
Nunca hemos pertenecido a esa clase detestable de turistas, domingueros o senderistas, que acuden al monte como se acude al último local de moda, porque desde muy niños hemos trabajado en el campo y hemos convivido con aquellos que lo conocen mejor que nosotros aún. Tal vez por eso, sabemos de las fatigas que arrostra el pastoreo y la solitaria vida en los cortijos y, cuando nos cruzamos con un rebaño de ovejas o nos detenemos en un pequeño cortijo, dejamos pasar con unción el ejército ovino o saludamos con respeto al hombre que nos acoge con amabilidad, porque todo esto es más grande que nosotros, más importante incluso.
Tras la visita a la última gruta, iniciamos el descenso hacia el Campo de San Juan; pasamos Zaén de Arriba y alcanzamos los límites de Campo de Béjar en muy pocos kilómetros, lo que embota nuestros oídos y casi nos marea, pero vamos en silencio y llevamos los ojos repletos del paisaje más hermoso, elevado y espléndido de toda la región.
Volveremos un día de estos, mejor cuando regrese el frío en otoño y hallemos un día propicio para reunirnos otra vez y celebrar la fiesta de la tierra y de la amistad.   
          

                 

miércoles, 7 de marzo de 2012

NO SE TIRABA NADA


Reciclar es, sin duda, una palabra fea, una de las más feas de la lengua española, aunque su significado se halle hoy tan en boga y se nos imponga casi como un precepto religioso, como si a estas alturas del reciente milenio hubiésemos inventado nosotros, inmersos en un hartazgo consumista desaforado y en los prolegómenos, no obstante, de una crisis de dimensiones bíblicas, este nuevo credo de aprovechar lo sobrante para otros menesteres, de recoger la materia que podría ser utilizada otra vez para construir o crear un producto distinto.
            Que yo sepa, ésta siempre ha sido una obsesión de los más necesitados, de aquellos que heredaron las penurias de la guerra. De manera que en mi infancia apenas si juntábamos basura cada día, no solo porque escaseaban los envases de cualquier material y en la tienda te lo vendían todo envuelto en papel de estraza, sino porque era muy poco lo que se arrojaba al cubo de los desperdicios. Las prendas de vestir y el calzado eran sometidos a largas temporadas de una actividad incesante y, cuando daban muestras de necesidad imperiosa, se remendaban del modo más delicado y contumaz. Tampoco se tiraban los muebles, pues se habían comprado con la conciencia de que durarían toda la vida y no abundaban los aparatos tecnológicos ni se daban excesos de ningún otro tipo. Recuerdo haber jugado durante años con las mismas figuras de plástico y el camión que me trajeron los Reyes Magos y un puñado de canicas de muchos colores que me regaló una tía paterna. Y, sin embargo, cada vez era diferente, como si en la escasez fuésemos capaces de reinventar la abundancia.
            En las ollas y en las cacerolas rotas se plantaban geranios y alhábegas, con las mantas en desuso se recogía la oliva y la almendra; las mujeres cosían delantales con las faldas rotas y a los pavos y a los cerdos se les alimentaba con las sobras de la comida mezcladas con harina. A las niñas se les compraban los vestidos largos, para irles sacando temporada tras temporada y los muchachos tocábamos el tambor en las latas vacías de gasoil o en las cajas de cartón. Ni que decir tiene que no había comida para perros y que el ganado comía toda la hierba posible en la huerta y en el monte, aunque se le echara un pienso de cebada o avena al anochecer en los corrales. Por la noche, las mujeres tejían los jerséis de los hijos y del marido y, cuando se quedaban pequeños, los destejían y volvían, como humildes y persistentes penélopes de pueblo, a confeccionar tapetes, pañitos, patucos o guantes. Nosotros nos bañábamos con los neumáticos de las ruedas de motos o de coches antes de aprender a nadar para no hundirnos en el agua oscura y fresca de las balsas de la huerta o en los pozos del río.
            Las ventanas de las casas tenían una celosía de trama muy tupida y, cuando se rompía el cristal, se cerraban  las hojas con una tarabilla de madera. No todas las habitaciones disponían de puerta, pues en algunos casos unas gruesas cortinas de diversos colores y de tela basta hacían las veces. La vajilla, la cubertería y el menaje en general eran exiguos y funcionales. Usábamos pañuelos y servilletas de tela,  y los bebés llevaban pañales de gasa, que nuestras madres lavaban hasta desgastarlos. Las propias jeringuillas servían para muchas veces, pues el practicante las hervía delante de nuestros ojos en un ritual que vaticinaba el pinchazo seguro.
            Era raro ver en los estercoleros colchones, bicicletas viejas o cualquier otro utensilio que pudiera tener aún un uso para la casa, para los juegos o para el trabajo. Se recomponía lo estropeado, se parcheaba lo rajado, se pegaba lo partido y se le insuflaba nueva vida a lo que amenazaba deterioro y ruina. Las puertas mostraban sus remiendos de madera y los pantalones, sus zurcidos. Nadie usaba zapatos nuevos y relucientes, salvo en las grandes ocasiones y pocos estrenaban ropa cada año. Se apuraban los alimentos y las bebidas; de forma que estaba muy mal visto dejarse restos de comida en el plato o de leche en la taza durante el desayuno.
            No se tiraban los cordeles ni los papeles ni las telas ni los hilos sobrantes. Todo valía para algo en algún momento, incluso la materia orgánica, en especial la de los animales, que cargábamos de vez en cuando para depositarla en la huerta y en el secano y emplearla como fertilizante natural, aunque todavía ignorábamos que aquellos modos de cultivar y de vivir pertenecían a lo que hoy se denomina con suficiencia agricultura ecológica.
            El mismo traje oscuro de la boda, austero y económico, era la mortaja, al cabo, con la que vestían en ocasiones por última vez a los difuntos.  También ellos, ajenos e indefensos, abonarían la tierra en su imparable y fructífero ciclo vital.