PAN
Y CHOCOLATE
Un
pedazo de pan y una jícara de chocolate era en aquella época la merienda más
socorrida, el manjar predilecto de mis amigos del barrio; yo, en cambio, no
tuve nunca demasiada inclinación por los sabores dulces y, aunque el chocolate
es un placer universal, al margen de cualquier duda gastronómica, mis meriendas
incluían los sabrosos embutidos de Moratalla, los bocadillos con atún o con
paté y otras viandas de este tipo.
Los muchachos y las muchachas de
aquellas calles llevaban el pan y el
chocolate como una ofrenda sagrada a la memoria del hambre, que, por fortuna,
nosotros ya no pasamos. Sus caras y sus manos, los pantalones y los jerseys
terminaban manchados con la crema oscura y suculenta de aquel alimento que
acabó por ser un fetiche infantil, un símblo del paladar todavía embrionario de
aquellos críos que subían a toda velocidad los callejones, saltaban los poyos y
se dejaban caer por el terraplén de Las Torres como si tal cosa, mientras daban
un bocado a la jícara y otro al pan blanco de horno.
Ellos no sabían que la merienda
constituía una verdadera fuente de energía para sus músculos emergentes e
infatigables. Pero más aún, era la perfecta conjunción del gusto y del
divertimento, del juego y de la supervivencia, de la golosina y el alimento. Es
verdad que aquellos chocolates, como cualquier producto manufacturado, no
siempre contenían los ingredientes apropiados para la salud de los más jóvenes,
ni las madres reparaban, como ocurre hoy, en las eqtiquetas, en los tipos de
grasas, en los conservantes, edulcorantes y demás monsergas químicas. De hecho
la mayor parte de aquellas tabletas con apariencia de chocolate de cacao no
eran otra cosa más que un sucedáneo y me atrevería a añadir, en vista de lo que
hoy se consume, que sus propiedades alimenticias solo aportaban un ben puñado
de calorías sin contenido, mientras que las grasas porcederían de vegetales
ricos en colesterol y otros venenos varios, con los que todavía se fabrican
multitud de golosinas para los más pequeños.
No lo sé, y tampoco me preocupa
demasiado. Así eran las cosas entonces y hasta aquí hemos llegado todos, con
nuestros achaques y nuestros años, ajenos ya a la pulsión descarada de aquellas
meriendas pantagruélicas que nos han arrebatado con el paso de los años de la
manera más impune.
Recuerdo que durante algún curso en
Caravaca, mi amigo Paco y yo llevamos cada mañana para almorzar sendos
bocadillos del mejor pan del Chaparro, aunque a él se lo atiborraban con queso
y a mí me lo acompañaban con chocolate. No había ninguna razón específica para
esta insistencia, salvo nuestra obstinación en repetir cada vez que nuestras
madres nos preguntaban por el relleno del bocadillo del día.
Yo creo, al menos en mi caso, que aquel
curso constituyó la despedida de mi consumo efectivo y continuado de ste
alimento. Ya he dicho antes que no tengo nada contra el chocolate, aunque no
haya sido nunca mi manjar preferido y presumo, además, que no acabamos de
romper con la infancia del todo hasta que no abandonamos estas chucherías y damos
paso a sustentos de mayor enjundia.
Algo de todo esto sucede con esas
viejas solterones de película inglesa, reunidas por las tardes para jugar unas
partidas de cartas, que se permiten el íntimo pecado de la gula junto al
sacerdote de la parroquia y algún otro despistado, mientras dan cuenta de unos
buenos tazones de chocolate humeante con picatostes o con pastas y van
adormeciéndose en una languidez de vida consumada, inútil en parte y casi
gratuita. Los veo entregados a la lujuria permitida de un líquido espeso, dulce
y reparador y me digo que tal vez sea cierta la especie tan común de que el
chocolate sustituye al sexo. Aunque
ustedes y yo sabemos que no existe punto de comparación.