martes, 30 de octubre de 2012



PAN Y CHOCOLATE


Un pedazo de pan y una jícara de chocolate era en aquella época la merienda más socorrida, el manjar predilecto de mis amigos del barrio; yo, en cambio, no tuve nunca demasiada inclinación por los sabores dulces y, aunque el chocolate es un placer universal, al margen de cualquier duda gastronómica, mis meriendas incluían los sabrosos embutidos de Moratalla, los bocadillos con atún o con paté y otras viandas de este tipo.
         Los muchachos y las muchachas de aquellas calles llevaban  el pan y el chocolate como una ofrenda sagrada a la memoria del hambre, que, por fortuna, nosotros ya no pasamos. Sus caras y sus manos, los pantalones y los jerseys terminaban manchados con la crema oscura y suculenta de aquel alimento que acabó por ser un fetiche infantil, un símblo del paladar todavía embrionario de aquellos críos que subían a toda velocidad los callejones, saltaban los poyos y se dejaban caer por el terraplén de Las Torres como si tal cosa, mientras daban un bocado a la jícara y otro al pan blanco de horno.
         Ellos no sabían que la merienda constituía una verdadera fuente de energía para sus músculos emergentes e infatigables. Pero más aún, era la perfecta conjunción del gusto y del divertimento, del juego y de la supervivencia, de la golosina y el alimento. Es verdad que aquellos chocolates, como cualquier producto manufacturado, no siempre contenían los ingredientes apropiados para la salud de los más jóvenes, ni las madres reparaban, como ocurre hoy, en las eqtiquetas, en los tipos de grasas, en los conservantes, edulcorantes y demás monsergas químicas. De hecho la mayor parte de aquellas tabletas con apariencia de chocolate de cacao no eran otra cosa más que un sucedáneo y me atrevería a añadir, en vista de lo que hoy se consume, que sus propiedades alimenticias solo aportaban un ben puñado de calorías sin contenido, mientras que las grasas porcederían de vegetales ricos en colesterol y otros venenos varios, con los que todavía se fabrican multitud de golosinas para los más pequeños.
         No lo sé, y tampoco me preocupa demasiado. Así eran las cosas entonces y hasta aquí hemos llegado todos, con nuestros achaques y nuestros años, ajenos ya a la pulsión descarada de aquellas meriendas pantagruélicas que nos han arrebatado con el paso de los años de la manera más impune.
         Recuerdo que durante algún curso en Caravaca, mi amigo Paco y yo llevamos cada mañana para almorzar sendos bocadillos del mejor pan del Chaparro, aunque a él se lo atiborraban con queso y a mí me lo acompañaban con chocolate. No había ninguna razón específica para esta insistencia, salvo nuestra obstinación en repetir cada vez que nuestras madres nos preguntaban por el relleno del bocadillo del día.
         Yo creo, al menos en mi caso, que aquel curso constituyó la despedida de mi consumo efectivo y continuado de ste alimento. Ya he dicho antes que no tengo nada contra el chocolate, aunque no haya sido nunca mi manjar preferido y presumo, además, que no acabamos de romper con la infancia del todo hasta que no abandonamos estas chucherías y damos paso a sustentos de mayor enjundia.
         Algo de todo esto sucede con esas viejas solterones de película inglesa, reunidas por las tardes para jugar unas partidas de cartas, que se permiten el íntimo pecado de la gula junto al sacerdote de la parroquia y algún otro despistado, mientras dan cuenta de unos buenos tazones de chocolate humeante con picatostes o con pastas y van adormeciéndose en una languidez de vida consumada, inútil en parte y casi gratuita. Los veo entregados a la lujuria permitida de un líquido espeso, dulce y reparador y me digo que tal vez sea cierta la especie tan común de que el chocolate sustituye al sexo.         Aunque ustedes y yo sabemos que no existe punto de comparación.


                           

miércoles, 17 de octubre de 2012


LA INOCENCIA DEL SUEÑO



Reconozco que he perdido la inocencia del sueño y que nunca imaginé que llegaría este momento. En realidad, hace algunos años que viene sucediéndome. Me acueste a la hora que me acueste, rara vez me despierto más tarde de las ocho y ya no vuelvo a conciliar el sueño, salvo la media hora de siesta después de comer.
            Es posible que entre esos primitivos traumas que te concede la infancia para siempre se encuentre el horror a madrugar, si aquello era madrugar, cada mañana para ir a la escuela, aunque mi madre me acostaba muy pronto en previsión por el disgusto del día siguiente. Imaginaba yo entonces que llegaría un día en que se me iba a permitir quedarme en la cama hasta la hora de la comida o más tarde y que cesaría, al fin, esa costumbre cruel de despojarme de una felicidad infinita cada jornada, de una forma invariable, a manos de una madre buena pero inflexible, que solía decirme: arriba, hijo, que ya es la hora. Los sábados y los domingos eran fiesta, sobre todo, porque no debía levantarme temprano y porque mi madre o mi abuelo entraban a mi dormitorio para regalarme los oídos y decirme que me tapara bien, que hacía frío, que había nevado, y que podía seguir durmiendo. Aquellas mañanas constituían una maratón del sueño, casi por etapas, porque recuerdo que me despertaba y volvía a dormirme en varias ocasiones y que era consciente de que me pertenecía toda la mañana y de que no haría otra cosa que disfrutar del calor de las sábanas y de las mantas, del color del nuevo día en la ventana y de los rumores de la casa, de mi madre faenando en la cocina y de mi padre, un poco más ruidoso, subiendo y bajando las escaleras.
            La adolescencia no me procuró descanso alguno en este sentido, sino más bien todo lo contrario, porque mi nueva naturaleza necesitaba todas las horas del sueño y mis tareas de estudio o de trabajo en la huerta no siempre me las permitían. No fueron escasas las noches que pasé en vela estudiando ni los madrugones que me di para acudir al tajo. Ahora bien, también hubo noches de farra, noches de música y de copas que bordearon el amanecer o me sorprendieron con las primeras luces de camino a mi casa de El Castillo, exhausto y feliz de pillar lo más pronto posible la cama. Aquellos días me levantaba para sentarme a la mesa, donde ya estaba mi familia esperándome para comer. 
            Por aquel tiempo dormir como una marmota suponía un ejercicio tan natural como la respiración misma. Apuraba cada mañana el momento en que debía levantarme y, casi sin desayunar ni lavarme la cara, me iba a clase, a Caravaca en la etapa del Bachillerato, o a la Facultad durante mi estancia de estudiante en Murcia.  En esa época uno comía y dormía a impulsos, para ir sobreviviendo, sin paladear demasiado la comida ni la bebida ni organizar en exceso las horas del sueño y del estudio. En algún momento la vida se me puso patas arriba, pues estudiaba por la noche hasta las cinco de la madrugada, y dormía hasta la una o las dos de la tarde. Recién levantado, no me apetecía comer y me hallaba como extraviado en un laberinto de luces y de sombras, de tardes radiantes y noches demasiado oscuras, aturdido por la desazón de no encontrar un punto fijo, un orden establecido, un equilibrio necesario. Es posible que entonces tampoco me hiciera falta, porque hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra, y aquellos años eran un verdadero campo de batalla.
            No logré estabilizar mi ritmo de sueño hasta que salí de La Arrixaca en el año 96. Había pasado dos meses y medio en una cama casi agonizante, con mi mujer a mi lado día y noche, y en una perpetua duermevela semiconsciente. Por fortuna, no había olvidado nada ni a nadie, pero algunas cosas en mi existencia habían cambiado para siempre. Entre ellas, el sueño y sus muchos secretos.
            Ya en mi casa de Murcia, abría los ojos cada mañana antes de las ocho y me decía que estaba vivo y con todas mis facultades, que a mi lado dormía mi mujer y que todo parecía estar en su sitio. Mentiría si dijese que sentí miedo en algún momento. Esa parte la padeció ella y no creo que pueda olvidarlo nunca.
            Durante algunos meses, incluso años, me vigilé a la búsqueda de los posibles cambios que se hubieran operado en mí tras la enfermedad. Volví a dar clase, me doctoré con brillantez, tuve dos hijos, escribí una docena de obras, gané una cátedra y una plaza en la universidad, leí cientos de libros. Todo parecía haber vuelto a su cauce natural.
            Pero cada mañana, antes de las ocho, una mano misteriosa e invisible me abría los párpados y no me dejaba seguir durmiendo. Supuse que las cosas ya no volverían a ser lo mismo, que había madurado y  no necesitaba tantas horas de cama, pero recordé aquellos años desvanecidos de la infancia, de la adolescencia y de la juventud, el sueño como un don y la cama como un paraíso, y supe que los había perdido, por desgracia, para siempre.  


                                   

domingo, 7 de octubre de 2012


SERIES DE NUESTRA VIDA


Mi generación creció con El virginiano, La mula Francis o Los camioneros, literalmente pegados a una pequeña pantalla convexa de un viejo televisor en blanco y negro, que tapábamos con un tapete rojo, cuando se extinguían las últimas imágenes del día, a eso de la medianoche, y sobre el que se colocaba a menudo un toro y una bailarina sevillana.
            Han sido muchas las series, españolas y foráneas, que se han emitido en estos últimos cuarenta años, pero algunas dejaron su impronta con más intensidad que otras, aunque por aquellos días no contábamos más que con una cadena y este detalle facilitaba bastante el éxito de la mayoría por muy mediocres que fueran.
            Hoy no sabríamos determinar la calidad de algunas de ellas, porque ya pertenecen a nuestra memoria sentimental y seguiremos recordándolas por el tiempo en que se cruzaron en nuestras vidas más que por el acabado del producto y la transcendencia de la fábula. Yo creo que nadie negaría un lugar de privilegio a Curro Jiménez, el valeroso bandolero, que igual desfacía entuertos decimonónicos en una Andalucía de leyenda, resolvía venganzas personales, asaltaba a los ricos, protegía a los débiles o luchaba con verdadero patriotismo contra los gabachos, para mayor vergüenza y escarnio de aquellos Borbones cobardes que huyeron abandonando a su suerte a todo un pueblo. De América nos vino en los años setenta  Starsky & Hutch, que inauguraría una etapa gloriosa de detectives y policías televisivos con los que seguiríamos solazándonos durante un par de décadas.
            La casa de la pradera marcó un hito de difícil superación. Tal vez nos pillara algo tontorrones, sensibles en exceso o de ánimo decaído, pero el caso es que lloramos tanto en aquellas tardes de sábado, eunida la familia en torno a las vicisitudes de otra familia, compuesta eso sí por hijas modelo, padres modelo y amigos modelo en el Medio Oeste de los heroicos pioneros americanos, mientras nos hacían comulgar con una soberbia moralina de carácter tan cursi como falso; a nosotros, que éramos hijos y nietos de una posguerra gazmoña y santurrona. En esa línea estuvieron, asimismo, Marco y Heidi, solo que en versión de dibujos animados, aunque nos daba lo mismo. Estábamos por aceptar cualquier cosa, el bodrio más calamitoso o la sandez más palmaria, y volvimos a llorar como magdalenas, porque se moría el abuelo o Clara tornaba a andar o Marco no encontraba a su madre y al fin sí la encontraba.
            Reconozco que nunca hicimos distinciones entre los productos nacionales y las series de fabricación extranjera. Eran, desde luego, diferentes, pero nosotros no íbamos a perder ni una sola oportunidad delante de aquel nuevo mundo, al que los remilgados de prosapia intelectual terminaron llamando la caja tonta y los progres de la izquierda ilustrada denostaron con inquina inquisitorial. Tal vez nadie caía en la cuenta de que cualquiera podía apretar un botón y mandarlo todo al cuerno con la más absoluta libertad.
            Verano azul nos cogió a algunos al comienzo de nuestro primer curso universitario, hombres hechos y derechos que regresaban antes que a una infancia imposible, al deseo de lo que otros sí disfrutaron. Las peripecias de aquellos muchachos distaban mucho de nuestras gamberradas en el barrio, entre otras cosas, porque nosotros apenas habíamos visto el mar, nunca tomábamos vacaciones y no salíamos durante todo el  verano de las calles de siempre, salvo para ayudar a nuestro padre en las faenas del campo. A pesar de la evidente ñoñería de los personajes y de los argumentos, de la factura no demasiado redonda de todo el entramado televisivo, de la simpleza con que eran abordados algunos problemas de la época, la serie se convirtió de forma misteriosa en un referente  y así ha quedado hasta nuestros días, con momentos estelares que apenas hemos superado con dificultad y que aún llevamos en nuestra herencia emocional, como la inefable muerte de Chanquete o la rebelión de los muchachos contra las fuerzas públicas que pretendían desalojar el barco y residencia del viejo marinero, que, como no podía ser menos, sujetaba  una pipa en los labios y tocaba de vez en cuando un vetusto acordeón. ¡Hay quién dé más tópicos!
            Pero todos caímos en la trampa y sobre el mes de diciembre asistimos impresionados, uno de aquellos domingos por la tarde antes de ponernos a estudiar, a un hiperbólico final del verano, con la mejor banda sonora posible, la del Dúo Dinámico, y no tuvimos más remedio que derrumbarnos del todo. Habíamos sucumbido a la nostalgia y a su veneno, a los deseos incumplidos y a la pérdida cercana de la adolescencia, a la añoranza del verano próximo y al anhelo de una vida que no tuvimos nunca.
            Tendría que aparecer Cuéntame cómo pasó en 2001 para que todo lo anterior acabara por difuminarse casi. Han sido más de diez años de esa humilde intrahistoria de la Transición política española narrada con eficacia y buen ritmo, sentido del humor, acierto documental e histórico e incluso brillantez interpretativa. Todos ellos son nosotros en alguna forma, siempre un tanto exagerados como mandan los cánones de la ficción popular, pero identificables, laboriosos como el país que fuimos en aquellos años, ingenuos, contradictorios, estúpidos, perdedores y triunfadores que emergían de una mala época y, sin embargo, tiraban palante como si nada.
            ¡Que Dios nos coja confesados cuando se acabe esta última serie de nuestra vida! Nos va a parecer que ocupamos un vacío insoportable y que el televisor es un objeto mudo como una piedra.
            Hasta es posible que, aburridos al cabo, elijamos un libro al azar y lo abramos por cualquier página, aunque no creo que nos rindamos a la tentación de su lectura. ¡Estaría bueno!