SERIES DE NUESTRA VIDA
Mi generación creció con El virginiano, La mula Francis o Los
camioneros, literalmente pegados a una pequeña pantalla convexa de un viejo
televisor en blanco y negro, que tapábamos con un tapete rojo, cuando se
extinguían las últimas imágenes del día, a eso de la medianoche, y sobre el que
se colocaba a menudo un toro y una bailarina sevillana.
Han
sido muchas las series, españolas y foráneas, que se han emitido en estos
últimos cuarenta años, pero algunas dejaron su impronta con más intensidad que
otras, aunque por aquellos días no contábamos más que con una cadena y este
detalle facilitaba bastante el éxito de la mayoría por muy mediocres que
fueran.
Hoy
no sabríamos determinar la calidad de algunas de ellas, porque ya pertenecen a
nuestra memoria sentimental y seguiremos recordándolas por el tiempo en que se
cruzaron en nuestras vidas más que por el acabado del producto y la
transcendencia de la fábula. Yo creo que nadie negaría un lugar de privilegio a
Curro Jiménez, el valeroso bandolero,
que igual desfacía entuertos decimonónicos en una Andalucía de leyenda,
resolvía venganzas personales, asaltaba a los ricos, protegía a los débiles o
luchaba con verdadero patriotismo contra los gabachos, para mayor vergüenza y
escarnio de aquellos Borbones cobardes que huyeron abandonando a su suerte a
todo un pueblo. De América nos vino en los años setenta Starsky & Hutch, que inauguraría una etapa gloriosa de detectives y
policías televisivos con los que seguiríamos solazándonos durante un par de
décadas.
La casa de la pradera marcó un hito de
difícil superación. Tal vez nos pillara algo tontorrones, sensibles en exceso o
de ánimo decaído, pero el caso es que lloramos tanto en aquellas tardes de
sábado, eunida la familia en torno a las vicisitudes de otra familia, compuesta
eso sí por hijas modelo, padres modelo y amigos modelo en el Medio Oeste de los
heroicos pioneros americanos, mientras nos hacían comulgar con una soberbia
moralina de carácter tan cursi como falso; a nosotros, que éramos hijos y
nietos de una posguerra gazmoña y santurrona. En esa línea estuvieron,
asimismo, Marco y Heidi, solo que en versión de dibujos
animados, aunque nos daba lo mismo. Estábamos por aceptar cualquier cosa, el
bodrio más calamitoso o la sandez más palmaria, y volvimos a llorar como
magdalenas, porque se moría el abuelo o Clara tornaba a andar o Marco no
encontraba a su madre y al fin sí la encontraba.
Reconozco
que nunca hicimos distinciones entre los productos nacionales y las series de
fabricación extranjera. Eran, desde luego, diferentes, pero nosotros no íbamos
a perder ni una sola oportunidad delante de aquel nuevo mundo, al que los
remilgados de prosapia intelectual terminaron llamando la caja tonta y los progres de la izquierda ilustrada denostaron
con inquina inquisitorial. Tal vez nadie caía en la cuenta de que cualquiera
podía apretar un botón y mandarlo todo al cuerno con la más absoluta libertad.
Verano azul nos cogió a algunos al
comienzo de nuestro primer curso universitario, hombres hechos y derechos que
regresaban antes que a una infancia imposible, al deseo de lo que otros sí
disfrutaron. Las peripecias de aquellos muchachos distaban mucho de nuestras
gamberradas en el barrio, entre otras cosas, porque nosotros apenas habíamos
visto el mar, nunca tomábamos vacaciones y no salíamos durante todo el verano de las calles de siempre, salvo para
ayudar a nuestro padre en las faenas del campo. A pesar de la evidente ñoñería de
los personajes y de los argumentos, de la factura no demasiado redonda de todo
el entramado televisivo, de la simpleza con que eran abordados algunos
problemas de la época, la serie se convirtió de forma misteriosa en un
referente y así ha quedado hasta
nuestros días, con momentos estelares que apenas hemos superado con dificultad
y que aún llevamos en nuestra herencia emocional, como la inefable muerte de
Chanquete o la rebelión de los muchachos contra las fuerzas públicas que
pretendían desalojar el barco y residencia del viejo marinero, que, como no
podía ser menos, sujetaba una pipa en
los labios y tocaba de vez en cuando un vetusto acordeón. ¡Hay quién dé más
tópicos!
Pero
todos caímos en la trampa y sobre el mes de diciembre asistimos impresionados,
uno de aquellos domingos por la tarde antes de ponernos a estudiar, a un
hiperbólico final del verano, con la
mejor banda sonora posible, la del Dúo Dinámico, y no tuvimos más remedio que derrumbarnos del todo. Habíamos sucumbido a la nostalgia y a su veneno, a los
deseos incumplidos y a la pérdida cercana de la adolescencia, a la añoranza del
verano próximo y al anhelo de una vida que no tuvimos nunca.
Tendría
que aparecer Cuéntame cómo pasó en
2001 para que todo lo anterior acabara por difuminarse casi. Han sido más de
diez años de esa humilde intrahistoria de la Transición política española
narrada con eficacia y buen ritmo, sentido del humor, acierto documental e
histórico e incluso brillantez interpretativa. Todos ellos son nosotros en
alguna forma, siempre un tanto exagerados como mandan los cánones de la ficción
popular, pero identificables, laboriosos como el país que fuimos en aquellos
años, ingenuos, contradictorios, estúpidos, perdedores y triunfadores que
emergían de una mala época y, sin embargo, tiraban palante como si nada.
¡Que
Dios nos coja confesados cuando se acabe esta última serie de nuestra vida! Nos
va a parecer que ocupamos un vacío insoportable y que el televisor es un objeto
mudo como una piedra.
Hasta
es posible que, aburridos al cabo, elijamos un libro al azar y lo abramos por
cualquier página, aunque no creo que nos rindamos a la tentación de su lectura.
¡Estaría bueno!
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