viernes, 16 de diciembre de 2011

VIAJAR


¿Viajar? Para viajar basta con existir.
Fernando Pessoa

Viajábamos poco o casi nada. Al menos nosotros, los de siempre, los que debíamos levantarnos temprano para dar el callo y doblar la espalda de sol a sol; los que disponíamos de lo justo para ir tirando y andábamos pendientes con frecuencia de una peonada cualquiera, de la recogida de la cosecha o de las temporadas en la huerta. Viajar era un lujo como tantas otras cosas y ni siquiera perturbaba nuestros sueños. Teníamos la tele para visitar el mundo y antes de la tele, estaba la imaginación, las leyendas de los mayores entre el miedo, la superchería y las viejas tradiciones, narradas frente al fuego con parsimonia y sin prisas. Por eso, el mundo era inmenso, ignoto, peligroso y, cuando no había más remedio que ir a Murcia al médico, se hacía cuesta arriba montar en el autobús en el Barrio Nuevo frente a la fragua del Candelo y dejarse llevar carretera adelante hasta más allá del Empalme, en dirección a un territorio extraño.
            Yo no recuerdo haber ido nunca al médico fuera de Moratalla, aunque estuve de niño en la boda de mis tíos en Valencia, donde atrapé una bronquitis contumaz que me acompañó buena parte de mi infancia y, más tarde, en la boda de una prima en Alicante, durante la cual conocí por vez primera el mar, que me decepcionó, por cierto, porque, acostumbrado al agua dulce y fresca de las pozas de La Puerta y de Somogil, aquel mejunje salobre donde flotaban grandes manchas de carburante me resultó desagradable, desde luego.
            Luego, a los doce años, inicié la aventura de la vendimia en Francia y me harté de trenes de tercera, vagones apestosos y noches interminables durmiendo poco y mal. Aquello tampoco eran viajes como Dios manda, sino modestos destierros que nos traía el otoño como un castigo sin culpa.
            Entonces no viajaba nadie, ni en verano ni en invierno, si no era por pura necesidad, por la muerte de un familiar que viviera fuera del pueblo o por otra circunstancia de este tipo.  El viaje no era un placer ni un signo de distinción ni un capricho que formara parte de nuestro ocio. Donde de verdad se estaba a gusto era en casa, cerca de la estufa de leña en invierno o al fresco en plena canícula. La existencia era sedentaria, tranquila y se gozaba de la caída lenta de una tarde frente a la sierra o de la charla insustancial de los vecinos en la calle una noche cálida de julio. Viajar era padecer, enfrentarse al albur de necesidades, contratiempos e inquietudes.
            Los tiempos han cambiado, sin duda, y hoy nadie concibe unas vacaciones sin una estancia en el extranjero, una boda sin un suntuoso viaje de novios, un final de estudios sin su excursión correspondiente o un puente sin una humilde escapada a cualquier ciudad de moda.
            Cargamos con la cámara de fotos y el vídeo, comprados por Internet en una tienda de cualquier ciudad del planeta, y una pequeña maleta con ruedas que conducimos cómodamente con una mano. Llevamos ansia de verlo todo, de pisarlo todo, pero nos pasamos los días echando fotos y tomando imágenes, y acabamos mirando el paisaje a través de un diminuto e incómodo visor.
            Pero viajamos, que es lo importante, y luego lo contamos en el trabajo, a los amigos, a la familia, a los vecinos, y para colmo les restregamos las fotos por la cara y los obligamos a la tortura de ver todo el vídeo con comentarios incluidos. Al final, nos tragamos nuestro viaje y el de los otros y no aprendemos nada, porque llevamos mucha prisa y no tenemos demasiados días y los paisajes pasan a gran velocidad delante de nuestros ojos. Ni disfrutamos tanto, porque no logramos deshacernos de las preocupaciones cotidianas y estamos pendientes del viaje que se acaba, del último día en que no tendremos más remedio que regresar.
            Las cosas han cambiado, por supuesto, y hoy quien no se mueve por Europa como pez en el agua o no conoce New York, El Cairo o las islas griegas es un don nadie. No basta con tener dinero, hay que tener ganas de ir a tantos sitios, de andar siempre en perpetuo movimiento, de huir del lugar donde vivimos y volver, de nuevo en unos días. Tenemos que estar dispuestos a perder la paz de la rutina diaria, que nos permite el goce de pequeños placeres tan intensos, como el de la lectura o la conversación y empeñarnos en llenar nuestra existencia anodina con otras imágenes y nuestros oídos con otros idiomas no mejores, sino tan solo diferentes.
            Es verdad que el mundo es grande, atractivo y nos aguarda al otro lado de la puerta de nuestra casa, pero se está tan bien aquí, en el rincón que cada cual ha elegido para llenar sus días con la sustancia ordinaria y fabulosa de la vida.

                       

domingo, 4 de diciembre de 2011

TRANSISTORES



Por la noche encendíamos aquella radio grande como un cajón, colocada sobre una repisa de madera y enchufada a la red eléctrica mediante un cable. Sentados junto a la estufa, después de cenar, mis abuelos, mis padres y yo atendíamos a las canciones dedicadas que iba radiando una voz femenina y divertida, de un evidente atractivo, que respondía al nombre de María Matilde Almendros. Su programa “España para los españoles” traspasaba las fronteras e iba hasta los territorios de la añoranza, allí donde los emigrantes intentaban cada noche un puente con su tierra de origen. En silencio e inmersos en una atmósfera mortecina (la corriente iba a 125 voltios) de los largos inviernos de Moratalla, la década de los sesenta tuvo en mi casa la banda sonora de Antonio Molina, Juanito Valderrama, Luis Lucena, Rafael Farina  o Lola Flores, entre otros. Los setenta se inauguraron con el nacimiento de mi hermana y la llegada del televisor. Seguíamos alrededor de la estufa de leña bajo la luz entristecida de una pequeña bombilla, pero la televisión trajo la fiesta y la alegría cada noche, como si anticipara el advenimiento de tantos sucesos políticos y sociales como habríamos de vivir en las siguientes dos décadas. Nada sería igual, en adelante, por muchas crisis económicas que pasáramos.
            La vieja radio se fue quedando arrumbada bajo un tapete de aguja de gancho y ya nunca más se puso. Mi abuela Rosa nos regaló un pequeño  transistor a pilas, que mi madre oía, mientras trabajaba con la máquina de coser en la habitación que yo utilizaba para dormir. La novela de las tardes y el consultorio sentimental de Elena Francis constituían ahora el nuevo entretenimiento   de las mujeres, que se dedicaban a sus tareas domésticas, pero que en  mi barrio solían salir a Las Torres con la labor para aprovechar las horas de luz y departir con las vecinas. Los nuevos aparatos pesaban poco y eran portátiles, aunque su calidad de sonido y la programación dejaban mucho que desear.
            Los tocadiscos no llegaron a entrar en el Castillo; eran caros y había que comprar discos, no se cogían emisoras y pertenecían a otro tipo de ambiente, más moderno, como de guateque o discoteca, a la que nos aficionaríamos años después. En cambio, mis amigos Carrasco y mi compañero de estudios Pedro Juan se compraron sendos radiocasetes, que alimentaban con cintas de los Boney M. y los Bee Gees y con los que todos nos solazábamos en las tardes inmensas de la primavera o en nuestras excursiones a la Puerta o a Somogil. Aquellas canciones, cuya letra no entendíamos, formaron parte de una adolescencia lenta y torpe, de la que fuimos saliendo con no pocos problemas. Bien mirado, no era como para tomarlo a risa: sin dinero, sin libertad, sin futuro, apenas nos quedaba el consuelo de nuestra compañía, las numerosas bromas sexuales, la complicidad de gañanes en ciernes y un desorden emocional que nos tenía enloquecidos.
            Escuchar música, buena música resulta en la actualidad, en cambio, tan fácil como tantas otras cosas que ni siquiera soñamos poseer entonces. Mi hijo lleva un emepecuatro colgado al cuello, donde guarda miles de melodías de su música favorita:  rock y  jazz, sobre todo; en mi casa tenemos una torre, que incorpora un tocadiscos, un reproductor de compact, radio y  una doble pletina; todos los coches salen ya del concesionario con su propio equipo de música de alta fidelidad y hasta en el móvil podemos oír la radio cuando nos apetezca. El dinero tampoco tiene la menor importancia, pues un niño de pocos años es capaz de bajarse gratis de Internet cualquier disco de moda. Disfrutar de los últimos éxitos que encabezan las listas de ventas, pese a las exigencias de la SGAE, es tan sencillo y barato que a todos nos ha cambiado en parte la vida, aunque ni siquiera nos hagan falta grandes espacios para su conservación, pues los  almacenamos en diminutos dispositivos electrónicos, donde caben misteriosamente innumerables temas musicales, que podemos transportar en el fondo de un  bolsillo y reproducir en el ordenador del trabajo, si nos viene en gana.
            El tópico de las nuevas tecnologías campa por doquier y augura, sin duda, un futuro sorprendente, donde casi todo va a ser posible, me temo.
            Hemos perdido, a cambio, aquel ambiente nocturno y campesino junto a la estufa, en la que se quemaban los troncos de olivera que mi padre había cortado por la tarde, mientras atendíamos ensimismados a los sones flamencos que flotaban en la penumbra de la cocina procedentes de la vieja y entrañable radio, una antigualla, sin duda, pero no exenta del sabor agridulce de una infancia humilde y remota, que hoy evoco cada vez que la veo, de nuevo, entre los restos de un tiempo ya extinguido, testigo cómplice de una nostalgia inútil como todo lo pasado y en desuso.