domingo, 20 de enero de 2013


MIRAR A LOS QUE TRABAJAN


¿Por qué vamos a negarlo a estas alturas? Nos gustaba mirar a los otros mientras trabajaban. Mejor aún, constituye todavía hoy una de las grandes aficiones del ser humano junto al sexo y a la vagancia. En realidad, nuestro placer no es completo si al otro también le alcanza; por eso, preferimos no trabajar en aquellos días en que el resto de la gente tiene faena, porque de ese modo nos luce mucho más nuestro tiempo de descanso, nuestro privilegio de seres exonerados momentáneamente de la condena de una ocupación cualquiera, siempre que se trate de una labor impuesta y obligatoria.
         Los ancianos y los niños nos arremolinábamos alrededor de las cuadrillas de albañiles, atareados en levantar un muro, arreglar un tejado o enlucir una fachada, mientras departían entre ellos, fumaban o piropeaban, en ocasiones de un modo desmedido, a las muchachas que acertaban a pasar por la calle. Aparejar una burra o descargar los sacos repletos de algún producto de la huerta, los haces de leña o las cajas de fruta, mientras sudaban los hombres, eran, sin duda, espectáculos predilectos de aquel tiempo lento y ya lejano.
         Los muchachos observábamos el trabajo como algo que también nos atañía, porque muy pronto seríamos nosotros, apenas salidos de la infancia, los protagonistas de aquellas escenas costumbristas de brega ordinaria. Había, por otro lado, en aquel gesto una especie de acompañamiento, una solidaridad implícita, una hermandad de hombres que se sabían semejantes y nacidos para el padecimiento diario, una iniciación, al fin, en ciernes, pero yo he encontrado en esta fijación algo especialmente morboso,  un afán por acercarnos al dolor y a la fatiga de los otros sin compartirla del todo, como nos ocurre cuando vemos a los animales salvajes encerrados en una jaula del circo o a las peligrosas serpientes en una vitrina del zoológico.
         El deleite consiste en aproximarnos al fuego sin llegar a tocarlo, en percibir el sudor y el extremado ejercicio de los obreros sin participar en ello, como si estuviéramos contemplando una película con escenas reales, donde luchan soldados del curro cotidiano, en cuyo esfuerzo también colaboramos, pero en la distancia, a unos metros prudentes de donde sucede el verdadero drama  del tajo por si nos eligieran, por un casual, para  entrar en acción.
         Esa disposición tal vez nos haya separado bastante de la laboriosidad europea y del progreso norteamericano, como si ellos, los otros, a los que Unamuno instaba con desprecio para que inventaran mientras nos ocupábamos nosotros de tareas más espirituales, hubiesen nacido con el gen misterioso del empeño en llevar a cabo cualquier menester, con alegría y tesón, con tal de llegar más lejos que nosotros y de ser mejores. Y hasta es posible que lo hayan conseguido.
         Quizás aquella actitud pasiva de mirones perezosos constituyera, en el fondo, una virtud de seres reflexivos dados al ocio, como lo fueron en su día un puñado de griegos insignes, que vigilaron el cielo durante horas y días, hablaron y escribieron incansables y, por fin, fundaron la cultura occidental, incluida la democracia y el cristianismo. Para ello contaban con un ejército disciplinado de esclavos que realizaban todas las funciones subalternas, desagradables y humillantes sin pedir nada a cambio, porque estaban en el mundo para eso.
         Es injusto, desde luego, pero acaso Tales de Mileto, Hipócrates o Platón, por poner tres ejemplos destacados, fijarían sus ojos en ellos, como nosotros, los muchachos del Castillo, haríamos bastantes siglos más tarde con los hombres que amasaban el yeso, mezclaban el cemento y la arena o sacaban el ganado a pastar a la huerta, aunque nosotros, por otro lado, aportaríamos bastante menos al conocimiento y a la cultura humanista europea.
         A lo mejor es que sencillamente nos había tocado la peor parte,  y algunos todavía no se habían dado cuenta.



                            

EL COCHE DE SAN FERNANDO



Ya he dejado escrito en más de una ocasión que entonces íbamos a casi todas partes subidos en nuestros propios zapatos o, como le gustaba apostillar a mi madre no sin cierta retranca, en el coche de san Fernando, unos ratos a pie y otros andando. A la huerta, al monte y al río a bañarnos en los largos y perezosos veranos de Moratalla nos dirigíamos toda la familia muy de mañana, casi al amanecer, con la burra cargada con los enseres y la comida y nosotros detrás, contemplando el paisaje  y dándoles puntapiés a las piedras que nos íbamos encontrando en el camino. Ir era gozoso, lo peor era la vuelta, porque volvíamos con la fiesta acabada, el cuerpo exhausto y las últimas luces del día.
         Las carreteras eran insufribles y apenas había coches, aunque la parada de los taxis solía estar llena y teníamos autobuses para Murcia y para Caravaca, al menos dos o tres veces al día. Solo si uno se ponía enfermo o había una verdadera urgencia o moría de repente un familiar cercano en otras tierras, no había más remedio que montar en algún coche de punto o de línea y desplazarse a donde fuera necesario.
         Y, sin embargo, en la época de nuestros abuelos y de nuestros padres, habría resultado natural ir a Caravaca e incluso a Murcia a pie con motivo de las fiestas, del mercado semanal o de cualquier otro suceso. Andando habían ido las mujeres a llevarles comida a sus maridos y a sus hijos a la cárcel donde cumplían condena por rojos y, del mismo modo, pero con una actitud muy diferente, se habían dirigido a las Fiestas de Mayo para montarse en los columpios de la feria.
         Los hombres que no disponían de mulas o de burros no sentían empacho alguno en partir al amanecer a la sierra para traerse a las espaldas una buena carga de leña atada con una soga de esparto, un alpil repleto de piñas o el tallo suficiente para justificar la jornada. Mi padre salía el lunes por la mañana en dirección a Benámor, Béjar o a San Juan y pasaba el resto de la semana de cortijo en cortijo, comprando y vendiendo reses o llevándolas al mercado de Caravaca, durmiendo y comiendo en el trayecto, en las casas que él conocía bien y sin otro vehículo que sus frágiles alpargates y sus nervudas y potentes piernas de caminante incansable.  
         La ruta hasta la Puerta o al Somogil lo hemos hecho cientos de veces, a buen paso y con la alegría de que nos aguardaba el agua fresca del río, pero del mismo modo hemos ido hasta el secano de mi padre a recoger las almendras en plano verano o al olivar que llevábamos a medias  en El Molinillo, con la burra cargada con los sacos y nosotros andando al ritmo cansino de la bestia.
         En verano, cuando venían mis tíos de Valencia montábamos en los coches con la ilusión de la novedad tecnológica, pero mi prima Fina y yo, a pesar de todo nuestro entusiasmo, nos mareábamos inapelablemente, acaso porque no teníamos costumbre y los caminos estaban llenos de baches y de curvas, el calor apretaba y no existía aún el aire acondicionado.
         Desde muy antiguo, mientras los nobles y los reyes iban subidos en soberbios y enjaezados caballos de tronío, el pueblo se desplazaba a pie; de ahí surgieron la sufrida e imprescindible, por otro lado, infantería y la egregia y señorial caballería; dos maneras, sin duda, de estar en el mundo y de ver las cosas; los unos desde arriba y descansados y los otros, a ras de tierra y con fatiga.
         Nosotros contábamos tan solo con nuestras piernas hechas al camino y nuestra voluntad de supervivientes a ultranza. Nos habían educado en unos principios de austeridad y sacrificio y ni siquiera éramos conscientes de que algún día trenes de largo recorrido, cómodos y veloces autobuses y aviones de tecnología punta nos llevarían de un lado para otro como si tal cosa, con la misma familiaridad con la que entonces atravesábamos las sendas del monte y saltábamos los ribazos de la huerta.    
         Más de cuarenta años después sigo apegado al pacífico hábito, casi un privilegio, de olvidarme del coche para acudir a mi trabajo, dar una vuelta por Murcia o internarme con mis amigos de siempre en el monte de Moratalla. Sentir la tierra firme y dejarme llevar por el ritmo de mis pasos son actos que ayudan a que circule la sangre y fluyan mis ideas con claridad.
         Alguno de mis libros ha empezado en mitad de uno de estos paseos de manera imprevista, como se encuentra uno a un viejo conocido en una senda abrupta en dirección al tajo. Luego, en la soledad y en silencio de mi escritorio he dado cuenta de él hasta la última página.
         Escribir es un ejercicio que se realiza mejor en movimiento; creo que era Hemingway el que escribía de pie y no lo hacía, por cierto, mal del todo. Hoy no damos un paso sin unas ruedas que nos lleven a cualquier sitio, hemos dejado de marearnos, pero a esa velocidad ya no es posible discurrir con tino y prudencia. Y así nos van algunas cosas.
          

                                     


500


Medio millar de números de un periódico, que primero fue quincenal y, más tarde, comenzó a salir cada semana, y cuya difusión y distribución se limitan a la comarca de su propio nombre, constituye un acontecimiento de tal envergadura que no queda más remedio que celebrarlo, todos juntos: trabajadores de la empresa, colaboradores y lectores, con el ánimo de que el suceso se prolongue y la vida de éste, tan nuestro, El Noroeste prosiga, al menos, otro medio millar más.
            De estos quinientos es posible que mi palabra esté en la mitad de ellos, y espero que todos los que logran cada semana mantener en pie este milagro de páginas unidas me permitan seguir durante mucho tiempo en el mismo sitio, cálido, reconocible, cercano y tan nuestro, donde me leen y me siguen mi familia y mis amigos y desde donde me es posible el homenaje humilde y sincero al pueblo donde nací. He publicado en revistas y periódicos de orden nacional e internacional, desde Albacete a Miami, pero en El Noroeste he encontrado mis raíces como en ninguna parte. A principios del siglo pasado, y aun en el anterior, proliferaron los periódicos locales y comarcales para cubrir las necesidades de información, de opinión y de debate de pequeños territorios cuyos habitantes sentían un fervor especial por la palabra escrita, pues aún estaban lejos los modernos medios informativos y los veloces sistemas de comunicación.
            Mi espíritu radicará siempre en esa era Gutemberg del papel y la tinta que inauguró el Renacimiento y en la que hemos vivido durante siglos, engolfados en la palabra escrita como si no fuera posible concebir otros modos. Las necesidades del trabajo, la comodidad, la limpieza y el orden me han obligado a echar mano de las nuevas tecnologías, de esos nuevos chismes que nos hacen más fácil la vida cada jornada, pero la emoción con que recibo todas las semanas El Noroeste en mi casa de Murcia, la ilusión con que abro el buzón, extraigo el pequeño paquete y rasgo el precinto donde leo mi nombre y mis señas y, sobre todo, la algazara con que extiendo el periódico y busco mi columna de todas las semanas, junto a la de mi buen amigo, casi hermano, Rubén Castillo, y compruebo con agrado que una vez más y como siempre han respetado escrupulosamente todas y cada una de mis palabras así como el orden en que las escribí en su día, no tiene precio, se lo aseguro.
            Dentro de un par de meses apenas, se cumplirán seis años de mi primer artículo en este periódico, pero lo importante hoy son los quinientos números de una publicación que nació en la esquina más humilde de un viejo país imperial asolado por una infinidad de crisis y muy venido a menos. La última está diezmando nuestros caudales, dejándonos sin trabajo y robándonos, en ocasiones, hasta la propia casa. En páginas parecidas a ésta podemos leer todos los días y todas las semanas un buen número de noticias y de opiniones al respecto. Un periódico permite, al menos, que una sociedad civilizada y medianamente culta se exprese, ofrezca una mirada crítica contra la superstición, el falso folclore, las malas artes terruñeras de los de siempre, la incultura y el control de las ideas.
            El Noroeste es, además, una empresa en toda regla que acoge, entre otros, a los más necesitados y da trabajo a los que, de otro modo, no lo encontrarían con facilidad, y los que mandan en este negocio merecen mi respeto porque han sabido aunar los principios solidarios de una sociedad moderna, el beneficio económico y la aventura cultural. No voy a dar nombres porque todos los conocemos y a ellos no les resultaría cómodo seguramente aparecer entre estas palabras.
            He asistido a la transformación de un periódico que comenzó siendo demasiado localista en el contenido, opaco en el estilo y sin mucha ambición, cuyos espacios se llenaban con frecuencia de simplezas y vulgaridades ancladas en un regocijo pueblerino e injustificado, y hoy es un semanario con carácter, independiente y plural, en el que no faltan la verdadera cultura y el arte verdadero, los debates políticos, la actualidad deportiva y las columnas de opinión de un nivel comparable a la de un diario cualquiera.
            Quinientos números le dan derecho a una mayoría de edad que se ha ganado a pulso y en buena ley. Enhorabuena, pues, y ojalá nos veamos dentro de otros quinientos aquí mismo.