MIRAR
A LOS QUE TRABAJAN
¿Por
qué vamos a negarlo a estas alturas? Nos gustaba mirar a los otros mientras
trabajaban. Mejor aún, constituye todavía hoy una de las grandes aficiones del
ser humano junto al sexo y a la vagancia. En realidad, nuestro placer no es
completo si al otro también le alcanza; por eso, preferimos no trabajar en
aquellos días en que el resto de la gente tiene faena, porque de ese modo nos
luce mucho más nuestro tiempo de descanso, nuestro privilegio de seres
exonerados momentáneamente de la condena de una ocupación cualquiera, siempre
que se trate de una labor impuesta y obligatoria.
Los ancianos y los niños nos
arremolinábamos alrededor de las cuadrillas de albañiles, atareados en levantar
un muro, arreglar un tejado o enlucir una fachada, mientras departían entre
ellos, fumaban o piropeaban, en ocasiones de un modo desmedido, a las muchachas
que acertaban a pasar por la calle. Aparejar una burra o descargar los sacos
repletos de algún producto de la huerta, los haces de leña o las cajas de
fruta, mientras sudaban los hombres, eran, sin duda, espectáculos predilectos
de aquel tiempo lento y ya lejano.
Los muchachos observábamos el trabajo
como algo que también nos atañía, porque muy pronto seríamos nosotros, apenas
salidos de la infancia, los protagonistas de aquellas escenas costumbristas de
brega ordinaria. Había, por otro lado, en aquel gesto una especie de
acompañamiento, una solidaridad implícita, una hermandad de hombres que se
sabían semejantes y nacidos para el padecimiento diario, una iniciación, al
fin, en ciernes, pero yo he encontrado en esta fijación algo especialmente
morboso, un afán por acercarnos al dolor
y a la fatiga de los otros sin compartirla del todo, como nos ocurre cuando
vemos a los animales salvajes encerrados en una jaula del circo o a las
peligrosas serpientes en una vitrina del zoológico.
El deleite consiste en aproximarnos al
fuego sin llegar a tocarlo, en percibir el sudor y el extremado ejercicio de
los obreros sin participar en ello, como si estuviéramos contemplando una
película con escenas reales, donde luchan soldados del curro cotidiano, en cuyo
esfuerzo también colaboramos, pero en la distancia, a unos metros prudentes de
donde sucede el verdadero drama del tajo
por si nos eligieran, por un casual, para entrar en acción.
Esa disposición tal vez nos haya
separado bastante de la laboriosidad europea y del progreso norteamericano,
como si ellos, los otros, a los que Unamuno instaba con desprecio para que
inventaran mientras nos ocupábamos nosotros de tareas más espirituales, hubiesen
nacido con el gen misterioso del empeño en llevar a cabo cualquier menester,
con alegría y tesón, con tal de llegar más lejos que nosotros y de ser mejores.
Y hasta es posible que lo hayan conseguido.
Quizás aquella actitud pasiva de
mirones perezosos constituyera, en el fondo, una virtud de seres reflexivos
dados al ocio, como lo fueron en su día un puñado de griegos insignes, que vigilaron
el cielo durante horas y días, hablaron y escribieron incansables y, por fin, fundaron
la cultura occidental, incluida la democracia y el cristianismo. Para ello
contaban con un ejército disciplinado de esclavos que realizaban todas las
funciones subalternas, desagradables y humillantes sin pedir nada a cambio,
porque estaban en el mundo para eso.
Es injusto, desde luego, pero acaso
Tales de Mileto, Hipócrates o Platón, por poner tres ejemplos destacados,
fijarían sus ojos en ellos, como nosotros, los muchachos del Castillo, haríamos
bastantes siglos más tarde con los hombres que amasaban el yeso, mezclaban el
cemento y la arena o sacaban el ganado a pastar a la huerta, aunque nosotros,
por otro lado, aportaríamos bastante menos al conocimiento y a la cultura humanista
europea.
A lo mejor es que sencillamente nos
había tocado la peor parte, y algunos
todavía no se habían dado cuenta.