domingo, 20 de enero de 2013


EL COCHE DE SAN FERNANDO



Ya he dejado escrito en más de una ocasión que entonces íbamos a casi todas partes subidos en nuestros propios zapatos o, como le gustaba apostillar a mi madre no sin cierta retranca, en el coche de san Fernando, unos ratos a pie y otros andando. A la huerta, al monte y al río a bañarnos en los largos y perezosos veranos de Moratalla nos dirigíamos toda la familia muy de mañana, casi al amanecer, con la burra cargada con los enseres y la comida y nosotros detrás, contemplando el paisaje  y dándoles puntapiés a las piedras que nos íbamos encontrando en el camino. Ir era gozoso, lo peor era la vuelta, porque volvíamos con la fiesta acabada, el cuerpo exhausto y las últimas luces del día.
         Las carreteras eran insufribles y apenas había coches, aunque la parada de los taxis solía estar llena y teníamos autobuses para Murcia y para Caravaca, al menos dos o tres veces al día. Solo si uno se ponía enfermo o había una verdadera urgencia o moría de repente un familiar cercano en otras tierras, no había más remedio que montar en algún coche de punto o de línea y desplazarse a donde fuera necesario.
         Y, sin embargo, en la época de nuestros abuelos y de nuestros padres, habría resultado natural ir a Caravaca e incluso a Murcia a pie con motivo de las fiestas, del mercado semanal o de cualquier otro suceso. Andando habían ido las mujeres a llevarles comida a sus maridos y a sus hijos a la cárcel donde cumplían condena por rojos y, del mismo modo, pero con una actitud muy diferente, se habían dirigido a las Fiestas de Mayo para montarse en los columpios de la feria.
         Los hombres que no disponían de mulas o de burros no sentían empacho alguno en partir al amanecer a la sierra para traerse a las espaldas una buena carga de leña atada con una soga de esparto, un alpil repleto de piñas o el tallo suficiente para justificar la jornada. Mi padre salía el lunes por la mañana en dirección a Benámor, Béjar o a San Juan y pasaba el resto de la semana de cortijo en cortijo, comprando y vendiendo reses o llevándolas al mercado de Caravaca, durmiendo y comiendo en el trayecto, en las casas que él conocía bien y sin otro vehículo que sus frágiles alpargates y sus nervudas y potentes piernas de caminante incansable.  
         La ruta hasta la Puerta o al Somogil lo hemos hecho cientos de veces, a buen paso y con la alegría de que nos aguardaba el agua fresca del río, pero del mismo modo hemos ido hasta el secano de mi padre a recoger las almendras en plano verano o al olivar que llevábamos a medias  en El Molinillo, con la burra cargada con los sacos y nosotros andando al ritmo cansino de la bestia.
         En verano, cuando venían mis tíos de Valencia montábamos en los coches con la ilusión de la novedad tecnológica, pero mi prima Fina y yo, a pesar de todo nuestro entusiasmo, nos mareábamos inapelablemente, acaso porque no teníamos costumbre y los caminos estaban llenos de baches y de curvas, el calor apretaba y no existía aún el aire acondicionado.
         Desde muy antiguo, mientras los nobles y los reyes iban subidos en soberbios y enjaezados caballos de tronío, el pueblo se desplazaba a pie; de ahí surgieron la sufrida e imprescindible, por otro lado, infantería y la egregia y señorial caballería; dos maneras, sin duda, de estar en el mundo y de ver las cosas; los unos desde arriba y descansados y los otros, a ras de tierra y con fatiga.
         Nosotros contábamos tan solo con nuestras piernas hechas al camino y nuestra voluntad de supervivientes a ultranza. Nos habían educado en unos principios de austeridad y sacrificio y ni siquiera éramos conscientes de que algún día trenes de largo recorrido, cómodos y veloces autobuses y aviones de tecnología punta nos llevarían de un lado para otro como si tal cosa, con la misma familiaridad con la que entonces atravesábamos las sendas del monte y saltábamos los ribazos de la huerta.    
         Más de cuarenta años después sigo apegado al pacífico hábito, casi un privilegio, de olvidarme del coche para acudir a mi trabajo, dar una vuelta por Murcia o internarme con mis amigos de siempre en el monte de Moratalla. Sentir la tierra firme y dejarme llevar por el ritmo de mis pasos son actos que ayudan a que circule la sangre y fluyan mis ideas con claridad.
         Alguno de mis libros ha empezado en mitad de uno de estos paseos de manera imprevista, como se encuentra uno a un viejo conocido en una senda abrupta en dirección al tajo. Luego, en la soledad y en silencio de mi escritorio he dado cuenta de él hasta la última página.
         Escribir es un ejercicio que se realiza mejor en movimiento; creo que era Hemingway el que escribía de pie y no lo hacía, por cierto, mal del todo. Hoy no damos un paso sin unas ruedas que nos lleven a cualquier sitio, hemos dejado de marearnos, pero a esa velocidad ya no es posible discurrir con tino y prudencia. Y así nos van algunas cosas.
          

                                     

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