EL
COCHE DE SAN FERNANDO
Ya
he dejado escrito en más de una ocasión que entonces íbamos a casi todas partes
subidos en nuestros propios zapatos o, como le gustaba apostillar a mi madre no
sin cierta retranca, en el coche de san
Fernando, unos ratos a pie y otros andando. A la huerta, al monte y al río
a bañarnos en los largos y perezosos veranos de Moratalla nos dirigíamos toda
la familia muy de mañana, casi al amanecer, con la burra cargada con los
enseres y la comida y nosotros detrás, contemplando el paisaje y dándoles puntapiés a las piedras que nos
íbamos encontrando en el camino. Ir era gozoso, lo peor era la vuelta, porque
volvíamos con la fiesta acabada, el cuerpo exhausto y las últimas luces del
día.
Las carreteras eran insufribles y
apenas había coches, aunque la parada de los taxis solía estar llena y teníamos
autobuses para Murcia y para Caravaca, al menos dos o tres veces al día. Solo
si uno se ponía enfermo o había una verdadera urgencia o moría de repente un
familiar cercano en otras tierras, no había más remedio que montar en algún coche de punto o de línea y desplazarse a donde fuera necesario.
Y, sin embargo, en la época de nuestros
abuelos y de nuestros padres, habría resultado natural ir a Caravaca e incluso
a Murcia a pie con motivo de las fiestas, del mercado semanal o de cualquier
otro suceso. Andando habían ido las mujeres a llevarles comida a sus maridos y
a sus hijos a la cárcel donde cumplían condena por rojos y, del mismo modo,
pero con una actitud muy diferente, se habían dirigido a las Fiestas de Mayo
para montarse en los columpios de la feria.
Los hombres que no disponían de mulas o
de burros no sentían empacho alguno en partir al amanecer a la sierra para
traerse a las espaldas una buena carga de leña atada con una soga de esparto,
un alpil repleto de piñas o el tallo
suficiente para justificar la jornada. Mi padre salía el lunes por la mañana en
dirección a Benámor, Béjar o a San Juan y pasaba el resto de la semana de
cortijo en cortijo, comprando y vendiendo reses o llevándolas al mercado de
Caravaca, durmiendo y comiendo en el trayecto, en las casas que él conocía bien
y sin otro vehículo que sus frágiles alpargates y sus nervudas y potentes
piernas de caminante incansable.
La ruta hasta la Puerta o al Somogil lo hemos hecho cientos de veces, a
buen paso y con la alegría de que nos aguardaba el agua fresca del río, pero
del mismo modo hemos ido hasta el secano de mi padre a recoger las almendras en
plano verano o al olivar que llevábamos a medias en El Molinillo, con la burra cargada con los
sacos y nosotros andando al ritmo cansino de la bestia.
En verano, cuando venían mis tíos de
Valencia montábamos en los coches con la ilusión de la novedad tecnológica,
pero mi prima Fina y yo, a pesar de todo nuestro entusiasmo, nos mareábamos inapelablemente,
acaso porque no teníamos costumbre y los caminos estaban llenos de baches y de
curvas, el calor apretaba y no existía aún el aire acondicionado.
Desde muy antiguo, mientras los nobles
y los reyes iban subidos en soberbios y enjaezados caballos de tronío, el
pueblo se desplazaba a pie; de ahí surgieron la sufrida e imprescindible, por
otro lado, infantería y la egregia y señorial caballería; dos maneras, sin
duda, de estar en el mundo y de ver las cosas; los unos desde arriba y
descansados y los otros, a ras de tierra y con fatiga.
Nosotros contábamos tan solo con nuestras
piernas hechas al camino y nuestra voluntad de supervivientes a ultranza. Nos
habían educado en unos principios de austeridad y sacrificio y ni siquiera éramos
conscientes de que algún día trenes de largo recorrido, cómodos y veloces
autobuses y aviones de tecnología punta nos llevarían de un lado para otro como
si tal cosa, con la misma familiaridad con la que entonces atravesábamos las
sendas del monte y saltábamos los ribazos de la huerta.
Más de cuarenta años después sigo
apegado al pacífico hábito, casi un privilegio, de olvidarme del coche para
acudir a mi trabajo, dar una vuelta por Murcia o internarme con mis amigos de
siempre en el monte de Moratalla. Sentir la tierra firme y dejarme llevar por
el ritmo de mis pasos son actos que ayudan a que circule la sangre y fluyan mis
ideas con claridad.
Alguno de mis libros ha empezado en
mitad de uno de estos paseos de manera imprevista, como se encuentra uno a un
viejo conocido en una senda abrupta en dirección al tajo. Luego, en la soledad
y en silencio de mi escritorio he dado cuenta de él hasta la última página.
Escribir es un ejercicio que se realiza
mejor en movimiento; creo que era Hemingway el que escribía de pie y no lo
hacía, por cierto, mal del todo. Hoy no damos un paso sin unas ruedas que nos
lleven a cualquier sitio, hemos dejado de marearnos, pero a esa velocidad ya no
es posible discurrir con tino y prudencia. Y así nos van algunas cosas.
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