domingo, 27 de febrero de 2011

BEATUS ILLE



El mundo se volvió ruidoso en exceso a principios del siglo pasado con la invención del motor y de otras máquinas, que nos hacen la existencia más fácil sin duda, pero que en ocasiones no nos dejan dormir ni descansar en paz durante el día. Tal vez por eso, los pueblos sigan siendo más silenciosos, al menos aquellos de la infancia ya perdidos, que sólo permanecen en nuestra memoria, en los que se escuchaba el ladrido de los perros contra las estrellas a medianoche y el ulular de las lechuzas como un mal presagio y, al alba, el canto impertinente de los gallos. Ahora es preciso adentrarse más en la espesura, subir repechos y descender pendientes, cruzar altas sendas para alcanzar el privilegio del aislamiento y de la soledad. La gente de la ciudad acude a estos lugares como en una peregrinación pagana, en busca de un poco de sosiego y, a menudo, se sorprende porque en las noches sin luna la oscuridad es absoluta, casi pétrea, como nunca antes la habían percibido y no se oye más que el mínimo desorden de los pequeños animales entre el matorral, a la vera de un río, que suena a gloria, porque tal vez sea el río de la vida, el viejo, mítico y omnipresente río que nos acompañó siempre.
Aquí caemos en la cuenta de que hace décadas que hemos dejado de escuchar los sonidos naturales que nos envolvían como una música sencilla y delicada, como esa sinfonía nocturna de los grillos y del agua deslizándose barranco abajo en cualquier paraje solitario y hermoso de la sierra de Moratalla.
Hace años que perdimos el silencio, como se extravía un bien material o un don mágico, que es una especie de zumbido armónico y relajante con el que nos solíamos dormir a pierna suelta, ajenos a  la batalla diaria de las prisas, el trabajo y las obligaciones. De todo esto ha pasado tanto tiempo que solo, de vez en cuando, recuperamos la serenidad de entonces y nos parece mentira que el sonido del mar, monótono e incesante, majestuoso y verdadero, nos acune todas las noches de nuestras vacaciones en agosto y nos conceda la medicina de su vientecillo fresco y de su constante melodía acordada; o bien, refugiados en alguna hospedería rural de la sierra, descubramos el encanto de la total oscuridad y de los matices imperceptibles de una vida bulliciosa en el follaje de la vegetación, al otro lado de las ventanas por donde entra el leve resplandor de las estrellas.
Mi labor profesional no resulta, por fortuna, ni ruidosa ni estresante, porque no trabajo en el interior de una fábrica ni en una cadena de montaje ni en una cantera ni en un taller mecánico, pero cuando uno sale a la calle le es difícil distinguir el canto de los mirlos en los jardines de Murcia que atraviesa a pie, huyendo del tráfico y de su acoso perenne, porque estamos permanentemente sumidos, sin constatarlo, en un desagradable runrún ambiental, en un guirigay de gritos destemplados, pitidos insolentes y extrañas melopeas, que brotan del interior de bares cavernosos y automóviles al paso. Y, por la noche, no cesa la batalla insoportable de los aceleradores, ni la mala educación de los últimos noctámbulos que regresan a casa empeñados en hacerse notar a toda costa.
Hace bastante que no oigo el maullido de los gatos apareándose en los tejados de la primavera feraz ni a las lechuzas que nos ponían los pelos de punta en aquellas trasnochadas del barrio del Castillo ni el fragor de los grillos en la noche templada del verano ni a los gallos en el amanecer. Ni siquiera cuando vuelvo al pueblo y compruebo que hace mucho tiempo que las calles estrechas y los callejones recoletos se llenaron de motos estridentes, que ya no suben las burras y los rebaños de ovejas y de cabras a paso lento por el camino del cementerio, que apenas caben los coches en la balconada de Las Torres, por donde nos asomábamos antaño un puñado de amigos y de vecinos al bellísimo paisaje de la huerta y de la sierra.
Suena a veces una música feroz Calle Mayor adelante, por donde ya no cabemos todos juntos: coches, motos, niños, hombres y mujeres. Me doy cuenta en ese instante de que hace muchos años que se esfumó el encanto bucólico de Moratalla, de que a cambio de la modernidad, la globalización y el progreso, para mal y para bien, nos dejamos invadir por el mismo estrépito desquiciante de cualquier ciudad.
Todavía, al menos, podemos internarnos en un campo vasto, repleto de la magia verde, del aire puro y del azul más limpio que hayamos contemplado nunca, porque todo esto se halla muy cerca,  a unos metros de las últimas casas y ni siquiera es preciso coger el coche, podemos ir a pie, como en nuestra infancia, monte arriba hasta la Casa de Cristo o en dirección a La Puerta, conversando en la placidez de la madrugada, con una mochila al hombro y ganas de perdernos por unos días en el silencio cómplice de la naturaleza, en la sabia determinación de la vida retirada, que el poeta ensalzó con versos de oro. Beatus ille.    

sábado, 12 de febrero de 2011

EL PODER DE LOS SUEÑOS


La trayectoria del escritor murciano Rubén Castillo Gallego está jalonada de importantes premios y de obras notables, que quedarán, sin duda, para la posteridad, porque contienen la sabiduría de un hombre atento al devenir de su época y a la condición humana y la belleza de un estilo forjado en la frecuentación de los clásicos modernos y antiguos. El resultado ha sido un buen número de libros de cuentos y de ensayos sobre literatura, novelas y artículos de prensa, que poseen el común denominador de la inteligencia y  la destreza en el uso de la palabra, así como de una sensibilidad particular para captar los conflictos de la condición humana.
            Esta última entrega consiste en un relato para adolescentes, trazado como una novela de misterio, de iniciación en la vida y de enseñanza ejemplar, en la que Joaquín, el protagonista de la fábula, debe marcharse a casa de su tía Paloma, al campo, a pasar unos días, porque sus padres han decidido tener otro hermanito y necesitan visitar a un médico y someterse a tratamientos especiales de fertilidad.
            A regañadientes, en la seguridad casi total de que va a aburrirse, acepta ir a casa de la hermana de su madre: “Un hermano, puaj. ¡Vaya cosa! Y encima querían que estuviera contento…”  Pero, obviamente, todo va  resultar muy distinto de lo que, en un primer momento, pensó. Para no aburrirse, sale de excursión al monte y halla una cueva donde, de un modo inesperado, se duerme y tiene unas extrañas pesadillas, que acaban cumpliéndose en la realidad y que son desagradables, porque aluden a la sangre, al veneno y a una accidente automovilístico, que en parte logran, la tía y el sobrino, impedir: “Lo que no tenía lógica es que todos los sueños que me asaltaban allí se volvieran reales. Era absurdo. Y aquello me asustaba.”  
            La cueva se convierte, de esta forma, en un lugar misterioso, donde al adolescente acude para desentrañar un enigma, que no solo le está ocupando su tiempo y su atención, sino que termina preocupándole de verdad. Al final, se lo cuenta todo a su tía, y Paloma, que ya conoce el sitio y la historia, le narra el sueño que ella tuvo hace veinticinco años, como un secreto entre los dos, que en realidad también le incumbe a Joaquín y donde radica la clave de toda la obra.
            El protagonista de esta historia, contada con eficacia novelesca, con un lenguaje ágil y terso, y el claro propósito de ofrecer una lección de vida a niños y niñas de más de once años, a los que va dirigido el libro, según las indicaciones del editor, vive una experiencia inigualable, que combina  la aventura, el arcano de un territorio mestizo entre la realidad y los sueños, tan próximo a los postulados de la literatura, y el aprendizaje de una normas elementales de convivencia familiar, que lo sitúan en el nuevo espacio de la adolescencia, camino de una madurez cercana, para lo cual le han sido muy útiles los días con su tía Paloma, la libertad del campo, el descubrimiento de nuevos territorios y la aceptación de su identidad, del poder de los sueños y la existencia de otros ámbitos  de la imaginación: “¿Qué ocurría dentro de aquella cueva? ¿Qué siniestro poder habitaba en su interior, que era capaz de fabricar sueños que luego se hacían reales?”
            Rubén castillo Gallego ha vuelto a darnos una lección literaria, como ya lo hiciera en alguno de sus libros anteriores, como “La mujer de la mecedora” o “Las grietas del infierno”, pero en esta ocasión ha tenido la generosidad de bajar el tono literario y aproximarse a los más jóvenes, precisamente a aquellos que comienzan a afrontar todos los problemas de la existencia casi inermes y sin otros instrumentos que las palabras de los que en otra época fueron como ellos y se enfrentaron, asimismo, a la intemperie del mundo y a las muchas contradicciones de la pubertad. La tensión, el suspense y la transparencia estilística convierten a esta novela en un magnífico producto narrativo para lectores recién iniciados en la liturgia de la palabra literaria. Absolutamente recomendable.



Título: La cueva de las profecías
Autor: Rubén Castillo Gallego
Editorial: Ediméter

  

jueves, 10 de febrero de 2011

LA BELLEZA PRECARIA


A Sebastián Montoya Ibáñez, maestro de la precariedad y del ingenio.


La escasez de medios económicos imponía entonces una estética austera, rudimentaria y, en ocasiones, pobretona, que afectaba no sólo a cuestiones de imagen, seguramente superficiales y que en cualquier documental televisivo podemos apreciar hoy, sino en asuntos tan decisivos como la arquitectura, que la posguerra había reiventado, como en el resto de los órdenes de la vida, hasta convertirla en una cuestión de primera necesidad. Se construían casas para protegerse del frío y de otras inclemencias climatológicas, procurando una atmósfera de intimidad que no siempre era posible. La puerta de la calle, de madera, carcomida por los soles y las lluvias, solía estar siempre abierta, incluso de noche, y ahora caigo en la cuenta de que no era sólo por aquel estado de aparente tranquilidad a ultranza, al que nuestros vecinos de Europa llamaban dictadura, sino por la certeza de que nada había de verdadero valor en el interior de las casas, o porque sencillamente no encajaban, hinchadas por la humedad y el calor del verano. Dentro, las puertas de las distintas habitaciones eran sustituidas por recias cortinas, que impedían el paso de la luz, pero costaban menos. Las ventanas eran pequeñas y solían estar clausuradas por celosías oscuras y polvorientas.
            Luego llegó la uralita, aquellas horribles superficies onduladas de un extraño material, que solía romper el granizo y que se calentaba en verano como la plancha de un asadero de carne. Los pueblos y los campos se llenaron de manchas grises y pardas, artificiales y horrendas, y empezamos a echar de menos la teja de barro, cubierta de moho y ovas, fresca y noble como todo lo que viene de la tierra, pero más cara. Los plásticos, la hojalata y el alambre abundaban en fachadas, tejados y otras superficies, porque la obsesión del hombre del campo era la de aprovechar cuanto se le concediera de una forma gratuita, sin entrar en otras disquisiciones de orden artístico.
            Una chimenea podía estar constituida por dos tejas unidas, formando un hueco por donde salía el humo, pero yo he visto bidones de chapa metálica haciendo las veces en bellísimos parajes de la sierra de Moratalla. La huerta, en ocasiones, era un mosaico de colores y texturas que ofendían la vista y la serenidad natural y discreta de la tierra. Los hombres y las mujeres de aquella época, criados en la abstención y en la prudencia, sacrificaban el buen gusto y la belleza en beneficio de un sentido práctico de la existencia que los había sacado de tantos apuros. Por eso, no usaban cinturones, sino guitas que sujetaban los pantalones y, en lugar de gorras o sombreros, pañuelos atados con cuatro nudos y embutidos en la cabeza.
            Calzaban abarcas, esparteñas o alpargates y cada uno de estos modelos tenía su propio diseño de una precariedad que lindaba con la indigencia. Las abarcas estaban fabricadas con goma de neumático a modo de suela y tiras de piel curtida; las esparteñas eran una confección de lo que su propio nombre indica y resultaban ásperas y casi miserables, una tortura para pies normales, aunque los hombres que las llevaban los tenían de piedra, encallecidos, transmutados en hueso, y los alpargates, de suela de cáñamo y empeine de tela, suponían la mínima expresión para protegerse del terreno escarpado, las sendas de piedra y el monte de aliagas y chaparras.     
            Los corrales se cerraban con trancas de madera o con sogas trenzadas para tal uso. Mi abuelo hacía pleita para los serones y las aguaderas que le pondríamos a la burra y en los que cargaríamos los productos de la huerta o los cántaros para traer el agua desde la fuente más cercana.
            Las casas apenas mostraban adornos innecesarios, aunque las mujeres siempre ponían una nota particular en las paredes desnudas y encaladas. Eran corrientes los cuadros con láminas recortadas de los almanaques que regalaban algunas entidades bancarias o fotografías antiguas colgadas de la pared con un cordel de una púa. Sobre la chimenea estaban las fotos de los abuelos, deshaciéndose con el paso de los días como se desmorona la memoria. Los botijos y otros recipientes domésticos mostraban una tela tejida con aguja de gancho o con moldes, y las muchachas bordaban muy pronto en su bastidor los primeros atisbos de un ajuar largo y prolijo, que alguna no llegaría a estrenar nunca.
            Era otra época, desde luego, y la vorágine del diseño todavía no nos había entontecido. Emergíamos de la noche de los tiempos muy despacio, mientras nos íbamos  a trabajar a Francia, a Suiza y a Alemania cargados con ingentes maletones donde cabían todas nuestras pocas pertenencias. No teníamos coche aún y cruzábamos Europa en aquellos miserables trenes especiales de vendimiadores que tanto se parecían a los convoyes alemanes repletos de judíos.
            Tuvimos suerte y no nos gasearon. Regresamos al pueblo, al fin, y los domingos por la tarde salíamos a dar una vuelta por La Farola y La Glorieta, ataviados con nuestros pantalones de campana y nuestras camisas apretadas de cuellos puntiagudos. Olíamos  a colonia varón dandy (a granel) y fumábamos los primeros cigarrillos a escondidas. Éramos jóvenes, inocentes y pobres, pero qué culpa teníamos nosotros, hijos de un hambre antigua y  un empecinado afán de supervivencia.