viernes, 21 de diciembre de 2012


PATATAS



Una serie de sucesivas malas cosechas de patatas y la injusticia palmaria como bandera de un tiempo de oprobio constituyeron, según ciertos historiadores, algunas de las causas inmediatas de la Revolución francesa. No me extraña en absoluto, porque, como alimento, la patata no tiene igual, en calidad de sabor y en generosidad; de una sola unidad, bien cortada y mejor sembrada, pueden salir varias plantas que, a su vez, proporcionarían unos pocos kilos.
            Antes de que los españoles la trajéramos de América, de donde tantas cosas estupendas vinieron, como el oro y la plata que nos permitirían ser por unos pocos siglos un imperio en toda regla, los pobres debían conformarse con la humilde cebolla, de sabor agreste y olor palmario. No hay, desde luego, parangón alguno entre aquel fruto de molla deliciosa y éste, de presencia fétida y paladar picante.
            Nos las comemos fritas con aceite de oliva, asadas con unos granos de sal junto a las brasas, hervidas con unas hojas de laurel y una cabeza de ajos, en los innumerables guisos, cuya principal razón de ser es este ingrediente fundamental, en tortilla, rellenas, en la ensaladilla rusa, con tomate, cebolleta y olivas en la ensalada tradicional, en la versión chip de las bolsas de plástico y en otras docenas de ocasiones ya descubiertas o por descubrir, porque no hay cocinero que se precie que no haya inventado su propia receta, si no varias, con este manjar de la tierra.
            Confieso mi predilección por esta vianda de larga y exótica procedencia, pero además he ayudado a sembrarla en la huerta, a hacer los bancos y, en su tiempo, a arrancarlas con un azadón, evitando partirlas, y con la fuerza necesaria para ahondar en la tierra, revolverla e ir recogiéndolas una a una, como se recogen las piezas de un tesoro recóndito. Después queda llenar los sacos, cargarlos a las espaldas y llevarlos hasta el almacén más próximo, o echarlos sobre los lomos de una burra, atarlos para que no se caigan y encaminarse, de nuevo, al pueblo.
            Las noches del invierno moratallero son propicias para encender la lumbre, apartar unas brasas a un lado, cortar tres o cuatro patatas medianas por su mitad, hacerles una cruz con la navaja en la blanca y húmeda pulpa, espolvorearlas con sal y ponerlas muy cerca del calor, lo suficiente para que se vayan dorando lentamente y no se quemen.
            Cuando me las como, me gusta sentir el crujido de la carne un poco salobre en mi boca y la aspereza de la piel que, a veces, ni siquiera les quito. Las acompaño con un vaso de vino, un jumilla sin marca, de tonel si es posible y sin crianza, porque a lo áspero y natural de la pitanza ha de corresponderle el carácter acerbo de un caldo sin demasiado pedigrí, aunque tampoco desprecio, en estas ocasiones, un pedazo de tocino y un trozo de pan de horno verdadero.
            Yo creo, vamos estoy seguro, que casi sin proponérnoslo, los españoles cambiamos el régimen alimentario de las clases humildes europeas y elevamos considerablemente la calidad de sus colaciones a un precio mínimo, aunque si me preguntaran cuánto vale un kilo de patatas hoy, no podría decirles con exactitud, porque en mi casa la que hace la compra es mi esposa.
            Comer patatas no ha sido nunca  un ejercicio de exquisitez culinaria. La carne y el buen pescado han invadido ese espacio de privilegio. Durante años han arrastrado retazos de mala fama, porque engordaban o porque no alimentaban lo suficiente o porque eran comida de cerdos o porque solo ocupaban el territorio de la guarnición, un lugar secundario y superficial que no se correspondía con su auténtica identidad.
            Les hemos negado de un modo farisaico su consideración y su dignidad, como lo hemos hecho asimismo con alimentos como el pan, el aceite o el vino.
            Poetas, sin embargo, como Pablo Neruda, la han cantado sin complejos, con idéntica pasión como al amor o a la muerte: Profunda/ y suave eres,/ pulpa pura, purísima/rosa blanca/ enterrada.  Ni mil palabras más.
             

                                                          

miércoles, 12 de diciembre de 2012




EL REGALO DE LA TIERRA



Salir al monte a coger guíscanos  constituye más que una costumbre,  y en su tiempo, un modo de vida del pueblo donde nací, un verdadero rito, al que nos entregamos tres amigos de toda la vida en esta mañana húmeda de nubes altas, que preludia el invierno, pero que mantiene aún la calidez de los últimos días de octubre. De cualquier forma no somos hombres que se arredren ante el frío y estoy seguro de que también ellos, como yo, han pasado los últimos días en un estado de excitación singular, el mismo que me transmitieron mi abuelo y mi padre cada vez que anunciaban la buena nueva de que iríamos a coger guíscanos a la sierra.
            Como siempre, nos lleva Diego en su coche y Paco y yo nos limitamos a admirar el paisaje, que durante casi doscientos kilómetros será un bálsamo para la vista y, a la vez, una continua sorpresa de macizos de granito, ramblas de vegetación espesa, pequeñas lagunas, fuentes brotando al borde del camino y una luz cenicienta que es la luz de la mañana de noviembre, en la que tres amigos se reencuentran para volver a la infancia y a sus secretos compartidos. Vamos en dirección a Elche de la Sierra, pero antes pasaremos por Mazuza, Férez y Socovos, y, cuando alcancemos las estribaciones de Riópar, el paisaje se tornará adusto y hermoso. Antes hemos cruzado Molinicos, y por espacio de algunos minutos, el viaje es una aventura hacia lo más intrincado de una sierra que se asemeja tanto a la de Moratalla, pero que está más húmeda y quizás también, mejor cuidada.
            En Puente de Génave comenzamos a oler el terreno montaraz que procuran los guíscanos y el color de la tierra que prefieren, y en una momento dado, Diego aparca el coche, y empezamos la subida de un repecho que nos llevará al lugar de partida; un par de kilómetros hasta donde tendremos que decidir el lugar exacto por donde nos internaremos en el monte. Una vez dentro, el deseo, la ilusión, el esfuerzo y nuestros cincos sentidos se concitarán en una sola dirección, en esa mágica luz anaranjada que muestran algunos ejemplares y que nos recuerda tanto a otra época.
            En silencio husmeamos bajo los lentiscos, las aliagas, las jumas y las ramas secas y tardamos un rato hasta que Diego descubre en un claro el primero; es nuestro bautismo de fuego y coincidimos en que ha merecido la pena venir hasta allí para ver aquel prodigio del que Paco toma unas fotografías. Luego, el trabajo se intensifica por la tensión, pero poco a poco todos vamos encontrando alguna pieza y, en algunos casos, alguna pequeña mancha. Nos damos cuenta muy pronto de que son pequeños y de que nos costará mucho llenar los cestos, pero el placer es idéntico y tan fuerte que durante siete horas subimos y bajamos las cuestas del monte, cruzamos ramblas, pisamos piedras filosas, bordeamos algún cortado y buscamos con afán el misterio de la tierra.
            A las cuatro de la tarde nos apostamos frente al embalse de Guadalmena, extenuados y hambrientos, y vamos extrayendo las vituallas del coche. No falta el vino en abundancia, los embutidos y el queso que aporta Diego, el chocolate negro de Paco y un suculento bocadillo de tortilla que mi mujer me ha preparado esa misma madrugada. Tenemos patatas fritas, olivas, sardinas en aceite, tomates del río Segura, y de postre hay fruta, piña y albaricoque en conserva. Corre el vino y hablamos de todo un poco, porque lo fundamental es el encuentro, la amistad, el día compartido y la promesa de que volveremos a vernos muy pronto.
            De vuelta, enfervorecidos por la jornada de campo, por la aventura de los guíscanos y por la conversación interminable, convenimos, mitad en serio, mitad en broma, en que nos hemos portado como verdaderos profesionales, pues llevamos muchas piezas, pero de pequeño tamaño, que los no iniciados en esta práctica les habría sido imposible ver. Hemos rastreado con eficacia nuestra parte del monte y hemos hallado lo poco o lo mucho que había. En los ojos sigue estando la imagen colorista y atractiva de un guíscano ideal, el que los tres llevábamos en la cabeza como se guarda un deseo. Podemos estar satisfechos, en parte, pues de haber sido más grandes los ejemplares, todo habría resultado más fácil y más fructífero.  
            La temporada está llegando a su fin. Los fríos de diciembre acabarán con los restos y los tres amigos sabemos que ha sido nuestra última oportunidad por este año.
            Volvemos animados, sin embargo; contamos anécdotas de otro tiempo, recordamos a viejos amigos que ya no están con nosotros, y ya en Moratalla, partimos el botín micológico, aunque Diego, cuando me deja al final junto al sitio donde he aparcado mi coche esta misma mañana, se empeña en que me lleve toda su carga  y yo la acepto como un regalo preciado, un valioso presente de amistad. Volveremos a vernos los tres amigos muy pronto, en un día como éste y en un monte parecido, pienso mientras conduzo en dirección a Calasparra, bien entrada la noche, donde me aguarda mi familia para volver a casa.


                                                          

martes, 27 de noviembre de 2012


VIENEN LAS ARTISTAS



En Moratalla, por aquel tiempo, Las artistas eran también una cosa de hombres, como el veterano, los toros y el tabaco de picadura. Tampoco es que hubiera demasiadas ocasiones de esparcimiento, salvo los días de fiesta, los bares de siempre, las procesiones en las fechas señaladas y el cine Trieta. Luego llegó la televisión y mucho de todo esto cambió de una forma radical.
            Los muchachos,  a la salida de la escuela, veíamos los carteles con las escenas fotografiadas de las mujeres en paños menores, entradas en carnes y en años, de aspecto vulgar, sin duda, y mirada desafiante. Entonces apenas enseñaban nada, unos muslos opulentos oprimidos por unas medias de fantasía, un pecho prominente dentro de un corsé apretado, el rostro pintado y las pelucas rubias o pelirrojas como emblemas de una profesión descarada y un tanto soez.
            Luego vendría el cine de destape y estas antiguallas pasarían de moda, como pasa todo. Aunque la revista, como género teatral de variedades, tan español y tan castizo, ha existido desde siempre y seguirá existiendo. Jóvenes guapas, de largas piernas y físico deslumbrante interpretando melodías picantes, de doble sentido, y bailes de un erotismo divertido y relajado. Todo depende, en realidad, de lo bien hecha que esté la función, de la gracia de las mujeres, de la destreza de los bailarines, el atrezzo, la coreografía, el vestuario, la música y el decorado, entre otras muchas cosas.
            Pero lo que los hombres acudían a ver al cine Trieta no era lo que se estrenaba en el Moulin Rouge de Paris o en el Paralelo de Barcelona precisamente. Viejas estrellas cuya luz no había brillado nunca, ruinas de la edad hartas de rodar por el mundo, mujeres expertas en el chiste fácil, en sacar a los hombres al escenario  y comprometerlos delante de sus amigos y vecinos, en despachar las dos horas de la sesión con algunas canciones macilentas, cantadas con voz ronca y desafinada y mucho contoneo de cadera y de vientre para exaltar los instintos de un público  trabajador y ajeno a los secretos del arte escénico.
            Eran artistas, en realidad, porque bailaban y cantaban, aunque bailasen y cantasen de un modo deprimente, porque eran altas y mostraban mucha carne, aunque no estuviera proporcionada y constituyese la decadencia de antiguos cuerpos de baile que no habían llegado a más.
            Recuerdo que estábamos en el campo, trabajando en la recogida de cualquier fruto de temporada y que uno de los hombres avisaba al resto de la venida de Las artistas y de su propósito de ir a verlas aquella misma noche al teatro. Era todo un acontecimiento, tal vez un acontecimiento chabacano y sórdido, una distracción de pueblo, un desahogo de boina y garrota, en el que los hombres, hombres solos, gritarían palabras gruesas y obscenidades a diosas de un olimpo pedestre y arrabalero.
            La música aflamencada, las contorsiones atrevidas de las mujeres, los comentarios de evidente sentido lascivo y la oscuridad de la sala iban calentando de un modo paulatino a un respetable ávido de emociones voluptuosas y de gestos concupiscentes.
            Ellas venían de lejos y cumplían con una tournée de fondas de tercera y ventas apartadas, de amores entrevistos en el último segundo de la vigilia, porque alguna vez alguien les dijo una palabra amable y un comentario cortés. Un rostro viril iba siempre con las mujeres, además de una parafernalia de vírgenes e imágenes sagradas, la cara de un hombre que pudo haberse casado con alguna de las artistas o habérselo pedido, al menos, si no fuera porque todos aquellos hombres, que rugían en el patio de butacas y en el gallinero como un enorme animal de rapiña, estaban ya casados. Los solteros  no solían ir nunca  a estas cosas. Ni falta que les hacía.
            El cine Trieta se llenaba de individuos dispuestos a sentir las turbulencias de la carne, con la aquiescencia incluso de sus esposas, como un deber, un cometido, una convocatoria ineludible, en la que se reconocían los de siempre, los alborotadores, los maledicientes, los arrojados, los echaos palante, los que no dudaban en salir al escenario, cuando la primera vedette así lo requería, ni abrazarla delante de todo el mundo o agachar la testuz cuando la mujer les afeaba su comportamiento medio en broma, medio en serio, o los escarnecía con un lenguaje a mitad de camino entre la chanza y la canalla.
            No era una exhibición digna de encomio desde luego, aunque abundaban las risas, los pitos, los pataleos y las palmas. Ni se parecía al teatro o a cualquier otro genero de la representación, pero éste era un país singular y paradójico, en el que había nacido Luis Buñuel, Juan Belmonte; Antonio Mairena o Machado y, sin embargo, los que por aquel tiempo triunfaban eran Antonio del Amo, El Cordobés, Lola Flores o José María Pemán.
            Todavía hoy seguimos confundiendo algunas cosas fundamentales, pero hace muchos años que ya no vienen las artistas a Moratalla y yo quiero creer que alguna sí logró su anhelo y vive de un modo anónimo junto a su familia en una pequeña casa de un pueblo apartado, al cuidado de sus hijos y de su marido.
            A veces sueña con un triunfo que estuvo a punto de conseguir en una edad lejana y en un teatro imaginario de una gran ciudad y, por un segundo tan solo, le brilla en los ojos una lágrima de entusiasmo y ternura.
                       
                                                                     
            

viernes, 23 de noviembre de 2012


TODOS LOS SÁBADOS DE SU VIDA




Todos los sábados de su vida, al menos desde que yo la conocía,  con una capaza en cada mano, menuda, airosa y alegre, se encaminaba mi madre en dirección al mercado bien temprano en la mañana, decidida a sorprender los puestos recientes, los vendedores casi acomodados y el primer bullicio de la calle. De arriba abajo miraba, preguntaba los precios, anotaba de cabeza las calidades e iba decidiéndose poco a poco, aunque las compras las realizaba en la vuelta, cuando ya había descartado los productos excesivamente caros o de menor categoría. En realidad, todo aquello formaba parte de un ritual, que debía llevarse a cabo sin prisas, con la concentración indispensable para que las compras de la semana no solo se acomodaran a la economía de la casa, sino también al gusto de sus comensales. Comprar constituía entonces una ceremonia inusual, casi un privilegio al que no siempre habían tenido acceso antes todos y de un modo tan frecuente.
         No existía en aquel escenario ningún artículo humilde que no tuviese su valedor, y cada uno terminaba siendo especialista en su materia; tal vez por esa causa, mi madre no adquiría los tomates y las frutas en el mismo sitio, ni las verduras pertenecían todas al mismo vendedor, pues uno ofrecía unas excelentes acelgas, y el de al lado, exhibía cardos y pencas de estupenda naturaleza, mientras que el de más allá enseñaba sus modestos tesoros huertanos, que eran, como no podía ser menos, los mejores del mercado.
         Ella conocía a los hortelanos y apreciaba el mimo que muchos de ellos empleaban en su género, el jactancia con que presentaban sus sandías, asegurando que tendrían, sin duda, un gusto dulce y refrescante, o las pencas con que mi madre cocinaba un potaje misterioso y suculento, como no he probado jamás en parte alguna. Ninguno de aquellos manjares de la tierra  tenía un lugar secundario en el mercado de los sábados ni en la mesa de los hombres y las mujeres que acudían a aquella fiesta, porque todavía sabíamos apreciar el sabor originario de los alimentos y el valor de lo que, por muy sencillo que fuese, era, al fin, un placer para los sentidos y un alivio para los bolsillos de los que menos podían.
         Aquellos mercados de los sábados olían a fiesta y los que no tenían la costumbre de pasarse por allí para hacer las compras, acudían, a veces tan solo, para mirar, para admirar incluso, las cajas con pepinos, con albaricoques o con cebollas, además de aquella otra zona que dedicaba su espacio al calzado, la ropa y a otras fruslerías, en las que los muchachos y las muchachas reparábamos fundamentalmente, porque en nuestras obligaciones no entraba la provisión y la administración de la casa.
         Ahora bien, un mercado tiene la obligación de proveer a los más pobres de todo lo necesario para su existencia cotidiana, sin olvidar que los que disfrutan de un mejor nivel de vida encuentran en esta cita semanal los tesoros naturales de un régimen de vida antiguo, saludable y a un precio módico, porque aquí no hay intermediarios casi, y las patatas llegan de la huerta a la caja de plástico o cartón, de donde nos escogen tres o cuatro kilos, que nos llevamos, una vez pagados. Los huertanos traen sus productos de la tierra al puesto callejero, frescos y extraídos apenas unas horas antes del bancal, y el comprador puede oler una compleja gama de fragancias vegetales, sin manufacturar, sin etiquetas, sin el tufo a podrido de las cámaras frigoríficas, donde permanecen en ocasiones demasiado tiempo.
         Mi madre no entraba en estas consideraciones, mientras iba cargando las dos capazas, que alguna vez dejaba al cuidado siempre amable de Jesús o de Marianela, su mujer, en la librería del mismo nombre, en tanto remataba su paseo semanal, meticuloso, sabio y eficaz del todo.
         El cardo de los cocidos sabía delicioso y la tortilla de patatas, fragante y suave; los tomates, cuyo paladar enigmático ya hemos perdido, eran dulces y sabrosos, regados con el aceite joven y acerbo de la última cosecha. Las sandías mostraban el rojo más vivo y exquisito, y todas las verduras y frutas en general eran de una calidad extraordinaria.
         Mi madre regresaba cada sábado con las capazas rebosantes, cargada en exceso para su exigua complexión física, cruzaba la Calle Mayor y subía el Callejón de la Iglesia hasta los aledaños del Castillo, donde estaba la casa. Mientras descansaba sentada en una silla en el portal, iba echando cuentas hasta convenir que todo estaba mucho más caro, pero después, una vez desalojaba las capazas de la mercancía, y me enseñaba lo que había traído con todo su esfuerzo, yo percibía el orgullo de la madre y de la esposa en su noble cometido de abastecer cada día la mesa del hogar con los mejores frutos de la tierra y al mejor precio posible.


                            

domingo, 18 de noviembre de 2012


LA BUENA LETRA



Parece paradójica, en alguna medida, la importancia que se le daba entonces a la buena letra, aunque ni los médicos ni los notarios ni otros destacados personajes de la pluma hicieran alarde de ello, sino más bien todo lo contrario. En cambio, a los escolares se nos machacaba con aquellos cuadernillos de caligrafía, que fueron la pesadilla de mi infancia, porque nunca tuve aptitudes ni temple para la escritura legible ni para ir más allá de un simple monigote en las clases de dibujo. Luego, la Universidad, las prisas por tomar los apuntes, se encargaría de malograr del todo la escasa pulcritud de mis notas manuscritas y, hoy por hoy, debo dar gracias al ordenador cada día, porque me permite comunicarme, escribir y entender sin problemas mis propios textos. Atrás quedaron los esfuerzos infructuosos por enderezar mi pulso y la escritura de tantos   colegiales, cuya imagen defectuosa ya suponía una merma del talento en el alumno y, al contrario, cuya claridad, limpieza y legibilidad lo encumbraban a lo más alto del escalafón escolar.
            A todos se nos distribuía de un modo imaginario, en dos grandes grupos: los que leían y escribían bien (entendiendo por escritura la mera caligrafía) y el resto, los que debían repetir en voz alta hasta la extenuación las páginas de signos anchos e infantiles y rellenar un sinnúmero de fichas de escritura, intentando que los caracteres y las palabras entrasen en el espacio en blanco que dejaban las dos líneas preceptivas del renglón. Yo fui un lector excelente y un amanuense nefasto.
            Copiábamos durante horas y días frases y palabras que no tenían un sentido claro, superficiales y baladíes, con el único objetivo de corregir los palitos de la te, de la de o de la efe, o perfeccionar los círculos de las oes y rematar con cierta gracia el rabito de las aes. La máxima era saber hacer una o con un palote para empezar, porque nuestros abuelos y, a veces también, nuestros padres, no habían pasado del tomate y no conocían bien las cuatro reglas.
            En concreto, algunos se habían conformado con aprender a firmar, que básicamente se reducía a un garabato ininteligible, pero que los exoneraba de la humillación de pedir una almohadilla entintada para manchar el dedo pulgar y estampar la huella  al pie de un documento cualquiera.
            Despacito y buena letra nos sermoneaban en la escuela con tesón,  y así ha quedado como una sentencia de nuestra propia vida y de aquel tiempo, aunque las referencias grafológicas hayan prescrito, porque los flamantes procesadores de textos incluyen centenares de de tipos gráficos de una forma automática y, por fortuna, hemos dado al olvido los viejos cartapacios caligráficos, más propios de los copistas medievales que de nuestros modernos intereses y exigencias.
            En cualquier caso, no puedo olvidar mi angustia de aquellos años por el aspecto de mis cuadernos, de líneas desequilibradas, párrafos sin forma e intrincadas expresiones que ni yo mismo era capaz de desvelar, y el disgusto de mi padre por el descuido de mis libretas, que presagiaba, sin lugar a dudas, la catástrofe final de mis estudios.
            Y, sin embargo, albergaba yo la sospecha, casi la certidumbre, ya entonces, de que la forma externa del mensaje no era lo definitorio ni lo más importante de cualquier texto, que lo decisivo estaba en el interior, en las ideas, en el acierto con que hubiesen sido formuladas y en el arte que exhibían. Hoy puede parecer una obviedad, pero les aseguro que en aquellos años no lo era, porque, entre otras muchas brutalidades, la letra entraba con sangre y todo se hacía al pie de la letra.
            Ejércitos de escolares se aplicaban en la estúpida labor de componer su letra de acuerdo a unas normas oficiales, como si se estuviesen afirmando en aquel pensamiento único del que se disfrutó en este país durante algunas décadas. En aquellos días escribir bien o escribir bonito, como solían hacerlo las niñas en los colegios religiosos de pago, era nuestra única ambición intelectual, nuestra mayor ambición en el ámbito cultural.
            Luego llegarían las máquinas de escribir y los primeros ordenadores, y Franco no tendría más remedio que morirse para dar paso a los nuevos aires y a las modernas impresoras.
            Hace muchos años que mi letra puede leerse sin problema alguno en un puñado de libros que andan por algunas librerías firmados por mí.           



                                             

HUEVOS

Un huevo, cualquier huevo, es un milagro de la naturaleza, y el enigma del origen de la vida. Fritos, escalfados, cocidos, pasados por agua, en tortilla, en un consomé o en la ensalada, no existe otro alimento por el que más inclinación siento y por el que siempre he tenido una preferencia particular. Mi madre los cocinaba recién puestos, porque en mi casa teníamos gallinas y mi mujer los compra todavía hoy  frescos, gracias a una vieja amiga que se los consigue en el pueblo  como un regalo.
         En este país le hemos dado siempre mejor uso gastronómico a este producto  culinario que en ninguna otra parte. De manera que rechazamos ese estúpido batiburrillo, propio de quien no ha alcanzado aún los secretos de la comida, al que los americanos denominan huevos revueltos, y, bien caliente el aceite de la sartén, los cascamos, uno en cada mano, y los depositamos en el recipiente para que se frían rápido, cuidándonos de que la yema no cuaje del todo y de que la clara exterior dibuje una suerte de perfil estrellado o puntillas, una filigrana para el paladar y para la vista. Luego, si nos apetece, podemos acompañarlos de un par de chorizos de la última matanza o de algún trozo de lomo de orza en adobo. Esto es respetar el alimento que vamos a comer como si se tratara de algo sagrado, lo otro es una gamberrada de cocinero torpe y perdido entre los fogones, que debiera ser perseguida por la ley como un delito más.
         También una tortilla francesa es una simpleza, impropia de quienes vienen haciendo alarde desde hace siglos de un extraordinario conocimiento en el arte de la cocina y de ser los mejores chefs del mundo. Nosotros seleccionamos las patatas, blancas y medianas, las pelamos y las cortamos a rodajas o a cuadraditos, que freímos sin prisa pero evitando que se nos quemen. Luego, apartamos el aceite sobrante y vertemos sobre ellas los huevos previamente batidos.
         Una tortilla de patatas, o una tortilla de patatas con cebolla, esponjosa y fragante, calada y tierna a un tiempo, constituye un manjar en toda regla, sobre todo si tu madre o tu esposa te la han puesto en un bocadillo de pan recién horneado. Nada de sándwich ni hamburguesas de plástico, de grasientos y sospechosos contenidos sin identificar.
         Pero un huevo, hervido durante unos pocos minutos y colocado en su pequeño pedestal de loza,  abierto con maña por la parte superior, enriquecido con un poco de aceite de oliva y unos granos de sal y mojado con una sopa diminuta que insertamos en la punta de una navaja nos trae, sin duda, la añoranza de las antiguas cenas campesinas y el sabor entrañable de las meriendas  que nuestra madre nos obligaba a tomar sentados a una pequeña mesa, mientras con sus propias manos, manos de madre buena, de cocinera insustituible, de centinela perpetua, nos iba dando junto con unos cachos de tomate partido y unas pocas olivas negras.
         Hay quien insiste en la martingala de que los huevos perjudican el buen funcionamiento del hígado, tal vez, porque cualquier cosa en dosis extremas,  deviene perjudicial forzosamente. Los extranjeros nos han habituado a esos desayunos casi de madrugada con un exceso de bacon, que nosotros denominamos con más gracia y enjundia, tocino, con mantequilla, que no utilizamos apenas por fortuna, porque tenemos el mejor y más saludable aceite vegetal del mundo y con un revuelto ignominioso de huevos degradados por la constante  tortura  del tenedor insolente, que machaca y descompone sin piedad la gracia de la esencia primigenia.
         Todavía me acuerdo con agrado y hasta con un punto de envidia de aquellos huevos gigantes de avestruz que veíamos en las películas  de Tarzán y que solían despertarnos el apetito. Al menos uno habría compartido de buena gana con ustedes cualquier día.


                                      

martes, 30 de octubre de 2012



PAN Y CHOCOLATE


Un pedazo de pan y una jícara de chocolate era en aquella época la merienda más socorrida, el manjar predilecto de mis amigos del barrio; yo, en cambio, no tuve nunca demasiada inclinación por los sabores dulces y, aunque el chocolate es un placer universal, al margen de cualquier duda gastronómica, mis meriendas incluían los sabrosos embutidos de Moratalla, los bocadillos con atún o con paté y otras viandas de este tipo.
         Los muchachos y las muchachas de aquellas calles llevaban  el pan y el chocolate como una ofrenda sagrada a la memoria del hambre, que, por fortuna, nosotros ya no pasamos. Sus caras y sus manos, los pantalones y los jerseys terminaban manchados con la crema oscura y suculenta de aquel alimento que acabó por ser un fetiche infantil, un símblo del paladar todavía embrionario de aquellos críos que subían a toda velocidad los callejones, saltaban los poyos y se dejaban caer por el terraplén de Las Torres como si tal cosa, mientras daban un bocado a la jícara y otro al pan blanco de horno.
         Ellos no sabían que la merienda constituía una verdadera fuente de energía para sus músculos emergentes e infatigables. Pero más aún, era la perfecta conjunción del gusto y del divertimento, del juego y de la supervivencia, de la golosina y el alimento. Es verdad que aquellos chocolates, como cualquier producto manufacturado, no siempre contenían los ingredientes apropiados para la salud de los más jóvenes, ni las madres reparaban, como ocurre hoy, en las eqtiquetas, en los tipos de grasas, en los conservantes, edulcorantes y demás monsergas químicas. De hecho la mayor parte de aquellas tabletas con apariencia de chocolate de cacao no eran otra cosa más que un sucedáneo y me atrevería a añadir, en vista de lo que hoy se consume, que sus propiedades alimenticias solo aportaban un ben puñado de calorías sin contenido, mientras que las grasas porcederían de vegetales ricos en colesterol y otros venenos varios, con los que todavía se fabrican multitud de golosinas para los más pequeños.
         No lo sé, y tampoco me preocupa demasiado. Así eran las cosas entonces y hasta aquí hemos llegado todos, con nuestros achaques y nuestros años, ajenos ya a la pulsión descarada de aquellas meriendas pantagruélicas que nos han arrebatado con el paso de los años de la manera más impune.
         Recuerdo que durante algún curso en Caravaca, mi amigo Paco y yo llevamos cada mañana para almorzar sendos bocadillos del mejor pan del Chaparro, aunque a él se lo atiborraban con queso y a mí me lo acompañaban con chocolate. No había ninguna razón específica para esta insistencia, salvo nuestra obstinación en repetir cada vez que nuestras madres nos preguntaban por el relleno del bocadillo del día.
         Yo creo, al menos en mi caso, que aquel curso constituyó la despedida de mi consumo efectivo y continuado de ste alimento. Ya he dicho antes que no tengo nada contra el chocolate, aunque no haya sido nunca mi manjar preferido y presumo, además, que no acabamos de romper con la infancia del todo hasta que no abandonamos estas chucherías y damos paso a sustentos de mayor enjundia.
         Algo de todo esto sucede con esas viejas solterones de película inglesa, reunidas por las tardes para jugar unas partidas de cartas, que se permiten el íntimo pecado de la gula junto al sacerdote de la parroquia y algún otro despistado, mientras dan cuenta de unos buenos tazones de chocolate humeante con picatostes o con pastas y van adormeciéndose en una languidez de vida consumada, inútil en parte y casi gratuita. Los veo entregados a la lujuria permitida de un líquido espeso, dulce y reparador y me digo que tal vez sea cierta la especie tan común de que el chocolate sustituye al sexo.         Aunque ustedes y yo sabemos que no existe punto de comparación.


                           

miércoles, 17 de octubre de 2012


LA INOCENCIA DEL SUEÑO



Reconozco que he perdido la inocencia del sueño y que nunca imaginé que llegaría este momento. En realidad, hace algunos años que viene sucediéndome. Me acueste a la hora que me acueste, rara vez me despierto más tarde de las ocho y ya no vuelvo a conciliar el sueño, salvo la media hora de siesta después de comer.
            Es posible que entre esos primitivos traumas que te concede la infancia para siempre se encuentre el horror a madrugar, si aquello era madrugar, cada mañana para ir a la escuela, aunque mi madre me acostaba muy pronto en previsión por el disgusto del día siguiente. Imaginaba yo entonces que llegaría un día en que se me iba a permitir quedarme en la cama hasta la hora de la comida o más tarde y que cesaría, al fin, esa costumbre cruel de despojarme de una felicidad infinita cada jornada, de una forma invariable, a manos de una madre buena pero inflexible, que solía decirme: arriba, hijo, que ya es la hora. Los sábados y los domingos eran fiesta, sobre todo, porque no debía levantarme temprano y porque mi madre o mi abuelo entraban a mi dormitorio para regalarme los oídos y decirme que me tapara bien, que hacía frío, que había nevado, y que podía seguir durmiendo. Aquellas mañanas constituían una maratón del sueño, casi por etapas, porque recuerdo que me despertaba y volvía a dormirme en varias ocasiones y que era consciente de que me pertenecía toda la mañana y de que no haría otra cosa que disfrutar del calor de las sábanas y de las mantas, del color del nuevo día en la ventana y de los rumores de la casa, de mi madre faenando en la cocina y de mi padre, un poco más ruidoso, subiendo y bajando las escaleras.
            La adolescencia no me procuró descanso alguno en este sentido, sino más bien todo lo contrario, porque mi nueva naturaleza necesitaba todas las horas del sueño y mis tareas de estudio o de trabajo en la huerta no siempre me las permitían. No fueron escasas las noches que pasé en vela estudiando ni los madrugones que me di para acudir al tajo. Ahora bien, también hubo noches de farra, noches de música y de copas que bordearon el amanecer o me sorprendieron con las primeras luces de camino a mi casa de El Castillo, exhausto y feliz de pillar lo más pronto posible la cama. Aquellos días me levantaba para sentarme a la mesa, donde ya estaba mi familia esperándome para comer. 
            Por aquel tiempo dormir como una marmota suponía un ejercicio tan natural como la respiración misma. Apuraba cada mañana el momento en que debía levantarme y, casi sin desayunar ni lavarme la cara, me iba a clase, a Caravaca en la etapa del Bachillerato, o a la Facultad durante mi estancia de estudiante en Murcia.  En esa época uno comía y dormía a impulsos, para ir sobreviviendo, sin paladear demasiado la comida ni la bebida ni organizar en exceso las horas del sueño y del estudio. En algún momento la vida se me puso patas arriba, pues estudiaba por la noche hasta las cinco de la madrugada, y dormía hasta la una o las dos de la tarde. Recién levantado, no me apetecía comer y me hallaba como extraviado en un laberinto de luces y de sombras, de tardes radiantes y noches demasiado oscuras, aturdido por la desazón de no encontrar un punto fijo, un orden establecido, un equilibrio necesario. Es posible que entonces tampoco me hiciera falta, porque hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra, y aquellos años eran un verdadero campo de batalla.
            No logré estabilizar mi ritmo de sueño hasta que salí de La Arrixaca en el año 96. Había pasado dos meses y medio en una cama casi agonizante, con mi mujer a mi lado día y noche, y en una perpetua duermevela semiconsciente. Por fortuna, no había olvidado nada ni a nadie, pero algunas cosas en mi existencia habían cambiado para siempre. Entre ellas, el sueño y sus muchos secretos.
            Ya en mi casa de Murcia, abría los ojos cada mañana antes de las ocho y me decía que estaba vivo y con todas mis facultades, que a mi lado dormía mi mujer y que todo parecía estar en su sitio. Mentiría si dijese que sentí miedo en algún momento. Esa parte la padeció ella y no creo que pueda olvidarlo nunca.
            Durante algunos meses, incluso años, me vigilé a la búsqueda de los posibles cambios que se hubieran operado en mí tras la enfermedad. Volví a dar clase, me doctoré con brillantez, tuve dos hijos, escribí una docena de obras, gané una cátedra y una plaza en la universidad, leí cientos de libros. Todo parecía haber vuelto a su cauce natural.
            Pero cada mañana, antes de las ocho, una mano misteriosa e invisible me abría los párpados y no me dejaba seguir durmiendo. Supuse que las cosas ya no volverían a ser lo mismo, que había madurado y  no necesitaba tantas horas de cama, pero recordé aquellos años desvanecidos de la infancia, de la adolescencia y de la juventud, el sueño como un don y la cama como un paraíso, y supe que los había perdido, por desgracia, para siempre.  


                                   

domingo, 7 de octubre de 2012


SERIES DE NUESTRA VIDA


Mi generación creció con El virginiano, La mula Francis o Los camioneros, literalmente pegados a una pequeña pantalla convexa de un viejo televisor en blanco y negro, que tapábamos con un tapete rojo, cuando se extinguían las últimas imágenes del día, a eso de la medianoche, y sobre el que se colocaba a menudo un toro y una bailarina sevillana.
            Han sido muchas las series, españolas y foráneas, que se han emitido en estos últimos cuarenta años, pero algunas dejaron su impronta con más intensidad que otras, aunque por aquellos días no contábamos más que con una cadena y este detalle facilitaba bastante el éxito de la mayoría por muy mediocres que fueran.
            Hoy no sabríamos determinar la calidad de algunas de ellas, porque ya pertenecen a nuestra memoria sentimental y seguiremos recordándolas por el tiempo en que se cruzaron en nuestras vidas más que por el acabado del producto y la transcendencia de la fábula. Yo creo que nadie negaría un lugar de privilegio a Curro Jiménez, el valeroso bandolero, que igual desfacía entuertos decimonónicos en una Andalucía de leyenda, resolvía venganzas personales, asaltaba a los ricos, protegía a los débiles o luchaba con verdadero patriotismo contra los gabachos, para mayor vergüenza y escarnio de aquellos Borbones cobardes que huyeron abandonando a su suerte a todo un pueblo. De América nos vino en los años setenta  Starsky & Hutch, que inauguraría una etapa gloriosa de detectives y policías televisivos con los que seguiríamos solazándonos durante un par de décadas.
            La casa de la pradera marcó un hito de difícil superación. Tal vez nos pillara algo tontorrones, sensibles en exceso o de ánimo decaído, pero el caso es que lloramos tanto en aquellas tardes de sábado, eunida la familia en torno a las vicisitudes de otra familia, compuesta eso sí por hijas modelo, padres modelo y amigos modelo en el Medio Oeste de los heroicos pioneros americanos, mientras nos hacían comulgar con una soberbia moralina de carácter tan cursi como falso; a nosotros, que éramos hijos y nietos de una posguerra gazmoña y santurrona. En esa línea estuvieron, asimismo, Marco y Heidi, solo que en versión de dibujos animados, aunque nos daba lo mismo. Estábamos por aceptar cualquier cosa, el bodrio más calamitoso o la sandez más palmaria, y volvimos a llorar como magdalenas, porque se moría el abuelo o Clara tornaba a andar o Marco no encontraba a su madre y al fin sí la encontraba.
            Reconozco que nunca hicimos distinciones entre los productos nacionales y las series de fabricación extranjera. Eran, desde luego, diferentes, pero nosotros no íbamos a perder ni una sola oportunidad delante de aquel nuevo mundo, al que los remilgados de prosapia intelectual terminaron llamando la caja tonta y los progres de la izquierda ilustrada denostaron con inquina inquisitorial. Tal vez nadie caía en la cuenta de que cualquiera podía apretar un botón y mandarlo todo al cuerno con la más absoluta libertad.
            Verano azul nos cogió a algunos al comienzo de nuestro primer curso universitario, hombres hechos y derechos que regresaban antes que a una infancia imposible, al deseo de lo que otros sí disfrutaron. Las peripecias de aquellos muchachos distaban mucho de nuestras gamberradas en el barrio, entre otras cosas, porque nosotros apenas habíamos visto el mar, nunca tomábamos vacaciones y no salíamos durante todo el  verano de las calles de siempre, salvo para ayudar a nuestro padre en las faenas del campo. A pesar de la evidente ñoñería de los personajes y de los argumentos, de la factura no demasiado redonda de todo el entramado televisivo, de la simpleza con que eran abordados algunos problemas de la época, la serie se convirtió de forma misteriosa en un referente  y así ha quedado hasta nuestros días, con momentos estelares que apenas hemos superado con dificultad y que aún llevamos en nuestra herencia emocional, como la inefable muerte de Chanquete o la rebelión de los muchachos contra las fuerzas públicas que pretendían desalojar el barco y residencia del viejo marinero, que, como no podía ser menos, sujetaba  una pipa en los labios y tocaba de vez en cuando un vetusto acordeón. ¡Hay quién dé más tópicos!
            Pero todos caímos en la trampa y sobre el mes de diciembre asistimos impresionados, uno de aquellos domingos por la tarde antes de ponernos a estudiar, a un hiperbólico final del verano, con la mejor banda sonora posible, la del Dúo Dinámico, y no tuvimos más remedio que derrumbarnos del todo. Habíamos sucumbido a la nostalgia y a su veneno, a los deseos incumplidos y a la pérdida cercana de la adolescencia, a la añoranza del verano próximo y al anhelo de una vida que no tuvimos nunca.
            Tendría que aparecer Cuéntame cómo pasó en 2001 para que todo lo anterior acabara por difuminarse casi. Han sido más de diez años de esa humilde intrahistoria de la Transición política española narrada con eficacia y buen ritmo, sentido del humor, acierto documental e histórico e incluso brillantez interpretativa. Todos ellos son nosotros en alguna forma, siempre un tanto exagerados como mandan los cánones de la ficción popular, pero identificables, laboriosos como el país que fuimos en aquellos años, ingenuos, contradictorios, estúpidos, perdedores y triunfadores que emergían de una mala época y, sin embargo, tiraban palante como si nada.
            ¡Que Dios nos coja confesados cuando se acabe esta última serie de nuestra vida! Nos va a parecer que ocupamos un vacío insoportable y que el televisor es un objeto mudo como una piedra.
            Hasta es posible que, aburridos al cabo, elijamos un libro al azar y lo abramos por cualquier página, aunque no creo que nos rindamos a la tentación de su lectura. ¡Estaría bueno!


                                               

domingo, 30 de septiembre de 2012


LIBROS DE TEXTO


A principios de curso los maestros nos daban la lista de los libros y mis padres me los compraban en alguna de las dos únicas librerías de Moratalla, que ya se habían provisto del material conveniente, como correspondía a la temporada escolar. Luego, en un ejercicio de nostalgia irremediable, los he ido hojeando en la casa de mis padres, polvorientos pero todavía útiles, porque teníamos la precaución de forrarlos con plástico, metidos en grandes arcones junto con libretas y carpetas de apuntes, y he visto el precio marcado en la primera página. Manuales de geografía e historia, de lengua y literatura, de matemáticas, de física y química, de dibujo, de religión y hasta de deporte; cientos de páginas en vano, inservibles, excesivas e inutilizadas durante los años para los que fueron adquiridas, pues nunca, que yo recuerde, se abrió en clase el libro de matemáticas o el de física y química, sino que el maestro en la escuela o el profesor en el instituto impartía unos pocos apuntes y sobre esa base teórica íbamos realizando los ejercicios que, con otros datos pero con idénticos planteamientos, saldrían en los exámenes en su día.
            No recuerdo haber abierto nunca el libro de dibujo o expresión plástica y, menos aún, el de educación física, aunque los maestros insistían, porque las normas escolares eran claras en esto, que los alumnos los llevaran a clase como se lleva un objeto de culto al que veneramos pero del que lo desconocemos casi todo.
            En Caravaca, mientras estudiábamos BUP y COU ocurría otro tanto, pero jamás escuché a mis padres quejarse por este excesivo desembolso anual, antes al contrario, el modo más directo y sencillo de obtener un poco de liquidez en aquellos años de precariedad económica constituía precisamente en solicitarles la cantidad necesaria para hacerme con un libro imprescindible, para realizar unas fotocopias o para cualquier otra clase de gastos de índole escolar o universitaria. Mis padres nunca me negaron el dinero para esos gastos, tal vez porque intuían que eran casi sagrados y que en un futuro no muy lejano me resolverían la vida y, de paso, me harían más feliz y más fuerte. Era una especie de inversión a medio o largo plazo, cuyo beneficiario sería yo y, de paso, también ellos.
            Ahora yacen en el fondo de las arcas y de los grandes cajones de cartón aquellos libros de texto que se correspondían con cada una de las materias, pero que no siempre fueron indispensables, porque al maestro o al profesor, como nos sucede a mi esposa y a mí, no les hacía falta para llevar a cabo su tarea con éxito más que una pizarra y toda la atención y las ganas de aprender de sus alumnos para enseñarles lo necesario que incluyen los programas de cada curso. De hecho, durante el servicio militar, una vez había pasado el periodo de instrucción, les di clase por las tardes a unos grupos de soldados que no tenían la titulación básica, lo que por entonces era el certificado o el graduado escolar, y para ello no necesité programas, libros de texto, unidades didácticas ni otras zarandajas pedagógicas para las que ni ellos ni yo teníamos tiempo. De vez en cuando venían los inspectores y los examinaban en el vasto comedor del regimiento.
            La mejor prueba de que muchos de ellos aprobaron, obtuvieron su diploma y sacaron algún beneficio de aquel tiempo muerto de guardias aburridas, de cuarteles malolientes y de ranchos abominables fue que, de vez en cuando, en los bares o discotecas de los alrededores, los camareros no me dejaban pagar una copa o una cerveza, porque alguien, un individuo anónimo y agradecido ya lo había hecho antes por mí.
            Es verdad que los libros de texto son muy caros, que para colmo ahora se les aplica un impuesto mayor que al resto de los libros, como si fuesen un artículo de lujo, que no hemos logrado racionalizar su uso, para que al menos durante bastantes años sirvan, cuidándolos debidamente como los cuidábamos nosotros, para algunas generaciones de estudiantes y que los euros que se ahorren los gasten, como yo les suelo aconsejar, en buenos títulos de literatura, en novelas, poemarios y obras de teatro de nuestros clásicos castellanos, antiguos o modernos, pues que estos no pasarán nunca de moda y, al menos, podremos colocarlos en los aparadores o en las estanterías como un signo de distinción cultural.
            No resulta tan baladí la relación directa entre el índice cultural y el índice del paro en nuestras comunidades autónomas o en los países de nuestro entorno. Alguien podría preguntarse de manera inocente qué tendrá que ver la lectura del Quijote o de los poemas de García Lorca con el desarrollo industrial o con la crisis que nos ahoga. Quizás habría que preguntarles a los alemanes, que no solo estudian ingeniería, sino que leen de una forma concienzuda a sus escritores, escuchan a sus músicos y se sienten orgullosos de ser un pueblo grande y culto.
            Lo cierto es que hay menos desempleo entre los más preparados y que son ellos, a buen seguro, los que gobernarán en un futuro próximo el mundo.   


                                  

domingo, 23 de septiembre de 2012


EL DESEO ES VIDA

No solo no están de moda los celos hoy, sino que son incluso perjudiciales para la salud, políticamente incorrectos, pasados de moda y peligrosos en la esfera social; aquéllos que los sufren acaban siendo sospechosos de maltrato, porque inquirirle a una mujer por una determinada o probable infidelidad sentimental, por muchas pruebas que el individuo posea, es el principio de las desavenencias, los gritos y, en algunos casos, los golpes de carácter mortal.  Tengo, a veces, la impresión de que a los hombres se nos está criminalizando por el único motivo de serlo y eso es, en estos tiempos, una discriminación de género en toda regla. Debemos estar pendientes de nuestras palabras y de nuestros gestos, porque en ellos podría estar larvado el germen del mal.
            Cada mañana me miro al espejo y me digo que tal vez detrás de ese rostro sereno y bonancible se halle la sombra de un criminal en toda regla, de un torturador de mujeres, agazapado, oculto en una existencia apacible y en una identidad honorable.
            Escribo esto, porque yo he sido celoso toda la vida, y en estos días debo callar mi condición torcida y mi índole perversa. Por fortuna, no tengo motivos para recelar de mi esposa, pero los celos se han engendrado siempre en la irracionalidad, en la mera fantasía, y el celoso, a veces, se ha recreado en su propio disgusto imaginando lo que no tenía entidad alguna. Entonces, ha hecho preguntas a su compañera y ha indagado acerca de sus actividades fuera de su alcance, en las horas de asueto, en el trabajo o en cualquier otro ámbito extraño a los minutos compartidos, e incluso, ha supuesto escenas imposibles e inciertas.
            La compañera le ha afeado su falta de confianza, ha dado todo tipo de explicaciones, ha montado en cólera y lo ha mandado a freír espárragos, porque los celos lindan con el insulto y quien los padece debe controlar su brío, tornarse razonable y entender que no todos los hombres del mundo pretenden a su chica, una guapa cuarentona que bordea la esfera de los cincuenta, y que ella, a su vez, no está por la labor de darse al primero hombre que se le insinúe (ni al último tampoco).
            De muchachos y de más jóvenes, protestábamos por una mirada furtiva, por la atención especial que nuestra novia ponía en las palabras de otro amigo, por las horas en blanco sin ella, de las que nada sabíamos, por un sinfín de idioteces, a la postre, que sólo nos hacían sufrir a nosotros y a ellas. Nacía todo, desde luego, de un brutal sentimiento de posesión animal, y nada a nuestro alrededor nos sacaba de nuestro yerro, porque la literatura, el cine y la moral de la calle justificaban cualquier desmán en el nombre de esa pasión oscura que ha devenido plaga sanguinaria en estos últimos años.
            La maté porque era mía rezaba aquella copla salvaje e inhumana, pero aun las leyes permitían la atenuante de la pasión en un caso de homicidio, y las mujeres, sobre todo ellas, porque nosotros no hemos corrido peligro casi nunca, seguían manteniendo la herencia áurea de la honra del hombre, que en los viejos siglos se defendía con la punta de la espada y en un duelo a muerte.
            Y, sin embargo, desear el cuerpo y el alma de una mujer y  negarse a compartirlos con nadie es tan antiguo como el ser humano; hasta tal punto que constituye casi la prueba del nueve del verdadero amor, excluido el cariño infinito a los hijos y otros aprecios familiares. Acaso la naturaleza nos impele a buscar a la mujer para engendrar a los vástagos, a los que, sin embargo, no tenemos más remedio que dejarlos ir en algún momento. Algunos animales comparten sus parejas sin prejuicio alguno. Un gallo cumple con su labor solo en un gallinero de varias gallinas, del mismo modo un carnero o un macho cabrío o un toro, como si el asunto de la lealtad entre ellos no tuviese la menor importancia.
            Entre nosotros, todo resulta un poco más complicado. Elegimos a una mujer o una mujer nos elige a nosotros, (pues de este modo es como suele ocurrir con más frecuencia) y si ella nos gusta, un lazo especial nos une durante mucho tiempo, en ocasiones para siempre, y ese mismo lazo nos ata a la obligación de no darnos a nadie como nos damos entre nosotros, al privilegio de formar un vínculo casi sagrado, aunque nada tenga que ver Dios con esto,  y al orgullo de que alguien nos pertenezca y de que nosotros pertenezcamos a alguien.
            Cuando yo era un crío mi abuelo Pascual, que andaba a sus ochenta años enamorado aún de mi abuela María, y así se lo hacía saber en las latgas tardes de invierno frente a la chimenea, solía advertirme con sus mejores formas que una mujer era sagrada y que un hombre no debía hacerle daño nunca, si era un  verdadero hombre. De este modo pensábamos en el barrio del Castillo la mayoría. Los hombres podrían ser brutos y celosos, pero se vestían por los pies y respetaban a las mujeres, que eran la vida misma, el alma de la casa y la dulzura. Los otros, que también había alguno, no pasaban de ser unos desgraciados hijos de su madre con los que apenas nos tratábamos.
            Nos hallamos en estos años confusos y conturbados por la violencia creciente, de lo contrario seguiríamos apegados a unas pocas emociones que nos unen aún a nuestro origen. Y no deberíamos avergonzarnos de sentir celos (o celo, mejor todavía) por la mujer que comparte nuestra existencia, o por el hombre. Sólo el deseo promueve y justifica esta desazón. Y el deseo es vida.

                                   

lunes, 17 de septiembre de 2012


FELIZ CUMPLEAÑOS


Hace apenas unos meses me cayeron, como si nada, cincuenta años de golpe y en vez de deprimirme, que tan de moda ha estado siempre entre la gente bien y con posibles, me dije en un momento de lucidez extrema que había tenido suerte de llegar tan lejos, de alcanzar cinco décadas o medio siglo y continuar respirando como si tal cosa después de un par de enfermedades mortales y no pocas vicisitudes. No hice examen de conciencia ni nada, me limité a acudir a mi trabajo, recibí las felicitaciones y los regalos de mi familia, contesté a las docenas de mensajes que albergaba mi correo electrónico y pasé un día como cualquier otro.
            Se suceden los años y uno se pregunta si han merecido la pena: el esfuerzo duro desde niño, las estrecheces, los sueños, que, por fortuna, vienen cumpliéndose hasta hoy, la mayoría al menos, el dolor inexcusable, la miseria cotidiana y gris del transcurso de las horas, tan lento en ocasiones, tan veloz cuando intentamos detenerlo, los amores correspondidos, los deseos insatisfechos, pero los hijos ya espigados, por fortuna, sanos e inteligentes, el trabajo seguro y la pasión pertinaz de leer y escribir a pesar de todo para ser con más fuerza, para vivir más que nadie, para sentir de manera más intensa.
            Ya no puedo aducir aquello de cincuenta años no es nada, porque ésa es una cantinela para los veinte y ya me hallo muy lejos de aquella antesala al paraíso, cuando todo parecía al alcance de mis manos y, en cambio, todavía nada había ocurrido definitivamente.
            Echar la vista atrás no implica necesariamente elegir la tristeza como única compañera, porque yo sigo creyendo que lo mejor está aún por venir, que el trabajo me aguarda sorpresas inesperadas y que no he escrito aún mi mejor libro ni lo he leído tampoco.
            El futuro son también y sobre todo mis hijos, y su ventura es mi ventura de ahora en adelante, porque cada uno de sus triunfos, aun los más humildes, esos flamantes sobresalientes que traen a casa desde el instituto o los premios que ganan en diversos concursos escolares, me pertenece tanto como si fueran míos.
            Tengo cincuenta años y hace treinta no hubiese imaginado ni por un minuto que yo sería éste que escribe frente a la pantalla de un ordenador, acaba de publicar su última obra y mantiene un puñado de sueños intactos y algunas convicciones con las que no transijo todavía.
            Me encanta el buen cine, casi toda la música, pero mejor si es de calidad, las mujeres guapas e inteligentes y los amigos nobles y de toda la vida. Me gustan las corridas de toros, la playa en verano y el monte en invierno; no me hace gracia la paella de los domingos, pero echo de menos aquella extraordinaria ensalada de alubias que cocinaba mi madre y que ya no puede hacer mi mujer, porque no soy capaz de digerirla. No bebo apenas ni tomo café de bar, pero una copa de vino tinto en invierno o de blanco helado en verano es un privilegio que no he perdido aún, y cada día, haga frío o calor, me pido un café granizado con una chispa  de leche preparada en Chambi, al inicio de la avenida Alfonso X de Murcia, la mejor heladería que conozco, sin duda, y me lo voy bebiendo lentamente sentado a la mesa de mi trabajo o en el escritorio de mi casa.
            Vuelvo a Moratalla cada vez que puedo y veo a mis amigos de siempre, con los que parece que haya dejado de jugar a la bola o al zompo hace apenas unas horas; cruzo la Calle Mayor, consternado porque ya no es la calle señorial, limpia y con prosapia que  recuerdo, llego hasta la Plaza de la Iglesia y me asomo estremecido a la balconada sobre la huerta y el monte. Me reconozco en cada uno de estos tramos, en la cuesta empinada que subo por el viejo callejón de siempre por donde tantas veces subió mi madre cargada con las capazas del mercado, y en el Patio del Campanario hago una pequeña pausa y rememoro el olor de las tardes de otoño, las alhábegas y los claveles plantados en los tiestos de un rincón cualquiera, mientras damos patadas a una pelota de plástico y las mujeres nos increpan porque temen que de un momento a otro les rompamos un cristal o una de sus macetas entrañables; oigo la algarabía de los muchachos y las muchachas jugando sobre el piso de tierra, a la sombra de la casona derruida y majestuosa de don Faustino  y convengo en que el tiempo ha pasado demasiado rápido.
            ¡Feliz cumpleaños!, me digo a mí mismo con el mejor ánimo, y a otra cosa.