domingo, 18 de noviembre de 2012


LA BUENA LETRA



Parece paradójica, en alguna medida, la importancia que se le daba entonces a la buena letra, aunque ni los médicos ni los notarios ni otros destacados personajes de la pluma hicieran alarde de ello, sino más bien todo lo contrario. En cambio, a los escolares se nos machacaba con aquellos cuadernillos de caligrafía, que fueron la pesadilla de mi infancia, porque nunca tuve aptitudes ni temple para la escritura legible ni para ir más allá de un simple monigote en las clases de dibujo. Luego, la Universidad, las prisas por tomar los apuntes, se encargaría de malograr del todo la escasa pulcritud de mis notas manuscritas y, hoy por hoy, debo dar gracias al ordenador cada día, porque me permite comunicarme, escribir y entender sin problemas mis propios textos. Atrás quedaron los esfuerzos infructuosos por enderezar mi pulso y la escritura de tantos   colegiales, cuya imagen defectuosa ya suponía una merma del talento en el alumno y, al contrario, cuya claridad, limpieza y legibilidad lo encumbraban a lo más alto del escalafón escolar.
            A todos se nos distribuía de un modo imaginario, en dos grandes grupos: los que leían y escribían bien (entendiendo por escritura la mera caligrafía) y el resto, los que debían repetir en voz alta hasta la extenuación las páginas de signos anchos e infantiles y rellenar un sinnúmero de fichas de escritura, intentando que los caracteres y las palabras entrasen en el espacio en blanco que dejaban las dos líneas preceptivas del renglón. Yo fui un lector excelente y un amanuense nefasto.
            Copiábamos durante horas y días frases y palabras que no tenían un sentido claro, superficiales y baladíes, con el único objetivo de corregir los palitos de la te, de la de o de la efe, o perfeccionar los círculos de las oes y rematar con cierta gracia el rabito de las aes. La máxima era saber hacer una o con un palote para empezar, porque nuestros abuelos y, a veces también, nuestros padres, no habían pasado del tomate y no conocían bien las cuatro reglas.
            En concreto, algunos se habían conformado con aprender a firmar, que básicamente se reducía a un garabato ininteligible, pero que los exoneraba de la humillación de pedir una almohadilla entintada para manchar el dedo pulgar y estampar la huella  al pie de un documento cualquiera.
            Despacito y buena letra nos sermoneaban en la escuela con tesón,  y así ha quedado como una sentencia de nuestra propia vida y de aquel tiempo, aunque las referencias grafológicas hayan prescrito, porque los flamantes procesadores de textos incluyen centenares de de tipos gráficos de una forma automática y, por fortuna, hemos dado al olvido los viejos cartapacios caligráficos, más propios de los copistas medievales que de nuestros modernos intereses y exigencias.
            En cualquier caso, no puedo olvidar mi angustia de aquellos años por el aspecto de mis cuadernos, de líneas desequilibradas, párrafos sin forma e intrincadas expresiones que ni yo mismo era capaz de desvelar, y el disgusto de mi padre por el descuido de mis libretas, que presagiaba, sin lugar a dudas, la catástrofe final de mis estudios.
            Y, sin embargo, albergaba yo la sospecha, casi la certidumbre, ya entonces, de que la forma externa del mensaje no era lo definitorio ni lo más importante de cualquier texto, que lo decisivo estaba en el interior, en las ideas, en el acierto con que hubiesen sido formuladas y en el arte que exhibían. Hoy puede parecer una obviedad, pero les aseguro que en aquellos años no lo era, porque, entre otras muchas brutalidades, la letra entraba con sangre y todo se hacía al pie de la letra.
            Ejércitos de escolares se aplicaban en la estúpida labor de componer su letra de acuerdo a unas normas oficiales, como si se estuviesen afirmando en aquel pensamiento único del que se disfrutó en este país durante algunas décadas. En aquellos días escribir bien o escribir bonito, como solían hacerlo las niñas en los colegios religiosos de pago, era nuestra única ambición intelectual, nuestra mayor ambición en el ámbito cultural.
            Luego llegarían las máquinas de escribir y los primeros ordenadores, y Franco no tendría más remedio que morirse para dar paso a los nuevos aires y a las modernas impresoras.
            Hace muchos años que mi letra puede leerse sin problema alguno en un puñado de libros que andan por algunas librerías firmados por mí.           



                                             

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