Parece paradójica, en alguna
medida, la importancia que se le daba entonces a la buena letra, aunque ni los
médicos ni los notarios ni otros destacados personajes de la pluma hicieran
alarde de ello, sino más bien todo lo contrario. En cambio, a los escolares se
nos machacaba con aquellos cuadernillos de caligrafía, que fueron la pesadilla
de mi infancia, porque nunca tuve aptitudes ni temple para la escritura legible
ni para ir más allá de un simple monigote en las clases de dibujo. Luego, la Universidad , las prisas por
tomar los apuntes, se encargaría de malograr del todo la escasa pulcritud de
mis notas manuscritas y, hoy por hoy, debo dar gracias al ordenador cada día,
porque me permite comunicarme, escribir y entender sin problemas mis propios
textos. Atrás quedaron los esfuerzos infructuosos por enderezar mi pulso y la
escritura de tantos colegiales, cuya
imagen defectuosa ya suponía una merma del talento en el alumno y, al
contrario, cuya claridad, limpieza y legibilidad lo encumbraban a lo más alto
del escalafón escolar.
A
todos se nos distribuía de un modo imaginario, en dos grandes grupos: los que
leían y escribían bien (entendiendo por escritura la mera caligrafía) y el
resto, los que debían repetir en voz alta hasta la extenuación las páginas de signos
anchos e infantiles y rellenar un sinnúmero de fichas de escritura, intentando
que los caracteres y las palabras entrasen en el espacio en blanco que dejaban
las dos líneas preceptivas del renglón. Yo fui un lector excelente y un amanuense
nefasto.
Copiábamos
durante horas y días frases y palabras que no tenían un sentido claro,
superficiales y baladíes, con el único objetivo de corregir los palitos de la
te, de la de o de la efe, o perfeccionar los círculos de las oes y rematar con
cierta gracia el rabito de las aes. La máxima era saber hacer una o con un palote para empezar, porque nuestros
abuelos y, a veces también, nuestros padres, no habían pasado del tomate y no conocían bien las cuatro reglas.
En
concreto, algunos se habían conformado con aprender a firmar, que básicamente
se reducía a un garabato ininteligible, pero que los exoneraba de la
humillación de pedir una almohadilla entintada para manchar el dedo pulgar y
estampar la huella al pie de un
documento cualquiera.
Despacito y buena letra nos sermoneaban
en la escuela con tesón, y así ha
quedado como una sentencia de nuestra propia vida y de aquel tiempo, aunque las
referencias grafológicas hayan prescrito, porque los flamantes procesadores de
textos incluyen centenares de de tipos gráficos de una forma automática y, por
fortuna, hemos dado al olvido los viejos cartapacios caligráficos, más propios
de los copistas medievales que de nuestros modernos intereses y exigencias.
En
cualquier caso, no puedo olvidar mi angustia de aquellos años por el aspecto de
mis cuadernos, de líneas desequilibradas, párrafos sin forma e intrincadas
expresiones que ni yo mismo era capaz de desvelar, y el disgusto de mi padre
por el descuido de mis libretas, que presagiaba, sin lugar a dudas, la
catástrofe final de mis estudios.
Y,
sin embargo, albergaba yo la sospecha, casi la certidumbre, ya entonces, de que
la forma externa del mensaje no era lo definitorio ni lo más importante de
cualquier texto, que lo decisivo estaba en el interior, en las ideas, en el
acierto con que hubiesen sido formuladas y en el arte que exhibían. Hoy puede
parecer una obviedad, pero les aseguro que en aquellos años no lo era, porque,
entre otras muchas brutalidades, la letra entraba con sangre y todo se hacía al
pie de la letra.
Ejércitos
de escolares se aplicaban en la estúpida labor de componer su letra de acuerdo
a unas normas oficiales, como si se estuviesen afirmando en aquel pensamiento
único del que se disfrutó en este
país durante algunas décadas. En aquellos días escribir bien o escribir bonito,
como solían hacerlo las niñas en los colegios religiosos de pago, era nuestra
única ambición intelectual, nuestra mayor ambición en el ámbito cultural.
Luego
llegarían las máquinas de escribir y los primeros ordenadores, y Franco no
tendría más remedio que morirse para dar paso a los nuevos aires y a las
modernas impresoras.
Hace
muchos años que mi letra puede leerse sin problema alguno en un puñado de
libros que andan por algunas librerías firmados por mí.
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