HUEVOS
Un huevo, cualquier huevo, es un milagro
de la naturaleza, y el enigma del origen de la vida. Fritos, escalfados,
cocidos, pasados por agua, en tortilla, en un consomé o en la ensalada, no
existe otro alimento por el que más inclinación siento y por el que siempre he
tenido una preferencia particular. Mi madre los cocinaba recién puestos, porque
en mi casa teníamos gallinas y mi mujer los compra todavía hoy frescos, gracias a una vieja amiga que se los
consigue en el pueblo como un regalo.
En
este país le hemos dado siempre mejor uso gastronómico a este producto culinario que en ninguna otra parte. De
manera que rechazamos ese estúpido batiburrillo, propio de quien no ha
alcanzado aún los secretos de la comida, al que los americanos denominan huevos
revueltos, y, bien caliente el aceite de la sartén, los cascamos, uno en cada
mano, y los depositamos en el recipiente para que se frían rápido, cuidándonos
de que la yema no cuaje del todo y de que la clara exterior dibuje una suerte
de perfil estrellado o puntillas, una filigrana para el paladar y para la
vista. Luego, si nos apetece, podemos acompañarlos de un par de chorizos de la
última matanza o de algún trozo de lomo de orza en adobo. Esto es respetar el
alimento que vamos a comer como si se tratara de algo sagrado, lo otro es una
gamberrada de cocinero torpe y perdido entre los fogones, que debiera ser
perseguida por la ley como un delito más.
También
una tortilla francesa es una simpleza, impropia de quienes vienen haciendo
alarde desde hace siglos de un extraordinario conocimiento en el arte de la
cocina y de ser los mejores chefs del mundo. Nosotros seleccionamos las
patatas, blancas y medianas, las pelamos y las cortamos a rodajas o a
cuadraditos, que freímos sin prisa pero evitando que se nos quemen. Luego,
apartamos el aceite sobrante y vertemos sobre ellas los huevos previamente
batidos.
Una
tortilla de patatas, o una tortilla de patatas con cebolla, esponjosa y
fragante, calada y tierna a un tiempo, constituye un manjar en toda regla, sobre
todo si tu madre o tu esposa te la han puesto en un bocadillo de pan recién
horneado. Nada de sándwich ni
hamburguesas de plástico, de grasientos y sospechosos contenidos sin
identificar.
Pero
un huevo, hervido durante unos pocos minutos y colocado en su pequeño pedestal
de loza, abierto con maña por la parte
superior, enriquecido con un poco de aceite de oliva y unos granos de sal y
mojado con una sopa diminuta que insertamos en la punta de una navaja nos trae,
sin duda, la añoranza de las antiguas cenas campesinas y el sabor entrañable de
las meriendas que nuestra madre nos
obligaba a tomar sentados a una pequeña mesa, mientras con sus propias manos,
manos de madre buena, de cocinera insustituible, de centinela perpetua, nos iba
dando junto con unos cachos de tomate partido y unas pocas olivas negras.
Hay
quien insiste en la martingala de que los huevos perjudican el buen
funcionamiento del hígado, tal vez, porque cualquier cosa en dosis
extremas, deviene perjudicial
forzosamente. Los extranjeros nos han habituado a esos desayunos casi de
madrugada con un exceso de bacon, que nosotros denominamos con más gracia y
enjundia, tocino, con mantequilla, que no utilizamos apenas por fortuna, porque
tenemos el mejor y más saludable aceite vegetal del mundo y con un revuelto
ignominioso de huevos degradados por la constante tortura
del tenedor insolente, que machaca y descompone sin piedad la gracia de
la esencia primigenia.
Todavía
me acuerdo con agrado y hasta con un punto de envidia de aquellos huevos gigantes
de avestruz que veíamos en las películas de Tarzán y que solían despertarnos el
apetito. Al menos uno habría compartido de buena gana con ustedes cualquier
día.
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