VIENEN LAS ARTISTAS
En Moratalla, por aquel tiempo, Las artistas eran también una cosa de
hombres, como el veterano, los toros
y el tabaco de picadura. Tampoco es que hubiera demasiadas ocasiones de
esparcimiento, salvo los días de fiesta, los bares de siempre, las procesiones
en las fechas señaladas y el cine Trieta. Luego llegó la televisión y mucho de
todo esto cambió de una forma radical.
Los
muchachos, a la salida de la escuela,
veíamos los carteles con las escenas fotografiadas de las mujeres en paños
menores, entradas en carnes y en años, de aspecto vulgar, sin duda, y mirada
desafiante. Entonces apenas enseñaban nada, unos muslos opulentos oprimidos por
unas medias de fantasía, un pecho prominente dentro de un corsé apretado, el
rostro pintado y las pelucas rubias o pelirrojas como emblemas de una profesión
descarada y un tanto soez.
Luego
vendría el cine de destape y estas antiguallas pasarían de moda, como pasa todo.
Aunque la revista, como género teatral de variedades, tan español y tan castizo,
ha existido desde siempre y seguirá existiendo. Jóvenes guapas, de largas
piernas y físico deslumbrante interpretando melodías picantes, de doble
sentido, y bailes de un erotismo divertido y relajado. Todo depende, en
realidad, de lo bien hecha que esté la función, de la gracia de las mujeres, de
la destreza de los bailarines, el atrezzo, la coreografía, el vestuario, la
música y el decorado, entre otras muchas cosas.
Pero
lo que los hombres acudían a ver al cine Trieta no era lo que se estrenaba en
el Moulin Rouge de Paris o en el Paralelo de Barcelona precisamente. Viejas
estrellas cuya luz no había brillado nunca, ruinas de la edad hartas de rodar
por el mundo, mujeres expertas en el chiste fácil, en sacar a los hombres al
escenario y comprometerlos delante de
sus amigos y vecinos, en despachar las dos horas de la sesión con algunas
canciones macilentas, cantadas con voz ronca y desafinada y mucho contoneo de
cadera y de vientre para exaltar los instintos de un público trabajador y ajeno a los secretos del arte
escénico.
Eran
artistas, en realidad, porque bailaban y cantaban, aunque bailasen y cantasen
de un modo deprimente, porque eran altas y mostraban mucha carne, aunque no
estuviera proporcionada y constituyese la decadencia de antiguos cuerpos de
baile que no habían llegado a más.
Recuerdo
que estábamos en el campo, trabajando en la recogida de cualquier fruto de
temporada y que uno de los hombres avisaba al resto de la venida de Las artistas y de su propósito de ir a
verlas aquella misma noche al teatro. Era todo un acontecimiento, tal vez un
acontecimiento chabacano y sórdido, una distracción de pueblo, un desahogo de
boina y garrota, en el que los hombres, hombres solos, gritarían palabras
gruesas y obscenidades a diosas de un olimpo pedestre y arrabalero.
La
música aflamencada, las contorsiones atrevidas de las mujeres, los comentarios
de evidente sentido lascivo y la oscuridad de la sala iban calentando de un
modo paulatino a un respetable ávido de emociones voluptuosas y de gestos
concupiscentes.
Ellas
venían de lejos y cumplían con una tournée de fondas de tercera y ventas
apartadas, de amores entrevistos en el último segundo de la vigilia, porque
alguna vez alguien les dijo una palabra amable y un comentario cortés. Un
rostro viril iba siempre con las mujeres, además de una parafernalia de
vírgenes e imágenes sagradas, la cara de un hombre que pudo haberse casado con
alguna de las artistas o habérselo pedido, al menos, si no fuera porque todos
aquellos hombres, que rugían en el patio de butacas y en el gallinero como un
enorme animal de rapiña, estaban ya casados. Los solteros no solían ir nunca a estas cosas. Ni falta que les hacía.
El
cine Trieta se llenaba de individuos dispuestos a sentir las turbulencias de la
carne, con la aquiescencia incluso de sus esposas, como un deber, un cometido,
una convocatoria ineludible, en la que se reconocían los de siempre, los
alborotadores, los maledicientes, los arrojados, los echaos palante, los que no dudaban en salir al escenario, cuando la
primera vedette así lo requería, ni abrazarla delante de todo el mundo o
agachar la testuz cuando la mujer les afeaba su comportamiento medio en broma,
medio en serio, o los escarnecía con un lenguaje a mitad de camino entre la
chanza y la canalla.
No
era una exhibición digna de encomio desde luego, aunque abundaban las risas,
los pitos, los pataleos y las palmas. Ni se parecía al teatro o a cualquier
otro genero de la representación, pero éste era un país singular y paradójico,
en el que había nacido Luis Buñuel, Juan Belmonte; Antonio Mairena o Machado y,
sin embargo, los que por aquel tiempo triunfaban eran Antonio del Amo, El
Cordobés, Lola Flores o José María Pemán.
Todavía
hoy seguimos confundiendo algunas cosas fundamentales, pero hace muchos años
que ya no vienen las artistas a
Moratalla y yo quiero creer que alguna sí logró su anhelo y vive de un modo
anónimo junto a su familia en una pequeña casa de un pueblo apartado, al
cuidado de sus hijos y de su marido.
A
veces sueña con un triunfo que estuvo a punto de conseguir en una edad lejana y
en un teatro imaginario de una gran ciudad y, por un segundo tan solo, le
brilla en los ojos una lágrima de entusiasmo y ternura.
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