EL REGALO DE LA TIERRA
Salir al monte a coger guíscanos constituye más que una costumbre, y en su tiempo, un modo de vida del pueblo
donde nací, un verdadero rito, al que nos entregamos tres amigos de toda la
vida en esta mañana húmeda de nubes altas, que preludia el invierno, pero que
mantiene aún la calidez de los últimos días de octubre. De cualquier forma no
somos hombres que se arredren ante el frío y estoy seguro de que también ellos,
como yo, han pasado los últimos días en un estado de excitación singular, el
mismo que me transmitieron mi abuelo y mi padre cada vez que anunciaban la
buena nueva de que iríamos a coger guíscanos a la sierra.
Como
siempre, nos lleva Diego en su coche y Paco y yo nos limitamos a admirar el
paisaje, que durante casi doscientos kilómetros será un bálsamo para la vista
y, a la vez, una continua sorpresa de macizos de granito, ramblas de vegetación
espesa, pequeñas lagunas, fuentes brotando al borde del camino y una luz
cenicienta que es la luz de la mañana de noviembre, en la que tres amigos se
reencuentran para volver a la infancia y a sus secretos compartidos. Vamos en
dirección a Elche de la Sierra, pero antes pasaremos por Mazuza, Férez y
Socovos, y, cuando alcancemos las estribaciones de Riópar, el paisaje se
tornará adusto y hermoso. Antes hemos cruzado Molinicos, y por espacio de algunos
minutos, el viaje es una aventura hacia lo más intrincado de una sierra que se
asemeja tanto a la de Moratalla, pero que está más húmeda y quizás también,
mejor cuidada.
En
Puente de Génave comenzamos a oler el terreno montaraz que procuran los guíscanos
y el color de la tierra que prefieren, y en una momento dado, Diego aparca el
coche, y empezamos la subida de un repecho que nos llevará al lugar de partida;
un par de kilómetros hasta donde tendremos que decidir el lugar exacto por
donde nos internaremos en el monte. Una vez dentro, el deseo, la ilusión, el
esfuerzo y nuestros cincos sentidos se concitarán en una sola dirección, en esa
mágica luz anaranjada que muestran algunos ejemplares y que nos recuerda tanto
a otra época.
En
silencio husmeamos bajo los lentiscos, las aliagas, las jumas y las ramas secas
y tardamos un rato hasta que Diego descubre en un claro el primero; es nuestro
bautismo de fuego y coincidimos en que ha merecido la pena venir hasta allí
para ver aquel prodigio del que Paco toma unas fotografías. Luego, el trabajo
se intensifica por la tensión, pero poco a poco todos vamos encontrando alguna
pieza y, en algunos casos, alguna pequeña mancha. Nos damos cuenta muy pronto
de que son pequeños y de que nos costará mucho llenar los cestos, pero el
placer es idéntico y tan fuerte que durante siete horas subimos y bajamos las
cuestas del monte, cruzamos ramblas, pisamos piedras filosas, bordeamos algún
cortado y buscamos con afán el misterio de la tierra.
A
las cuatro de la tarde nos apostamos frente al embalse de Guadalmena,
extenuados y hambrientos, y vamos extrayendo las vituallas del coche. No falta
el vino en abundancia, los embutidos y el queso que aporta Diego, el chocolate
negro de Paco y un suculento bocadillo de tortilla que mi mujer me ha preparado
esa misma madrugada. Tenemos patatas fritas, olivas, sardinas en aceite,
tomates del río Segura, y de postre hay fruta, piña y albaricoque en conserva.
Corre el vino y hablamos de todo un poco, porque lo fundamental es el
encuentro, la amistad, el día compartido y la promesa de que volveremos a
vernos muy pronto.
De
vuelta, enfervorecidos por la jornada de campo, por la aventura de los
guíscanos y por la conversación interminable, convenimos, mitad en serio, mitad
en broma, en que nos hemos portado como verdaderos profesionales, pues llevamos
muchas piezas, pero de pequeño tamaño, que los no iniciados en esta práctica
les habría sido imposible ver. Hemos rastreado con eficacia nuestra parte del
monte y hemos hallado lo poco o lo mucho que había. En los ojos sigue estando
la imagen colorista y atractiva de un guíscano ideal, el que los tres
llevábamos en la cabeza como se guarda un deseo. Podemos estar satisfechos, en
parte, pues de haber sido más grandes los ejemplares, todo habría resultado más
fácil y más fructífero.
La
temporada está llegando a su fin. Los fríos de diciembre acabarán con los
restos y los tres amigos sabemos que ha sido nuestra última oportunidad por
este año.
Volvemos
animados, sin embargo; contamos anécdotas de otro tiempo, recordamos a viejos
amigos que ya no están con nosotros, y ya en Moratalla, partimos el botín
micológico, aunque Diego, cuando me deja al final junto al sitio donde he
aparcado mi coche esta misma mañana, se empeña en que me lleve toda su carga y yo la acepto como un regalo preciado, un
valioso presente de amistad. Volveremos a vernos los tres amigos muy pronto, en
un día como éste y en un monte parecido, pienso mientras conduzo en dirección a
Calasparra, bien entrada la noche, donde me aguarda mi familia para volver a
casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario