PATATAS
Una serie de sucesivas malas
cosechas de patatas y la injusticia palmaria como bandera de un tiempo de
oprobio constituyeron, según ciertos historiadores, algunas de las causas
inmediatas de la Revolución
francesa. No me extraña en absoluto, porque, como alimento, la patata no tiene igual,
en calidad de sabor y en generosidad; de una sola unidad, bien cortada y mejor
sembrada, pueden salir varias plantas que, a su vez, proporcionarían unos pocos
kilos.
Antes
de que los españoles la trajéramos de América, de donde tantas cosas estupendas
vinieron, como el oro y la plata que nos permitirían ser por unos pocos siglos
un imperio en toda regla, los pobres debían conformarse con la humilde cebolla,
de sabor agreste y olor palmario. No hay, desde luego, parangón alguno entre
aquel fruto de molla deliciosa y éste, de presencia fétida y paladar picante.
Nos
las comemos fritas con aceite de oliva, asadas con unos granos de sal junto a
las brasas, hervidas con unas hojas de laurel y una cabeza de ajos, en los
innumerables guisos, cuya principal razón de ser es este ingrediente
fundamental, en tortilla, rellenas, en la ensaladilla rusa, con tomate,
cebolleta y olivas en la ensalada tradicional, en la versión chip de las bolsas
de plástico y en otras docenas de ocasiones ya descubiertas o por descubrir,
porque no hay cocinero que se precie que no haya inventado su propia receta, si
no varias, con este manjar de la tierra.
Confieso
mi predilección por esta vianda de larga y exótica procedencia, pero además he
ayudado a sembrarla en la huerta, a hacer los bancos y, en su tiempo, a arrancarlas
con un azadón, evitando partirlas, y con la fuerza necesaria para ahondar en la
tierra, revolverla e ir recogiéndolas una a una, como se recogen las piezas de
un tesoro recóndito. Después queda llenar los sacos, cargarlos a las espaldas y
llevarlos hasta el almacén más próximo, o echarlos sobre los lomos de una
burra, atarlos para que no se caigan y encaminarse, de nuevo, al pueblo.
Las
noches del invierno moratallero son propicias para encender la lumbre, apartar
unas brasas a un lado, cortar tres o cuatro patatas medianas por su mitad,
hacerles una cruz con la navaja en la blanca y húmeda pulpa, espolvorearlas con
sal y ponerlas muy cerca del calor, lo suficiente para que se vayan dorando
lentamente y no se quemen.
Cuando
me las como, me gusta sentir el crujido de la carne un poco salobre en mi boca
y la aspereza de la piel que, a veces, ni siquiera les quito. Las acompaño con
un vaso de vino, un jumilla sin
marca, de tonel si es posible y sin crianza, porque a lo áspero y natural de la
pitanza ha de corresponderle el carácter acerbo de un caldo sin demasiado
pedigrí, aunque tampoco desprecio, en estas ocasiones, un pedazo de tocino y un
trozo de pan de horno verdadero.
Yo
creo, vamos estoy seguro, que casi sin proponérnoslo, los españoles cambiamos
el régimen alimentario de las clases humildes europeas y elevamos
considerablemente la calidad de sus colaciones a un precio mínimo, aunque si me
preguntaran cuánto vale un kilo de patatas hoy, no podría decirles con
exactitud, porque en mi casa la que hace la compra es mi esposa.
Comer
patatas no ha sido nunca un ejercicio de
exquisitez culinaria. La carne y el buen pescado han invadido ese espacio de
privilegio. Durante años han arrastrado retazos de mala fama, porque engordaban
o porque no alimentaban lo suficiente o porque eran comida de cerdos o porque
solo ocupaban el territorio de la guarnición, un lugar secundario y superficial
que no se correspondía con su auténtica identidad.
Les
hemos negado de un modo farisaico su consideración y su dignidad, como lo hemos
hecho asimismo con alimentos como el pan, el aceite o el vino.
Poetas,
sin embargo, como Pablo Neruda, la han cantado sin complejos, con idéntica
pasión como al amor o a la muerte: Profunda/
y suave eres,/ pulpa pura, purísima/rosa blanca/ enterrada. Ni mil palabras más.
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