viernes, 21 de diciembre de 2012


PATATAS



Una serie de sucesivas malas cosechas de patatas y la injusticia palmaria como bandera de un tiempo de oprobio constituyeron, según ciertos historiadores, algunas de las causas inmediatas de la Revolución francesa. No me extraña en absoluto, porque, como alimento, la patata no tiene igual, en calidad de sabor y en generosidad; de una sola unidad, bien cortada y mejor sembrada, pueden salir varias plantas que, a su vez, proporcionarían unos pocos kilos.
            Antes de que los españoles la trajéramos de América, de donde tantas cosas estupendas vinieron, como el oro y la plata que nos permitirían ser por unos pocos siglos un imperio en toda regla, los pobres debían conformarse con la humilde cebolla, de sabor agreste y olor palmario. No hay, desde luego, parangón alguno entre aquel fruto de molla deliciosa y éste, de presencia fétida y paladar picante.
            Nos las comemos fritas con aceite de oliva, asadas con unos granos de sal junto a las brasas, hervidas con unas hojas de laurel y una cabeza de ajos, en los innumerables guisos, cuya principal razón de ser es este ingrediente fundamental, en tortilla, rellenas, en la ensaladilla rusa, con tomate, cebolleta y olivas en la ensalada tradicional, en la versión chip de las bolsas de plástico y en otras docenas de ocasiones ya descubiertas o por descubrir, porque no hay cocinero que se precie que no haya inventado su propia receta, si no varias, con este manjar de la tierra.
            Confieso mi predilección por esta vianda de larga y exótica procedencia, pero además he ayudado a sembrarla en la huerta, a hacer los bancos y, en su tiempo, a arrancarlas con un azadón, evitando partirlas, y con la fuerza necesaria para ahondar en la tierra, revolverla e ir recogiéndolas una a una, como se recogen las piezas de un tesoro recóndito. Después queda llenar los sacos, cargarlos a las espaldas y llevarlos hasta el almacén más próximo, o echarlos sobre los lomos de una burra, atarlos para que no se caigan y encaminarse, de nuevo, al pueblo.
            Las noches del invierno moratallero son propicias para encender la lumbre, apartar unas brasas a un lado, cortar tres o cuatro patatas medianas por su mitad, hacerles una cruz con la navaja en la blanca y húmeda pulpa, espolvorearlas con sal y ponerlas muy cerca del calor, lo suficiente para que se vayan dorando lentamente y no se quemen.
            Cuando me las como, me gusta sentir el crujido de la carne un poco salobre en mi boca y la aspereza de la piel que, a veces, ni siquiera les quito. Las acompaño con un vaso de vino, un jumilla sin marca, de tonel si es posible y sin crianza, porque a lo áspero y natural de la pitanza ha de corresponderle el carácter acerbo de un caldo sin demasiado pedigrí, aunque tampoco desprecio, en estas ocasiones, un pedazo de tocino y un trozo de pan de horno verdadero.
            Yo creo, vamos estoy seguro, que casi sin proponérnoslo, los españoles cambiamos el régimen alimentario de las clases humildes europeas y elevamos considerablemente la calidad de sus colaciones a un precio mínimo, aunque si me preguntaran cuánto vale un kilo de patatas hoy, no podría decirles con exactitud, porque en mi casa la que hace la compra es mi esposa.
            Comer patatas no ha sido nunca  un ejercicio de exquisitez culinaria. La carne y el buen pescado han invadido ese espacio de privilegio. Durante años han arrastrado retazos de mala fama, porque engordaban o porque no alimentaban lo suficiente o porque eran comida de cerdos o porque solo ocupaban el territorio de la guarnición, un lugar secundario y superficial que no se correspondía con su auténtica identidad.
            Les hemos negado de un modo farisaico su consideración y su dignidad, como lo hemos hecho asimismo con alimentos como el pan, el aceite o el vino.
            Poetas, sin embargo, como Pablo Neruda, la han cantado sin complejos, con idéntica pasión como al amor o a la muerte: Profunda/ y suave eres,/ pulpa pura, purísima/rosa blanca/ enterrada.  Ni mil palabras más.
             

                                                          

miércoles, 12 de diciembre de 2012




EL REGALO DE LA TIERRA



Salir al monte a coger guíscanos  constituye más que una costumbre,  y en su tiempo, un modo de vida del pueblo donde nací, un verdadero rito, al que nos entregamos tres amigos de toda la vida en esta mañana húmeda de nubes altas, que preludia el invierno, pero que mantiene aún la calidez de los últimos días de octubre. De cualquier forma no somos hombres que se arredren ante el frío y estoy seguro de que también ellos, como yo, han pasado los últimos días en un estado de excitación singular, el mismo que me transmitieron mi abuelo y mi padre cada vez que anunciaban la buena nueva de que iríamos a coger guíscanos a la sierra.
            Como siempre, nos lleva Diego en su coche y Paco y yo nos limitamos a admirar el paisaje, que durante casi doscientos kilómetros será un bálsamo para la vista y, a la vez, una continua sorpresa de macizos de granito, ramblas de vegetación espesa, pequeñas lagunas, fuentes brotando al borde del camino y una luz cenicienta que es la luz de la mañana de noviembre, en la que tres amigos se reencuentran para volver a la infancia y a sus secretos compartidos. Vamos en dirección a Elche de la Sierra, pero antes pasaremos por Mazuza, Férez y Socovos, y, cuando alcancemos las estribaciones de Riópar, el paisaje se tornará adusto y hermoso. Antes hemos cruzado Molinicos, y por espacio de algunos minutos, el viaje es una aventura hacia lo más intrincado de una sierra que se asemeja tanto a la de Moratalla, pero que está más húmeda y quizás también, mejor cuidada.
            En Puente de Génave comenzamos a oler el terreno montaraz que procuran los guíscanos y el color de la tierra que prefieren, y en una momento dado, Diego aparca el coche, y empezamos la subida de un repecho que nos llevará al lugar de partida; un par de kilómetros hasta donde tendremos que decidir el lugar exacto por donde nos internaremos en el monte. Una vez dentro, el deseo, la ilusión, el esfuerzo y nuestros cincos sentidos se concitarán en una sola dirección, en esa mágica luz anaranjada que muestran algunos ejemplares y que nos recuerda tanto a otra época.
            En silencio husmeamos bajo los lentiscos, las aliagas, las jumas y las ramas secas y tardamos un rato hasta que Diego descubre en un claro el primero; es nuestro bautismo de fuego y coincidimos en que ha merecido la pena venir hasta allí para ver aquel prodigio del que Paco toma unas fotografías. Luego, el trabajo se intensifica por la tensión, pero poco a poco todos vamos encontrando alguna pieza y, en algunos casos, alguna pequeña mancha. Nos damos cuenta muy pronto de que son pequeños y de que nos costará mucho llenar los cestos, pero el placer es idéntico y tan fuerte que durante siete horas subimos y bajamos las cuestas del monte, cruzamos ramblas, pisamos piedras filosas, bordeamos algún cortado y buscamos con afán el misterio de la tierra.
            A las cuatro de la tarde nos apostamos frente al embalse de Guadalmena, extenuados y hambrientos, y vamos extrayendo las vituallas del coche. No falta el vino en abundancia, los embutidos y el queso que aporta Diego, el chocolate negro de Paco y un suculento bocadillo de tortilla que mi mujer me ha preparado esa misma madrugada. Tenemos patatas fritas, olivas, sardinas en aceite, tomates del río Segura, y de postre hay fruta, piña y albaricoque en conserva. Corre el vino y hablamos de todo un poco, porque lo fundamental es el encuentro, la amistad, el día compartido y la promesa de que volveremos a vernos muy pronto.
            De vuelta, enfervorecidos por la jornada de campo, por la aventura de los guíscanos y por la conversación interminable, convenimos, mitad en serio, mitad en broma, en que nos hemos portado como verdaderos profesionales, pues llevamos muchas piezas, pero de pequeño tamaño, que los no iniciados en esta práctica les habría sido imposible ver. Hemos rastreado con eficacia nuestra parte del monte y hemos hallado lo poco o lo mucho que había. En los ojos sigue estando la imagen colorista y atractiva de un guíscano ideal, el que los tres llevábamos en la cabeza como se guarda un deseo. Podemos estar satisfechos, en parte, pues de haber sido más grandes los ejemplares, todo habría resultado más fácil y más fructífero.  
            La temporada está llegando a su fin. Los fríos de diciembre acabarán con los restos y los tres amigos sabemos que ha sido nuestra última oportunidad por este año.
            Volvemos animados, sin embargo; contamos anécdotas de otro tiempo, recordamos a viejos amigos que ya no están con nosotros, y ya en Moratalla, partimos el botín micológico, aunque Diego, cuando me deja al final junto al sitio donde he aparcado mi coche esta misma mañana, se empeña en que me lleve toda su carga  y yo la acepto como un regalo preciado, un valioso presente de amistad. Volveremos a vernos los tres amigos muy pronto, en un día como éste y en un monte parecido, pienso mientras conduzo en dirección a Calasparra, bien entrada la noche, donde me aguarda mi familia para volver a casa.